Carmen María Montiel - Identidad robada

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"Como la mayoría de las mujeres, yo ignoraba que era víctima de violencia de género. Mi marido había logrado disminuirme durante años de maltrato psico­lógico y físico e incluso mediante el uso de drogas. Sin embargo, a pesar de estar casi destruida, logré reconstruir mi dignidad y demostrar mi inocencia. Amaba a mi esposo. Nunca imaginé que pudiera dañarme o que terminaría tratando de destruirme. Tampoco pensé, cuando comenzó a lastimarme, que aquello pudiera ser intencional, ya que todos los agresores culpabilizan a sus víctimas. En mi caso, la victimización fue tan efectiva que, después de cada agresión, yo analizaba el incidente una y otra vez, tratando de detectar qué había hecho mal para que mi marido reaccionara de esa manera.Esta es mi historia, la de una mujer inmigrante y maltratada que no encontraba forma de escapar o de esconderse; una católica que cree en la familia y que luchó por mantenerla por el bien de sus hijos. Sin embargo al final, y precisamente por ellos, se vio obligada a salir de ese matrimonio vicioso para salvarse y salvarlos".
Carmen María Montiel

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La familia siempre había sido la base de mi vida y lo sucedido no hizo sino confirmarme por qué no había nada como ella, pues todos mis familiares me rodearon de amor, ayuda y apoyo. Mis hermanas detuvieron sus vidas para estar conmigo y mis hermanos se convirtieron en mis superprotectores, como lo fue mi papá en su momento.

Me uní más aún a mis hijos, empecé a disfrutar de ellos y a dedicarles una atención que antes no podía brindarles, porque el ciento veinte por ciento de mi tiempo estaba dedicado a Alejandro. Ya no tenía que sentarme horas y horas con él en aquel sofá negro del estudio sin poder levantarme hasta irnos a la cama. Ese sofá era mi castigo. Ni siquiera mis hijos se podían acercar a mí cuando estaba allí con él. Me di cuenta de que había sido su prisionera durante años.

Fue, sin duda, una etapa de muchas lecciones y aprendizajes. Si bien era el peor momento de mi vida, ¡probó ser el más bello de todos!

CAPÍTULO 2

Maracaibo

Lo veo que viene caminando hacia mí a lo largo del pasillo; lo estoy viendo entre las barras de la cuna. Su cara me es familiar y estoy feliz de verlo. Se me hace agua la boca cuando veo lo que trae en la mano… ¡Uhm!, ¡mi favorito…Toddy! Un tetero de Toddy, la leche achocolatada por excelencia en Venezuela.

Viene silbando pero, en lo que está cerca, deja de silbar y empieza a cantar “Muñequita linda”. Tiene una hermosa sonrisa, llena de dientes blancos. La canción me es conocida, me gusta. Estoy acostada, boca arriba; no me puedo parar o no es necesario. A lo mejor ni sé hacerlo. Estoy feliz de verlo, de la manera como solo un bebé puede estarlo. Es un nuevo día. Él se ve recién bañado, fresco y huele a ese olor tan familiar para mí. Todo me es conocido —tiene que haberlo sido—. Me está trayendo el primer tetero del día y es mi favorito.

Mi papá tiene puesta su bata de seda color vino tinto y sus pantuflas. ¡Parece un rey! Su cara es de puro amor cuando me mira y me entrega el tetero. Yo lo tomo con mis dos manos mientras él me dice cariñosamente: “Buenos días”. Me contempla durante un rato; luego se da la vuelta y empieza a caminar alejándose de mí.

Este es el primer recuerdo del que tengo conciencia y es con mi papá, a quien tanto quise. Siempre me sentí amada y protegida por él. Para ese entonces debo haber sido una bebita, porque no solo estaba en la cuna, sino que no me podía parar.

Amoroso y protector con sus hijos, fue un padre extraordinario, con valores, principios y educación. Un padre para el cual sus hijas eran lo más valioso que tenía. Los varones también, pero nosotras éramos especiales.

Él fue la razón por la que confié siempre en los hombres; nunca pensé que nada malo pudiera venir de ellos; esperaba que todos fueran como papi.

Tengo muchos recuerdos de mis primeros años de vida. Me llegan a la memoria como destellos, pero todos tienen la misma esencia, siempre rodeados de la familia y los amigos.

Maracaibo es la región petrolera por excelencia de Venezuela. Es la segunda ciudad más importante después de Caracas, y los maracuchos somos regionalistas. Estamos orgullosos de lo que somos y del lugar de donde venimos.

A Maracaibo se debe el nombre de nuestro país: Venezuela. Américo Vespucio lo llamó “Pequeña Venecia” al ver los palafitos en el agua del lago de Maracaibo. Los palafitos son las casas de los indígenas de la región —los guajiros—, construidas sobre el agua.

Maracaibo es especialmente caliente durante los trescientos sesenta y cinco días del año. Es como Houston en los días de verano.

Entre mis recuerdos más vívidos están las mañanas en las que mi mamá pronosticaba el tiempo como toda una meteoróloga y nos informaba: “Hoy va a estar bien caliente”, mirando por la ventana mientras desayunábamos. Dentro de mí me preguntaba: “¿Cuál será la diferencia, si todos los días son calientes?”.

Pero sí, sí había diferencia. Cuando mi mamá veía que ni una sola hoja de árbol se movía, eso quería decir que, además del calor, no tendríamos brisa y, aunque costara creerlo, el viento, así fuera poco, nos ayudaba alguito ante tanto calor.

Para mi mamá aquella temperatura era terrible. Después de todo, ella es de Altamira de Cáceres, en Barinas, un pueblo que está ubicado donde empieza la cordillera andina, que se extiende desde Venezuela a través de Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú y Chile.

¿Y cómo terminó mi mamá en Maracaibo? ¡Cosas del amor!

Mami, quien para aquel entonces ya vivía en Caracas con su familia, había acompañado a una amiga a una boda en Maracaibo. Sin embargo, había huelga de taxistas durante esos días. Mi mamá y su amiga salían del hotel a ver cómo se podrían trasladar. Papi estaba en una reunión en ese mismo hotel, ya iba de salida y estaba esperando a que el valet le entregara el auto. Allí estaban mi mamá y su amiga Amarilis viendo a ver cómo podrían transportarse con semejante calor. Papi, quien además de caballero era todo un galán, se ofreció a llevarlas.

—Chicas, ¿adónde quieren ir? Con esta huelga no van a llegar muy lejos.

Fue tan galante que se ofreció incluso hasta a esperar por ellas si fuera necesario. ¿Plan con maña? Él contaba que, cuando vio a mi mamá, quedó prendado de su belleza y solo esperaba que no le dijera que no.

Mami se regresaría a Caracas un martes trece. Papi le dijo: “Es martes trece. Ni te cases, ni te embarques, ni de tu casa te apartes”, pero mamá se subió al avión de regreso, no sin antes darle, muy agradecida por su caballerosidad, su teléfono y dirección en Caracas.

Así comenzó aquella hermosa historia de amor que llevó a mi papá a manejar toda la noche, de Maracaibo a Caracas, para visitar sorpresivamente a mi mamá y comenzar a cortejarla. Y así fue: a la mañana siguiente, papi tocaba a la puerta de casa de mami, declarando que ya la extrañaba.

En aquella época, entre finales de los sesenta y comienzos de los setenta, íbamos al colegio todo el día. Teníamos turno de mañana, regresábamos a la casa para almorzar y volvíamos al colegio durante el resto de la tarde.

Nuestros días favoritos eran cuando mamá no podía buscarnos a la escuela para el receso del almuerzo y quien nos recogía era mi tío David. El tío David era el hermano mayor de papá, un soltero empedernido que adoraba a sus sobrinos y, de paso, nos consentía a morir.

Claro, cada vez que lo mandaban a buscarnos era con la misma instrucción de mami: “David, por favor, no lleves a los muchachos a comer helados antes del almuerzo, ¡mira que después no comen!”.

Y por supuesto que, al ver al tío, todos corríamos felices en dirección a su auto porque sabíamos que iríamos directo… ¿a qué? ¡A comer helados!

—¡Sííí! —decía María Eugenia.

—¡Yupi! —decía yo.

—Heladooooossss —gritábamos todos. Y mis hermanos varones:

—¡Loco, ya se va a poner brava mami!

¡Aquello era estar en el Paraíso!

Mi tío siempre tenía cucharas de madera en sus bolsillos. Él decía que el helado sabía mejor así.

—Ya saben, niños: ¡no comimos helados! ¿OK?

Ese era el trato nuestro: él nos consentía y nosotros nos dejábamos consentir en una complicidad única entre los sobrinos y el tío favorito.

Tan pronto llegábamos a casa, mi mamá nos veía con aquella mirada inquisitiva, tratando de que nuestros ojos nos delataran y por supuesto que quedábamos todos al descubierto.

—¡David! ¡Otra vez! Te dije que nada de helados. ¡Ahora estos niños no van a comer!

—¡Pero yo tengo hambre, yo sí como! —decía el tío.

Yo era la más pequeña de todos. La más pequeña de “los tuyos, los míos y los nuestros”. Mis padres, ambos, eran divorciados, tenían hijos de sus respectivos matrimonios anteriores y juntos nos tuvieron a mi hermana María Eugenia y a mí. Éramos para el momento una familia supermoderna. En aquellos tiempos no muchos estaban divorciados y vueltos a casar. Éramos la Familia moderna de la época y La pandilla Brady antes de que ellos existieran.

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