Jorge Dubatti - Cien años de teatro argentino

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Este libro brinda un conjunto de observaciones y herramientas para leer la fecunda historia del teatro argentino entre aproximadamente 1910 y 2010. Parte de la idea de que no hay un teatro argentino sino teatro(s) argentino(s), según el fenómeno que se focalice geográficamente. Por la naturaleza de su acontecer, el teatro no se deja desterritorializar a través de la mediación tecnológica y exige la presencia de los cuerpos de quienes lo hacen: actores, técnicos, espectadores.Dar cuenta de esta complejidad es la ambiciosa tarea que emprende Jorge Dubatti en este libro. Para ello organiza siete períodos en los que el lector puede observar la coexistencia de diversas formas de producir y concebir el teatro (comercial, profesional de arte, oficial, independiente, filodramática, de variedades, etc.), es decir, el espesor inabarcable de la historia teatral, así como los procesos que asumen ciertas tendencias, constantes y cambios teatrales que se van reformulando y que trascienden los límites de las unidades de periodización.El desarrollo de un campo teatral se mide por un conjunto concertado de factores: el teatro propio que gesta y estrena, el teatro argentino y extranjero que recibe, el comportamiento de su público, el funcionamiento de su crítica, el grado de institucionalización de la actividad (a través de asociaciones, gremios, organismos, leyes, etc.), el desarrollo de su pedagogía, la infraestructura de salas y equipamiento, y también, no menos centralmente, la investigación que produce. Estos aspectos también son abordados aquí.Jorge Dubatti presenta algunas hipótesis sobre la peculiaridad de ciertos fenómenos distintivos que, sin ser los únicos, plantean una diferencia creadora: el sainete y el grotesco criollos, algunas poéticas escénicas del tango, el teatro independiente, la cultura teatral oficialista del peronismo, la respuesta de Teatro Abierto 1981 a la dictadura, el teatro comunitario, el teatro de estados, en suma, aquellos elementos que permiten hablar de la existencia de un teatro auténticamente nacional. Sin duda, estas páginas son una herramienta imprescindible para que el lector enriquezca su actividad como espectador en el presente.

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Stéfano sostiene una visión pesimista de la existencia como absurdo, desilusión y fracaso, que sintetiza en la imagen del trabajo de cargar un peso a la espalda, anticipación a su manera del rattrapage (puesta al día y apropiación) camusiano del mito de Sísifo y que tiene además puntos de contacto con la visión del “hombre desengañado” del tango:

La vita es una cosa molesta que te ponen a la espalda cuando nace y hay que seguir sosteniendo aunque te pese […] la caída de este peso cada ve ma tremendo e la muerte. Sémpliche. Lo único que te puede hacer descansar es l’ideale… el pensamiento… Pero l’ideale […] es una ilusión e ninguno l’ha alcanzado. Ninguno. […] No hay a la historia, papá, un solo hombre, por ma grande que sea, que haya alcanzado l’ideale. Al contrario: cuando más alto va meno ve. Porque, a la fin fine, l’ideale es el castigo di Dio al orguyo humano; mejor dicho: l’ideale es el fracaso del hombre.

Los esfuerzos por construir un mundo mejor se ven decepcionados y Stéfano ironiza: “El premio viene siempre”. Su síntesis magistral del periplo existencial del hombre es la siguiente: “Uno nace, empieza a sufrir, se hace grande, entra a la pelea, y lucha y sufre, y sufre y lucha, y lucha y sufre, pero yega un día que uno... se muere”. En el final del acto remata con un epigrama (que hoy circula oralmente, desentendido de su origen teatral): “Uno se cre un rey… e lo espera la bolsa”. En el epílogo afirma que la vida es demasiado larga para ser tan dolorosa y se lamenta: “Lo que no comprendo es qué voy a hacer con todo este dolor que ahora me sobra”.

Alfonso, el padre de Stéfano, propone una visión en la que es posible la felicidad a través de la posesión sencilla y humilde de “pane”, “pache e contento”:

(Imita groseramente [a Stéfano]) –“La vita es una ilusione” ¡No! No es una ilusione. Es una ilusione para lo loco. El hombre puede ser feliche materialmente. Yo era feliche. Nosotro éramo feliche. […] Teníamo todo. No faltaba nada. Tierra, familia, e religione. La tierra… chiquita, nu pañuelito… (Sonríe como si la viese) pero que daba la alegría a la mañana, el trabajo al sole y la pache a la noche. La tierra… la tierra co la viña, la oliva y la pumarola no es una ilusione, no engaña, ¡e lo único que no engaña!

Por su parte, Esteban siente que ya ha vivido “un pasado que desconozco”. Le dice a su padre: “Siento su vida como en carne propia. Soy su continuación. Usted es mi experiencia, yo soy su futuro, ya que por ser su hijo sumo dos edades, la suya y la mía”. Comprende y compadece a su padre, y sabe que no tiene “remedio para su pena”. Pero a la vez se opone al pesimismo paterno desde una mirada esperanzada y le dice claramente que si no pudo escribir su ópera es porque nunca la escribiría:

Quien traiga un canto lo cantará. Nada ni nadie podrá impedírselo. El amor y el odio por igual lo elevarán. Para un artista no hay pan que lo detenga, ni agua que le calme la sed que lo devora… ¡sólo no canta cuando no tiene qué cantar! […] La vida es como uno quiere que sea.

Estas palabras de Esteban son significativas y acaso precipitan la muerte de Stéfano, porque su hijo (como antes Pastore) lo ha enfrentado con la dolorosa realidad: ¿acaso Stéfano tenía algo que cantar, acaso no estaba vacío? Stéfano atestigua la fuerza creadora del hijo y la contrasta íntimamente con su impotencia:

Por oírlos yorar no me he oído. Basta. (Esteban abandona al viejo que se va con las tres mujeres y se inclina en la mesita. Ha compuesto un verso bello. Lo escribe.) (Mirándole con asombro) Canta… Todo este dolor por un verso. ¿Vale tan poco la vida?

La posición de Esteban no es superación dialéctica de la oposición materialismo/idealismo de su abuelo y su padre: es la fundación de un territorio de subjetividad alternativa a ambas posiciones basada en una radicalización de la experiencia de la autoobservación y el autoconocimiento. Esteban trabaja (“Soy feliz cumpliendo”, le dice a su madre) pero también puede crear (escribe poesía), y está atento a sí mismo y a la creación. Lo que siente o piensa lo anota (“Lo que se piensa no se cuenta, se escribe”). Aparentemente Esteban sabe oírse a sí mismo, como los artistas que Stéfano elogia (“lo que muriérono a la miseria… por buscarse a sí mismo”), y hace lo que Stéfano no supo hacer (“Por oírlos yorar no me he oído”). Como es evidente, tampoco resulta válida la lectura de la circularidad de la historia: la idea de que Esteban repetirá la historia de su padre. Las diferencias entre los tres personajes son explicitadas en una recapitulación realizada por el mismo Stéfano: “(Por el padre) Un campesino iñorante que pegado a la tierra no ve ne siente; (Por él mismo) un iluso que ve e siente, pero que no tiene ala todavía; (Por Esteban) un poeta que ve, siente e vola”. Tampoco deben interpretarse estas palabras, en forma reduccionista o empobrecedora, como una serie evolucionista o una secuencia de progreso creciente, de la tierra al cielo. Hay que atender a la complejidad de las diferencias de los grupos internos: campesino (Alfonso) / artista (Stéfano-Esteban) y artista sin “ala” (Stéfano) / artista “que vuela” (Esteban); hay que atender también a la diversidad de edades y experiencias existenciales, a la horizontalidad, no jerárquica ni evolucionista, del pluralismo. Asimismo, calificar al padre de “campesino iñorante” es producto más del resentimiento y el enojo que de la reflexión equilibrada y respetuosa. ¿Acaso en el propio teatro de Discépolo muchas veces la simpleza, la ignorancia, no se acercan más a la sabiduría? Ser un “campesino iñorante” (exabrupto soberbio de Stéfano, que no representa a Discépolo) no

implica no poseer una visión de mundo y existencial sabia. Además, no podemos dimensionar positivamente el alcance del “vuelo” artístico de Esteban: sólo vemos que sí, efectivamente, produce (a diferencia de su padre). Como sostiene Roberto Arlt coetáneamente, producir es lo más importante. Pero Discépolo construye en Esteban el artista “cachorro” (Dylan Thomas) o “adolescente” (James Joyce), y no da garantía alguna del valor o la trascendencia de esa producción. Su padre relativiza la importancia de las afirmaciones de Esteban desde otro espesor de experiencia, invitando a esperar el futuro:

Cuando se te caiga el pelo e te veas la forma de tu cabeza –de tu propia cabeza que no conoce, ciego– te voy a dar la mandolina para que repita este pasaje.

La polifonía (sostenida en los matices de oposición y diferencia) hace que las tres voces estén en paridad y el espectador tiene que elegir con quién coincide en su propia visión, con quién no coincide pero al menos comprende, a quién considera definitivamente equivocado. O tal vez concluya en forma pluralista, como Discépolo: los tres tienen razón, sustentada en su propia experiencia. Discépolo no le dice al espectador cómo tiene que pensar: lo hace pensar desde su propia experiencia. Construye ausencia de discurso pedagógico, no hay tesis explicitada, no hay personaje-delegado, y esa ausencia reclama la actividad del espectador. Discépolo habilita la elocuencia del espectador, al que por cierto no subestima. Para él, el mismo espectador sabe o sabrá con quién o quiénes concordará.

De la misma manera, retomando la oposición entre Stéfano (“qué canto ha quedado sen cantar”) y Esteban (“quien traiga un canto lo cantará”), la poética de Stéfano instala otra pregunta que Discépolo no responde: ¿quién es el responsable del fracaso de Stéfano? ¿Es el medio hostil, que lo obligó a pelear contra la miseria, por el pan diario, y no le permitió dedicarse a la creación musical? Las palabras de Stéfano parecen sugerirlo: “¡Me he deshecho la vita para ganarlo! ¡Estoy así porque he traído pan a esta mesa día a día; e esta mesa ha tenido pan porque yo estoy así!”. ¿O, por el contrario, el responsable es el mismo Stéfano, que no tenía nada que “cantar”? ¿Estaba vacío, estéril, desde el comienzo? ¿Sabemos acaso de alguna creación musical que Stéfano haya compuesto alguna vez? En una capital musical como Buenos Aires, ¿ha llegado a distinguirse siquiera como intérprete? ¿O su talento es sólo un malentendido, una ilusión desmedida, sin fundamento, una pretensión? Stéfano también lo sugiere, siempre a medias, cuando le confiesa a Pastore tras la caída de la máscara: “Pastore… tu cariño merece una confesión. Figlio… ya no tengo qué cantar. El canto se ha perdido; se lo han yevado… Lo puse a un pan… y me lo he comido. Me he dado en tanto pedazo que ahora que me busco no m’encuentro. No existo. L’última vez que intenté crear –la primavera pasada– trabajé do semana sobre un tema que m’enamoraba… Lo tenía acá… (Corazón) fluía tembloroso… (Lo entona) Tira rará rará Tira rará rará… Era Schubert… L’Inconclusa… Lo ajeno ha aplastado lo mío. […] Sí, fliglio… no me quedaba ma que soplar... (Llora con la cara en la mesa)”. La resistencia de Stéfano a aceptar su realidad se advierte hasta el final: cuando se compara con su padre y su hijo se define como “un iluso que ve e siente, pero que no tiene ala todavía”. Póngase el acento en el valor del “todavía”.

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