José Kentenich - Lunes por la tarde... Reuniones con familias - 21

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Lunes por la tarde... Reuniones con familias - 21: краткое содержание, описание и аннотация

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En la colección «Lunes por la tarde» se han publicado las conferencias del sacerdote José Kentenich (1885 – 1968) dadas entre los años 1955 y 1964 a matrimonios en Milwaukee, Estados Unidos. El lenguaje sencillo y personal no encubre cuán fundamental es la intención que persigue el padre Kentenich en estas pláticas. Ya antes del Concilio él había tomado una posición ante las cuestiones esenciales, a las preguntas sobre Dios en el mundo actual. Al abordar preguntas concretas de la vida y de la educación, al hacer al hacer suyas las corrientes y acontecimientos del tiempo, él entrega respuestas y facilita a sus oyentes herramientas cercanas a la praxis de su vida concreta. Junto con ello, fórmula lo que ya habíamos expresado en verso en los textos escritos en el campo de concentración de Dachau: «Para que contemplemos la vida con la mirada de Dios y caminemos siempre bajo la luz del cielo». (Hacia el Padre) El tomo 21, «Nuestra vida a la luz de la fe», pregunta por el último sentido de todos los acontecimientos que atañen tanto a la persona individual como a la vida social desde la perspectiva de Dios.El padre Kentenich sabe que las imágenes y los símbolos penetran y plasman -más que las ideas- todo lo que ocurre en la vida de cada día. Por eso él usa la imagen de los viajes espaciales para graficar cómo opera la fuerza de la fe que vence al mundo. Y durante varias tardes se detuvo en el símbolo de las manos, las que hablan de la intervención de Dios en la historia del universo y en la vida humana. El Fundador de la Obra de Schoenstatt está convencido que la certeza de que Dios es nuestro Padre y que nos ama con un amor inexpugnable es una condición esencial de la fe providencialista. La tarea de cada padre de familia es transparentar, aquí en la tierra, la preocupación del Padre, su amor y sabiduría de Padre. El padre Kentenich señala como una tarea primordial para el tiempo actual el empeño por mostrar auténticos padres. Esto está directamente al servicio de la fe.

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Ahora habría que contemplar con mayor detenimiento ambos aspectos y extraer conclusiones concretas. En primer lugar, a la luz de la fe nos conocemos a nosotros mismos y a nuestro destino. ¿Y qué es lo que vemos de nosotros mismos a la luz de la fe? La elevación de nuestro estado. ¿Qué elevación de estado? ¿Cómo es esta elevación?

Paso a exponerles lo que ya acabo de decirles, pero vertiéndolo en otra forma.

No sólo participamos de la vida animal y de la vida angélica, sino también de la vida del Dios Trino. Esto quiere decir, en la práctica, que somos realmente hijos del Padre y miembros de Cristo.

¿Y en qué consiste nuestro destino? En que nuestra vida sea semejante a la vida de Cristo. ¿Qué significa esto concretamente? De este hecho extraigo sólo dos consecuencias que revisten una gran importancia para nuestra vida.

Les repito que el sentido de mi vida es el asemejamiento a la vida del Señor. La vida de Jesús fue una vida gloriosa, pero también crucificada. Tomémoslo con gran seriedad. Esto quiere decir, en la práctica, que es perfectamente natural y evidente que debamos estar clavados en la cruz. El sentido de mi vida es asemejarme a Cristo.

No sé ahora qué se imaginan al pensar en una vida crucificada. Pero ya en nuestra última reunión hablamos con detenimiento sobre las decepciones de nuestra vida conyugal. Vale decir entonces que las desilusiones que podamos experimentar por parte del cónyuge sencillamente forman parte del sentido de nuestra vida. De alguna manera tenemos que cargar con una cruz, estar clavados en ella. Si abrazamos con seriedad la vida cristiana, si somos buenos cristianos, no nos asombremos de estar clavados en la cruz de sufrir decepciones, de padecer desprecios. Insisto en que todo ello simplemente es parte de nuestra existencia.

Recuerden, por favor, aquella imagen que les presenté y comenté tantas veces en otros encuentros: De un lado de la cruz esta clavado el Crucificado... y del otro debo estar clavado yo mismo. Les repito, y nunca será excesiva la frecuencia con que lo escuchemos, que el sentido de nuestra vida es asemejarnos a Cristo, y también al Cristo crucificado.

Permítanme avanzar un poco más y extraer una segunda conclusión. Si es verdad que somos miembros de Cristo, que somos otros tantos “pedazos” de Cristo; si por lo tanto también mi esposa es un pedazo de Cristo –aún cuando este enferma o me haya desilusionado-, ¿qué es lo que amaré entonces en ella? Amaré todo lo hermoso, incluso toda la hermosura corporal que haya en ella. Puedo asimismo amar su alma, su corazón bondadoso. Pero ¿qué es lo fundamental, lo más profundo que puedo y debo amar en ella?: Cristo está en ella. Ella es un pedazo de Cristo.

Desde punto de vista habría que reflexionar ahora sobre cómo deberían ser las formas de nuestro amor mutuo. El Señor nos señaló un grado y una forma de expresión del amor mutuo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”7. Vale decir entonces que debo amar a mi esposa como a mí mismo y la esposa a su esposo como a sí misma.

¿Cuál es el motivo más hondo para ese amor?: El hecho de que una esposa sea un “prójimo” y también yo lo sea. Por eso queremos amarnos uno al otro tal como nos amamos a nosotros mismos. Pero aún no basta; porque todavía no hemos tenido en cuenta la realidad de que somos un “pedazo” de Cristo.

De ahí el segundo grado del amor mutuo: amar en el otro a Cristo. Recuerden que precisamente este tipo de amor es por último la norma de discernimiento en el Juicio Final, ¿no es cierto? ¿A qué tipo de amor se alude aquí? Al hecho de que yo ame a Cristo en mi prójimo. Me parece que debería recordarles lo que el Señor dirá en el fin del mundo, cuando se convoque el Juicio Final: Estuve hambriento y me alimentaste; estuve prisionero, sediento, y tú me ayudaste en todo momento. ¿Y qué ocurre si la respuesta es: “Señor, yo nunca te asistí”? ¿Qué habrá de responder el Juez Eterno? Lo que hicieron al más pequeño de los míos, a mí me lo hicieron8.

Ahora bien, no pasen por alto que por el hecho de haber sido redimidos no sólo somos “como” Cristo, sino que en Cierto sentido somos también “otros Cristos”. Ser otro Cristo… Vale decir entonces que lo que les hagan a los demás, me lo han hecho a mí.

Esta reflexión nos brinda una excelente oportunidades para hacer un examen de conciencia. Les pregunto entonces: Mi amor hacia el prójimo, incluso el amor a los hijos, el amor a nuestros amigos... ¿Es un amor puramente natural o es un amor sobrenatural?

Porque si nuestro amor, y también nuestro matrimonio, el vínculo conyugal, debe ser y quiere ser fiel (indisoluble), eso dependerá de que amemos a Cristo en el otro. ¿No es cierto? Es comprensible. Y esto vale lógicamente no sólo para los matrimonios, sino para todos los cristianos, también para los que están en el convento.

Enfoquemos ahora un tercer grado del amor, del amor mutuo. Cristo en cuanto tal quiere amar en nosotros al prójimo, o también se puede decir que quiere amar a Cristo en el prójimo. ¿Qué significa esto? La idea central es la siguiente: El Cristo que está en mí debe tener la oportunidad de amar a Cristo en los demás. Fíjense que yo soy también un miembro de Cristo. Yo soy un “alter Christus”9, un pedazo de Cristo. Por lo tanto debo amar a los demás tal como los ama.

Pero... ¿Cómo ha amado Cristo a los hombres? Él no dice expresamente: Les doy un mandamiento nuevo, que se amen los unos a los otros como yo los amé10. ¿En qué consiste el mandamiento nuevo? ¿Cómo amó Cristo a los hombres? Ya en el Antiguo Testamento encontramos el mandamiento de amar al prójimo11.

Pero en nuestro caso, ¿cómo amó Cristo a los hombres a diferencia del Antiguo Testamento? Entregando todo, incluso su vida, por los demás.

¿Cómo amaré entonces a mi prójimo, vale decir, el esposo o la esposa la esposa al esposo? Si nos contemplamos mutuamente a la luz de la fe, se nos hace claro que debemos estar dispuestos a dar todo por el otro, ¿no es cierto?

Pero existe un tercer12 grado del amor mutuo. El Señor lo expresó de la siguiente manera: Donde dos o tres oren o se reúnan en mi nombre, yo estoy en medio de ellos 13. ¿Qué quiere decir “yo estoy en medio de ellos”‘? Significa, prácticamente, que esta es una nueva forma de amor; que en ellos, en y con la comunidad, yo amaré a cada persona en particular.

Podemos imaginarnos esta realidad de la siguiente manera: Todos somos miembros de Cristo; el esposo, la esposa y los hijos son miembros de Cristo. Y cuando la corriente de amor que existe en Cristo, fluye a través de todos nosotros, vale decir, a través del padre, la madre, los hijos, los hermanos, estamos entonces en presencia de un nuevo grado del amor mutuo; un grado de amor original, novedoso y bendecido.

Si volvemos a echar una mirada retrospectiva sobre nuestra propia vida y nos preguntamos: ¿Cómo he vivido en verdad del amor mutuo? Si comprobamos que hubo falencias en una u otra oportunidad, tenemos que detectar, desde el punto de vista que acabamos de exponer, donde podría estar la falla.

Una de las causas más importantes de esas falencias radica en el hecho que nuestros ojos de fe son muy débiles. Quizás nuestros ojos de mosca sean sabe Dios cuándo grandes, incluso muy “saltones”. Pero eso sólo no nos ayudará mucho para que nuestro amor sea un amor auténtico y fiel tal como Cristo lo exige de nosotros.

Y si ahora nos preguntamos por qué esos ojos de la fe son tan débiles, habría que citar varias causas. Por lo común sucede que si bien tengo un entendimiento claro, no lo utilizo como corresponde. O quizás dispongo de buenos ojos pero no los utilizo, sino que los mantengo siempre cerrados y duermo. Fíjense que algo similar puede suceder con los ojos de la fe. Hay que usar esos ojos para volver a contemplar con mayor intensidad el mundo de la fe.

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