Jorge Eliécer Martínez Posada - Miradas prospectivas desde el bicentenario

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En el marco de las celebraciones del Bicentenario de la Independencia de Colombia, la Universidad de La Salle se pregunta por el devenir del Desarrollo Humano a partir de este acontecimiento. La pregunta que se plantea, a manera de puerta de indagación, a un problema del presente que es posible rastrear desde el acontecimiento mismo de lo que hoy llamamos Colombia es: ¿Cómo se ha dado el desarrollo humano en el acontecer de 200 años de historia de Colombia para pensar nuestro presente y proyectar nuestro futuro? Al preguntarnos por el Bicentenario como un acontecimiento, este se presenta como una irrupción histórica que marca una diferencia con los momentos anteriores del territorio que hoy poblamos, y permite ver la diferencia en lo que hoy somos como colombianos, para indagar cuáles son las prácticas que nos permiten actualmente hablar de lo que somos, pensamos y decimos como sujetos y así proyectar lo que seremos, pensemos, digamos y hagamos en el futuro de nación que queremos construir. Inquirir por el valor del acontecimiento Bicentenario es, a su vez, preguntarnos por nuestro presente, y es, por lo tanto, indagarnos por el mismo a la luz de las prácticas y de los discursos que acompañaron ese momento de la Independencia, para la toma de conciencia de sí mismos, como país que se nombra como nación y que se sitúa en el pasado para pensar su presente y proyectar su futuro.

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Tratando de concretar las funciones de la universidad contemporánea, en la tradición de la universidad como formadora de personas y de nación, los reformadores siempre han buscado responder a los nuevos tiempos, claro, de acuerdo con su concepción de sociedad. De todas formas, independientemente de la ideología inspiradora, la universidad contemporánea parece conservar lo que para Parsons en su libro pionero sobre la universidad en Norteamérica son sus cuatro funciones canónicas: la función nuclear (a) de la investigación y de la promoción de nuevas generaciones científicas, va de la mano con (b) la preparación profesional académica (y la producción de conocimiento valorable técnicamente), por una parte, y, por otra, con (c) tareas de la formación general y (d) de las contribuciones para la autocomprensión cultural y la ilustración intelectual de la sociedad (Parsons y Platt, citado por Habermas, 1987, p. 93). Estas funciones se articulan para Parsons (1971, p. 97) en el sentido que la educación “sintetiza los temas de la revolución industrial y de la revolución democrática: igualdad de oportunidades e igualdad de ciudadanía”. Se trata de esos dos momentos complementarios de la modernidad: el desarrollo material de la sociedad con base en la ciencia, la técnica y la tecnología; y, por otro lado, el auténtico progreso cultural de la nación. Solo en esta complementariedad se va logrando la constitución de una sociedad civil con base en procesos incluyentes, en los cuales se obtienen la formación de la opinión pública y de la voluntad común de una ciudadanía capaz de concertar y de reconstruir el sentido de las instituciones y del Estado de Derecho, sin que haya que concebir, de una parte, como procesos diferentes la formación en valores para la solidaridad y la democracia, y de otra, una educación de calidad para la ciencia, la tecnología y la innovación.

Al constatar Habermas (1987, p. 91), incluso antes de la para muchos “contrarreforma” de Bolonia, la impotencia de las reformas de la universidad en los extremos estructural-funcionalista o de ideología socialista, se pregunta: “¿Acaso no deberíamos reconocer que esa institución también puede existir muy bien sin aquella idea, que la misma universidad tuvo de sí misma y de la que estamos enamorados?”.

Ante la impotencia de las ciencias en su desarrollo diferenciado y desde su neutralidad valorativa para poder ser polo unificador de la universidad contemporánea, y ante la imposibilidad de intentarlo desde una crítica materialista, superada desde siempre por la eficiencia del mercado, una teoría crítica de la sociedad solo conserva el recurso de renovar radicalmente el sentido mismo del quehacer universitario: su búsqueda de verdades en el horizonte del mundo de la vida, teniendo en cuenta la complejidad de lo real.

Este es el pensamiento central de la idea de universidad que ya se encuentra en Schleiermacher, uno de sus ideólogos: “La primera ley de todo esfuerzo orientado hacia el conocimiento es: comunicación; y en la imposibilidad de decir cualquier cosa, inclusive únicamente para sí mismo, sin lenguaje, la naturaleza misma ha expresado con toda claridad esta ley de la comunicación” (Anrich, 1959 citado por Habermas, 1987, p. 95). Al citar este pasaje de Los pensamientos ocasionales acerca de las universidades en el sentido germano, reconoce Habermas que se toma en serio el hecho de que son las formas comunicativas las que conservan en última instancia unidos los procesos universitarios de aprendizaje en sus diferentes funciones, como ya lo había expresado también Humboldt al analizar las relaciones de los profesores con sus estudiantes: el docente “debería buscarlos, si ellos (los estudiantes y jóvenes colegas) no se congregaren espontáneamente en torno a él; así se aproximaría más a la meta de la universidad mediante la unión de los más experimentados, pero precisamente por ello más fácilmente unilaterales y con menor fuerza vital, con los más frágiles y todavía indecisos, buscando animosos en todas direcciones” (Anrich, 1959 citado por Habermas, 1987, p. 96).

Esta concepción discursiva de la educación como nervio de la red comunicacional que es la universidad contemporánea promovería la realización de su idea: la comunidad de docentes, estudiantes y colaboradores que viven de la esperanza normativa en la razonabilidad de los mejores argumentos, como razones y motivos que, en todo momento, pueden penetrar en una institución de puertas abiertas al público.

Se trata, por tanto, de desarrollar el estatuto epistemológico y metodológico del actuar comunicacional en sus tres momentos: el primero, el cambio de paradigma de la filosofía de la conciencia y del diálogo del alma consigo misma, del monólogo de la reflexión a la comunicación y el diálogo. La detrascendentalización de la razón humana puede cambiar de signo a lo universal: partiendo de lo a priori, del mundo de la vida como horizonte de horizontes, se comprende el noúmeno y la cosa en sí de Kant, como principio esperanza, reencantamiento del mundo necesariamente desencantado por la ciencia, la técnica y la tecnología. El segundo, la participación, que no la mera autorreflexión, hace de la facultad de juzgar lo que Hannah Arendt en sus conferencias sobre la filosofía política de Kant devela como procedimiento para partir de lo concreto de lo singular en busca de utopías en el horizonte de universalidad del cosmopolitismo tanto estoico como kantiano. Entonces sí, el segundo momento de la comunicación puede anteponer a la misma razón, como lo propone Martha Nussbaum{5}, la imaginación narrativa, la hermenéutica de la condición humana, la comprensión tanto de los contextos, como de lo singular y de la sensibilidad humana, una fenomenología del mundo de la vida y de la sociedad civil. “Sin la intersubjetividad del comprender ninguna objetividad del saber” (Habermas, 2005, p. 177). Para finalmente, en un tercer momento, poder argumentar, si y cuándo fuere necesario, dando razones y motivos para concertar puntos de vista acerca de aquellos mínimos sin los que no podríamos reconocernos como diferentes en nuestras diferencias de máximos culturales, valorativos y morales: no hay pluralismo ni interculturalidad si a la base no está el debate público político en ese espacio de razones constituido por la hermenéutica.

Una comunidad de docentes, estudiantes y colaboradores, animada por procesos de cooperación, está preparada para asumir las tareas de la universidad sin condición, propuestas por Jacques Derrida (2000, p. 126):

La universidad del futuro debería ser totalmente libre; en ella no debería obstaculizarse de ninguna forma la investigación. De lo que se trata en última instancia en la universidad es de la verdad. Naturalmente con ello se alude en especial a las ciencias del espíritu. Se debe distinguir entre el “Profesor”, como alguien que se compromete públicamente con algo, y el “profesional”, como alguien que dispone de determinadas competencias técnicas. Las preguntas orientadoras que habría que considerar en esta universidad deberían ser, por ejemplo, las preguntas por los derechos humanos, la diferencia de género o el racismo. En esta universidad hay que trabajar filosóficamente. Se desean análisis de conceptos pero también resistencia. Una universidad libre es también una universidad sin poder; la universidad se comporta con respecto al poder ‘como un extraño’. Finalmente la verdadera universidad debería ser un lugar donde lo impredecible pudiera volverse acontecimiento.

Una idea semejante a la de Derrida con respecto a la reforma de la universidad, en consonancia con Habermas y con Boaventura -así él mismo no parezca estar muy cómodo en compañía de pensadores que piensan que la modernidad sigue siendo proyecto inconcluso- propuso ya Paul Ricoeur al día siguiente de la “revuelta” de mayo del 68 (Ricoeur, 2008, pp. 11-27) y acaba de reformular Martha C. Nussbaum (2010) en su libro Sin ánimo de lucro. ¿Por qué la democracia necesita de las humanidades?. Es necesario insistir en la necesidad del nuevo humanismo en la universidad actual, antes que “novedosas” ideas “innovadoras” acerca de “las universidades de tercera generación” nos convenzan de que la tradición de la idea de universidad es un lastre que impide la democratización de la educación para responder a una emancipación inconclusa y a una modernidad no concluida.

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