En otro sentido, la universidad francesa o “napoleónica” —relacionada con Napoleón Bonaparte (1769-1821), quien creó una universidad al servicio del Estado— y de algún modo la universidad “española”, da más importancia al quehacer, a la tarea. Quienes la pensaron definían que su preocupación era la cultura. Su misión es enseñar y educar. La formación de la persona se entiende y se asume como un proceso para que el educando llegue a ser ciudadano del Estado. Su afán es la formación del libre pensador. Al decir de Barragán (1999), la universidad en América Latina tiene mucho de este perfil, puesto que surge en tiempos de la Colonia, cuando estos pueblos eran provincia de las monarquías española y francesa. Quizás por la influencia de Napoleón en sus destinos, la francesa es una universidad que insiste en educar para la profesionalización como el modo a través del cual se inserta y se proyecta en la realidad. El cambio se da en los profesionales que sirven al Estado y son formados excelentemente en la universidad estatal. Para ello exige ser celosa de la autonomía universitaria como elemento constitutivo (Apaza, 2006).
Por último, el modelo de universidad “anglosajona”, en especial el norteamericano, hace énfasis en la proyección, en el impacto, en el efecto y en las relaciones con el entorno para su transformación. Un ejemplo se dio con la llamada Ley Morrill, de 1862, que sirvió para la expansión de la educación superior a través de los colegios de agricultura y de artes mecánicas, mediante la donación de tierras para su fundación. Esta iniciativa dio paso a las universidades estatales (Kansas, Colorado, entre otras), dedicadas a desarrollar las áreas agrícolas y tecnológicas (Ávila, 1993).
Los norteamericanos revelaron las bondades económicas de la investigación y mostraron a los profesores universitarios la posibilidad de articular su trabajo utilizando esos recursos y constituyendo poderosos centros de investigación. De igual modo, la gestión permitió la aparición de los departamentos como unidad académica, en remplazo de la cátedra aislada y personal.
Vale la pena mencionar que las universidades de corte católico han procurado articular los tres énfasis, haciendo de la humanidad y su destino lo más importante e insistiendo en que la formación es para el servicio. John Henry Newman{4} pensaba que ser universitario era ser culto, idea que ha marcado este modelo de universidad, en tanto que implica servir y ayudar a otros a entender y a construir el mundo. Este tipo de universidad se ha perfilado mucho más, al punto de que hoy lidera dos asuntos clave: los temas del desarrollo integral y sustentable y la corporatividad, entendida como la preocupación por permitir que participen en su gestión todos los integrantes y responsables de los destinos de la universidad.
DESAFÍOS DE LA UNIVERSIDAD COLOMBIANA
La universidad como institución de la cultura, para conservar su identidad y afirmar su presencia en Colombia, debe enfrentar dos tipos de retos; unos generales, que les competen a todas las instituciones de educación superior, y otros específicos, según el modelo o itinerario definido. Desde los cuatro elementos clave que se han propuesto arriba (la sabiduría, el estudio, la formación, y la proyección), es posible visualizar cuatro retos para todas las universidades: 1) mantenerse como templo de sabiduría; 2) estar inserta en la realidad, reconocerse como realidad cultural; 3) dinamizar el cambio siendo motor del devenir político de la nación, y 4) asegurar la superioridad de los saberes y conocimientos que en ella se gestan.
MANTENERSE COMO TEMPLO DE LA SABIDURÍA
La universidad en sus comienzos fue debate, argumentación, tertulia, y eso no se puede suprimir de la vida universitaria. Esta institución debe dar espacio en sus currículos no solo a materias de aplicación, sino a asignaturas que desarrollen el criterio ético y moral, para que más allá de las razones económicas sea posible deducir las sociales y filantrópicas. En ese sentido, hay algo particular que llevó a algunos historiadores a sospechar y afirmar que los orígenes de la universidad se dieron en los tiempos de la Biblioteca de Alejandría. Esto se confirma por el hecho de que en ella se hizo realidad la idea de un templo de la sabiduría, un lugar en el cual quienes la frecuentaban se dedicaban a pensar. Muchas mentes pragmáticas hoy creen que todo estudio —y especialmente el de la etapa adulta de la vida de la persona— ha de ser práctico, y por tanto el conocimiento que no lleva a la aplicación es despreciable. Convencidos de esa idea, quienes legislan hacen coro y consideran que el pueblo solo merece una educación pragmática y esencialmente ocupacional. Pero hay que decirlo: las humanidades dan el toque de universidad a lo que de otro modo sería simple instruccionismo y empirismo definidos por las necesidades cotidianas.
HACERSE PARTE DE LA CULTURA, MANTENIÉNDOSE INSERTA EN LA REALIDAD
La tentación contraria al pragmatismo es la de la elucubración sin sentido ni propósito. Este es el otro riesgo que corre la universidad, y es precisamente la queja que se tiene de la universidad “libresca”. Aquí hay un desafío que muestra dos caras. La primera es la existencia de una avalancha y una gran proliferación de los medios de comunicación y el desarrollo tecnológico, ante los cuales los jóvenes son cada vez más adeptos; esto provoca que ellos se atribuyan el poder de concebir como real lo presentado por los medios. Respecto a lo dicho, Morin afirma:
La continuación del proceso científico-técnico actual, proceso ciego que escapa a la conciencia y a la voluntad de los mismos científicos, lleva a una fuerte regresión democrática. Así mientras el experto pierde la aptitud para concebir lo total y lo fundamental, el ciudadano pierde el derecho al conocimiento de la realidad. A partir de ese momento, el desposeimiento del saber, muy mal compensado por la divulgación de los medios de comunicación, plantea el problema histórico capital de la necesidad de la democracia cognitiva. [...] Debería ser posible encarar una reforma del pensamiento que permitiera afrontar el formidable desafío que nos encierra en la siguiente encrucijada: o bien soportamos el bombardeo de innumerables informaciones que nos llegan en la catarata cotidiana a través de los diarios, la radio, la televisión, o bien confiamos en doctrinas que sólo retienen de las informaciones lo que las confirma o es inteligible y rechazan como error o ilusión todo lo que las desmiente o es incomprensible. Este problema se plantea no solo para el cotidiano conocimiento del mundo sino también para el conocimiento de todas las cosas humanas y para el propio conocimiento científico (Morin, 2001, p. 20).
Por tanto, no se puede seguir admitiendo en los trabajos de los universitarios el facilismo de Wikipedia y la veracidad impuesta por los noticieros. Debe exigirse ir más allá de lo que se mira, no conformarse con verdades, procedimientos, planes y proyectos sin encontrar lo que en sí es la realidad, lo cual implica el ejercicio filosófico.
La otra cara es la figura del intelectual como descifrador de misterios. Es interesante recordar que la palabra ingeniero se deriva de ingenius, ‘ingenioso’, y concluir que los estudios universitarios antes que nada ayudan a desentrañar lo que hay de misterioso y problemático para la gente común. La sociedad está cansada de “doctores”, y acoge calurosamente a los jóvenes que con ella se ponen en el surco para entender el mundo de un modo superior. No se puede alcahuetear la cultura facilista de entregar a la sociedad “recetadores”, “cambiadores de piezas” y vendedores de “fórmulas prácticas”, sin haber dedicado tiempo y esfuerzo al estudio serio y profundo de la realidad.
DINAMIZAR EL CAMBIO, SIENDO MOTORES DEL DEVENIR POLÍTICO DE LA NACIÓN
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