Pablo R. Fernández Giudici - El Alcázar de San Jorge

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Siglo XVII. Un veterano de un tercio español destinado en Flandes, esquiva la muerte una y otra vez como si los cielos le tuvieran reservada una misión secreta.La frustración, el hartazgo y una revelación serán el inicio de un accidentado periplo que lo llevará hasta las lejanas costas del Río de la Plata. Una vez desembarcado en la Buenos Aires colonial, con la ayuda de un viejo amigo y confesor, dará forma a su aventura, plagada de misterios, señales y oscuras referencias ligadas a un pasado doloroso del que no logra huir.

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–Hermano Luis. Mañana, luego de las oraciones matinales, por favor conduzca al hermano Lorenzo a las obras. Estoy seguro de que, además de resultarle muy interesantes, su conocimiento puede serle de gran ayuda.

Durante un instante se produjo un silencio de tumba y todos los allí presentes dejamos de tomar alimentos por un breve lapso de tiempo. No era usual que el prior involucrara a un extraño en un asunto tan delicado. Debo decir, para ser más preciso, en un asunto tan secreto como el de los túneles. Como era de esperarse, las objeciones no tardaron en llegar.

–¡Señor! Con su debido respeto –interrumpió Rodrigo, un monje cuyo aspecto sombrío y gesto adusto hablaban por él– no creo que sea prudente que alguien que recién llega a esta casa deba…

El prior interrumpió sus razones, sin modificar su postura, simplemente levantando los dedos de su mano izquierda. Quedaba claro que no iba a aceptar una negativa y, dada la relación del prior con el invitado, poco podíamos hacer por ocultar lo inocultable.

–El hermano Lorenzo está al tanto de los túneles, Rodrigo. Su visita no es casual. Está aquí para ayudarnos con la tarea.

El gesto de Alonso, que debió forzar una sonrisa, fue de un falso consentimiento. No tenía la menor idea de lo que allí se estaba hablando, pero decidió seguir la jugada del prior hasta el final. A esas alturas le resultaba evidente que su viejo amigo le estaba devolviendo el favor con más enigmas y que lo había involucrado sin su consentimiento en algo que lucía como un peligroso secreto entre aquellos hombres de fe.

–Así es –se limitó a decir el extranjero– contad conmigo para lo que pueda resultaros de utilidad.

El prior se mostró entonces complacido. El monje de la protesta hundió el malhumor en su tazón y Alonso lanzó una mirada furibunda al líder de aquella comunidad achicando los ojos y exigiendo con ellos una explicación sensata de la puesta en escena. No obtuvo sino la franca sonrisa del prior que lo miraba complacido. Los que allí estábamos reunidos pasamos el resto de la cena perdidos entre monosílabos y expresiones banales. Todos, en especial Alonso y Rodrigo, nos preguntábamos qué tan prudente había sido confiarle al recién llegado una actividad de la que habíamos jurado no revelar nada. Alonso, que además de tener desordenado el descanso, había sido un mar de cavilaciones durante el resto de la cena, no esperó demasiado para pedir unos minutos a solas con el prior. Era necesario que aclarasen algunas cosas.

Una vez que se hubieron retirado los hermanos, pudieron al fin hablar sin testigos.

–Supongo que os sentís vengado, señor, ahora que me habéis hecho cómplice de un secreto que por lo visto inquieta a más de uno en este lugar –disparó Alonso sin más, en cuanto pudo hallarse a solas con el prior.

–Sosegaos, guerrero. Que esta es la casa de Dios y no son necesarias las venganzas. Es cierto que tal vez tenté un poco a la suerte al mostrarme natural con algo de lo que no había llegado a hablar contigo. Pero no es nada de lo que no pueda explicarte en pocas palabras.

–¿Qué os traéis, Sebastián? Te conozco desde hace años y sé del lobo que se esconde bajo el hábito. ¿Qué son esos túneles de los que hablan los monjes?

–¿Los túneles? Bueno, ni más ni menos que eso. Verás, hace tiempo que las cosas no están fáciles por aquí. Buenos Aires es un enclave con sus problemas y, por desgracia, España queda demasiado lejos. El fuerte no es lo suficientemente seguro y puede ser blanco de ataques en cualquier momento. Una forma de proteger los bienes es a través de algunos túneles que hemos excavado.

–¿Bienes? No comprendo. ¿Tanto secreto por un almacén subterráneo?

–Tienes razón. Tal vez simplifiqué un poco las cosas, o tal vez será que eres demasiado sagaz para mis simplificaciones. Los túneles no tienen un único propósito y en honor a la verdad, no sólo de almacenes se tratan. En algunos casos, son conexiones con algunos sitios ante un caso de ataque o invasión. Pero eso es sólo un proyecto, una idea. De momento, la realidad es que son bodegas subterráneas para proteger y protegernos.

–Entiendo. ¿Y por qué el secreto?

–¿Qué ventaja estratégica tendríamos si se supiera de su existencia? Además, mientras tanto, es un lugar adecuado para mantener ciertas cosas lejos del alcance de los curiosos.

–¿Qué cosas?

–Provisiones, documentos, pólvora, armas, lo que fuese necesario.

–¿Pólvora, armas? Que extraño… Por un momento pensé que me habías dicho que esta era la casa de Dios. ¿En qué estáis involucrado, señor prior?

–Deja de llamarme así, no me gusta tu tono. En nada que pueda ofender al Señor, si es que eso contesta tu insolencia. La vida en Buenos Aires nunca fue fácil, eso lo aprendí hace mucho tiempo. No es un sitio dónde las dificultades hayan pasado de largo en su corta existencia. Es paradójico, pero en este vergel donde brota la vida por donde mires, el hambre tiene un trágico historial y ser previsores no daña a nadie. Por otro lado, no me culpéis por tener una visión estratégica del terreno, que si algún soberano con mal genio decide ponernos un pie encima, no me quedaré sólo con la biblia en la mano capitulando alegremente. Recuerda que, al igual que tu de creyente, tengo yo también algo de soldado. Deja que, a nuestro modo, defendamos esta porción de España en el nuevo mundo.

–Me habéis sacado de una trinchera para arrojarme a otra –exclamó Alonso con los ojos al cielo, quejándose de su suerte.

–Pensé que un sitio donde se construya algo nuevo podría interesarte.

–Ya veo. No sé por qué se te ocurren tales cosas.

–Alonso…

–De acuerdo, de acuerdo. No voy a ocultar que me entusiasma y realmente te doy las gracias por todo lo que estás haciendo por mí, en especial por esto. Por cierto, hay una cosa que quisiera preguntarte. ¿Por qué uno de tus muchachos mostró especial preocupación cuando me involucraste en el asunto de los túneles?

–Rodrigo… No es un mal hombre, pero tiene su temperamento. Es muy celoso en todo lo referido a los túneles. Supervisa personalmente los trabajos y los considera una creación suya. Por otra parte, creo que yo tengo la culpa por decir las cosas de un modo tan brusco. Les he advertido tantas veces que mantuviesen el secreto de los túneles que quizás lo tomaron como un descuido o un exceso de confianza de mi parte. No lo sé.

–Pues déjame decirte que si algo aprendí en estos años de lidiar con rufianes es que tengo un gran olfato para los corazones oscuros.

–Creo que te equivocas. Rodrigo es un hombre fiel a Dios.

–A Dios quizás pero… ¿A ti?

–Vete a dormir ya, que mañana te necesitamos. Y deja ya de ver enemigos en todos lados que no estás más en el frente, estás entre amigos. Espero que tu estadía en este lugar te convenza de quién eres y de lo que puedes lograr. No tengo otro deseo para ti más que el de que vuelvas a hallar la paz que alguna vez perdiste. Ah, por cierto, guarda ese medallón en algún sitio donde los hermanos no se sientan atraídos por él. No quisiera mentirles sobre tu identidad más de lo que lo estoy haciendo.

–Gracias Sebastián.

–Por cierto… es una alegría tenerte aquí con nosotros.

Ambos hombres se dieron un abrazo, ese que se debían desde hace años y cada uno se retiró a su celda. Les esperaba un día agitado.

Capítulo IV

El hallazgo

El descanso, aunque reparador, fue quizá demasiado corto para Alonso que necesitado de un sitio blando, trocó la noche en día en un simple pestañeo. Tan pronto despuntó el sol, recibió el aviso de unirse a las oraciones matinales. Esta vez no rehusó la invitación como lo había hecho al principio en Compostela, ya que creyó justo ofrecer algo a cambio de todo lo que se le estaba concediendo. Su corazón comenzaba a abrirse y algunos viejos rencores del pasado, acababan por aflojarse dentro de su alma cegada por los sinsabores. Sentía una incómoda mezcla de pérdida y melancolía, de fin de ciclo, pero al mismo tiempo algo le provocaba un tibio entusiasmo, un motivo para llenar su mente de presente; una buena excusa, probablemente, para escapar rápido de esos sentimientos grises. Además, el convite del prior le había dado nuevos bríos a su ánimo: le intrigaba profundamente el asunto de los túneles. Con estas cuestiones en mente, se incorporó de un salto y dio comienzo al día con entusiasmo renovado, quizás algo impostado es cierto, pero entusiasmo al fin.

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