Pablo R. Fernández Giudici - El Alcázar de San Jorge

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Siglo XVII. Un veterano de un tercio español destinado en Flandes, esquiva la muerte una y otra vez como si los cielos le tuvieran reservada una misión secreta.La frustración, el hartazgo y una revelación serán el inicio de un accidentado periplo que lo llevará hasta las lejanas costas del Río de la Plata. Una vez desembarcado en la Buenos Aires colonial, con la ayuda de un viejo amigo y confesor, dará forma a su aventura, plagada de misterios, señales y oscuras referencias ligadas a un pasado doloroso del que no logra huir.

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Cumplidas las obligaciones religiosas a las que había accedido con humildad, buscó al monje encargado de guiarlo a las obras y con delicadeza le recordó el encargo del prior. El hermano Luis, al principio dudó, pero recordando las palabras de su superior, no tuvo más remedio que conducir al invitado al máximo secreto de la abadía.

–Seguidme por aquí por favor –indicó con amabilidad.

Luis lo guio hacia una sala, que estaba cerca de la cocina. La verdad es que el sitio poco decía a simple vista, puedo dar fe de ello, porque tengo el recuerdo vívido de la primera sorpresa que recibí cuando me condujeron al lugar para revelarme el secreto. Era tan sólo un recinto más dentro de la construcción, que mantenía la sobriedad y la economía de líneas del resto del monasterio; una arquitectura fuerte y probada, pero modesta y poco pretenciosa. Como si hubiese querido sorprender al invitado, Luis hizo una pequeña pausa y dejó que Alonso revisara el lugar por sí mismo. Al prolongarse demasiado el silencio, el anfitrión comprendió que era hora de cumplir con lo que se le había encomendado. Sin más, abrió entonces unas puertas de madera que simulaban ser de un armario y descubrió una habitación más pequeña, que tendría de dos a tres varas de lado, con una tosca y empinada escalera en el centro que conducía a un hoyo prolijamente practicado en el piso. El borde estaba delimitado con lajas, todo con una gran sobriedad y simpleza. Con no poca curiosidad, Alonso se acercó al borde y dirigió sus ojos a Luis, casi pidiendo permiso con la mirada. Luis concedió el mudo pedido con una media sonrisa y un gesto de cabeza, habilitando al visitante a sumergirse en el túnel.

Descendió entonces por una escalera de peldaños gruesos y altos, que habían sido reforzados con maderos, ya que, a simple vista acusaban el maltrato de las idas y vueltas de quienes en ella habían trabajado. Avanzó sin prisa y después de haber descendido por cerca de veinte tablones, halló al fin el piso del túnel que, como el resto del recinto, era de tierra color ocre, seca y apisonada. Miró hacia la galería y comprobó que se proyectaba con una suave curva hacia la derecha. El túnel mostraba cada cierto trecho los destellos de velas que ardían en pequeñas cavidades que se habían practicado en la pared. El techo era abovedado y había sido excavado en forma directa sobre la tierra, sin soportes ni puntales de madera, vigas o refuerzos de ninguna clase. Los pasillos, aunque cómodos, no eran muy anchos, tal vez unas dos varas en su punto máximo. Una ligera sensación de ahogo lo invadió, quizás, salvando las evidentes distancias, un súbito recuerdo de las viejas trincheras de Flandes.

Tras acostumbrarse a aquel nuevo espacio que olía a tierra húmeda y fresca, advirtió que a medida que daba lentos pasos por ese corredor, experimentaba una ligera pendiente que lo alejaba con delicadeza de la superficie. Comenzó entonces a escuchar un sonido lejano de zapas o palas, que intuyó eran de aquellos que trabajaban para seguir dando forma al túnel. Siguió el rastro de las velas encendidas que, aunque escasas, conservaban considerable distancia entre sí para evitar el derroche y a la vez servir de referencia a quienes procuraban transitar el túnel.

Llegó al fin a un ensanche del corredor, que dejaba ver a dos monjes trabajando con esmero en las paredes del túnel. Uno de esos monjes era yo, que luego de saludar a Alonso, seguí perdido en mi labor sin darle mayor importancia. El otro era Fernando, con quien compartía la faena, alguien mucho más dado que yo a la conversación y que enseguida recibió al forastero con amabilidad. Pronto se pusieron a cambiar opiniones animadamente sobre la constitución del túnel y sus propósitos. Uno cuidadoso de no revelar demasiada información, el otro medido al preguntar para no importunar al trabajador.

Tras algunos instantes de conversación sobre cuestiones relacionadas al modo de trabajar en las galerías, las herramientas y demás detalles, Alonso no pudo con su genio y fiel a su estilo, disparó preguntas que fueron directo al grano.

–¿Cuánto hace que trabajáis en esto?

–Siete meses –contestó Fernando, mientras yo raspaba la tierra sin ninguna clase de apuro.

–Siete meses… –repitió un par de veces, como si haciéndolo pudiese ganar tiempo mientras hacía secretos cálculos mentales– Pues déjeme decirle, hermano, que siete meses es un tiempo considerable para hacer un corredor bajo tierra. Porque, con sinceridad, de momento es lo que veo, un corredor. Desconozco si el prior tiene idea…

–El prior está bien aconsejado, hermano Lorenzo –interrumpió el hermano Rodrigo, que pronto se unió al grupo, al parecer apurando el paso para seguir de cerca la curiosidad del recién llegado. Su tono era de una tensa amabilidad.

Rodrigo, tal como le había adelantado el prior, era el responsable de los túneles. Las obras que se llevaban a cabo tenían su dirección y controlaba personal y minuciosamente todos los detalles. Pese al aspecto rústico, algo tosco quizás, de las galerías, no se trataba sólo de cavar y retirar tierra. Era evidente que había allí algo de planificación a conciencia. El prior confiaba en él, pues era un individuo que se daba maña en todo lo relacionado con los cálculos y las construcciones. Pero, por desgracia, pese a ser Rodrigo un hombre de vastas virtudes, era tal vez la vanidad su más profundo defecto y no tardó en considerar los túneles como su obra, al punto de referirse a ellos como propios, algo que el prior corregía incansable y vanamente.

–No os preocupéis –redobló la apuesta frente al forastero– que pese a que sólo es una bóveda de tierra para vos, la planificación de los túneles es escrupulosa y está consensuada con la congregación. Yo mismo me encargo de que mis esquemas, revisados hasta cincuenta veces, se cumplan en cada palmo de excavación.

–Os agradezco la información, hermano Rodrigo. Espero no importunarlos con mi visita.

–No veo por qué habríais de importunarme –devolvió gentil aunque falso, exhibiendo una agria sonrisa– siempre son bienvenidos los amigos del prior en esta comunidad. Aún en aquellos asuntos que se suponían secretos.

Alonso no tuvo entonces ninguna duda de que habían comenzado con el pie izquierdo. Pero como era un hombre cuyo ánimo no mermaba frente a la adversidad y, con perdón de mi altanería, mucho menos ante un simple monje con ínfulas, respondió divertido ante el exceso de defensa del poco modesto constructor.

–Podéis contar con mi discreción. He trabajado en algún que otro túnel en otra época de mi vida y puedo decir con certeza que se trata de una obra magnífica. Sin duda el prior le ha confiado a alguien de talento su secreto mejor guardado.

–Os agradezco las lisonjas, pero mientras cambiamos insensateces, estos dos no hacen más que mirarnos sin siquiera dar una palada.

–Desde luego, desde luego –consintió Alonso, haciendo un esfuerzo por no contestarle a aquel petulante lo que se merecía– dejadme admirar vuestra técnica en silencio y en poco tiempo más los dejaré en total concentración para que podáis avanzar a vuestro ritmo, que lo estás haciendo maravillosamente.

Rodrigo decidió pasar por alto la ironía y se marchó con una mueca que no dejaba ni un ápice de duda acerca de las molestias que causaba un extraño en aquel sitio. Alonso, más divertido que molesto, respondió a la mueca con una graciosa reverencia y, con Rodrigo ya de espaldas, nos dedicó una graciosa monería para burlarse del altanero.

–Por las barbas de San Benito. Siete meses para hacer treinta brazas de galería y encima hay que soportarle esos aires –rezongó al fin, aliviado por la ausencia de Rodrigo.

–No os fiéis de todo lo que veis –replicó Fernando.

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