De esta escritura inasible ya no se pueden extraer evidencias o simplificaciones, como quien entrega a través de un lenguaje funcional un dogma, una consigna o una mercancía, sin que importe el mensajero. Más bien de ella se escucha aquello que Gadamer percibía como la posibilidad más extrema de la palabra porque “está invocando el conjunto de un lenguaje, y todo lo que puede decir”1. La palabra se refiere a una totalidad que la supera a ella misma, a su tema, a su género literario, a su autor y a su época, incluso a su país, y que, añado, valida la escritura en un rango inasible que pocos se atreven a juzgar porque sabotea esquemas y prejuicios, pero murmura su propio talento con resonancias creativas. Poco se habría entendido de este síndrome si se interpreta que para liberarse de él hay que reivindicar un manierismo estilístico, un solipsismo estético o un intercambiable exotismo global. Lo cierto es que liberarse del síndrome de Falcón es una pasión crítica, cargada de energías y de riesgos, como para quedarse a la intemperie, pero con el deseo de lanzarse hacia el enigma que continúa llamándose, a secas, literatura.
Quito, noviembre de 2019
1. Gadamer, Hans-Georg. Arte y verdad de la palabra. Barcelona: Paidós, 2012. pp. 44.
Prólogo a la primera edición
Tres partes tiene este libro que no nació como libro.
En la primera, Sobre autores, doy cuenta de algunos escritores que me han resultado relevantes. Algunos me parecieron diáfanos en un primer momento. Otros, en cambio, estaban caracterizados por un grafismo críptico que no pretendo haber descifrado. Me alegra pensar que un futuro lector —más afortunado, más distante, más riguroso que yo— lo consiga. Quizá mi único propósito fue tensar una cuerda entre la transparencia y el enigma, el norte y el sur en el mapa de un lector.
En la segunda parte, Sobre literatura ecuatoriana, he realizado esa ecuación que, a veces, cada escritor hace entre su búsqueda y la tradición del país natal. El resultado es una provocación que libera o ata a nuestros propios fantasmas. En cualquier caso, lo que le importa a un escritor es su familia de afinidades y no una cuestión de sangre o de territorio, porque no siempre coinciden. E incluso la no coincidencia resulta ser más provechosa. Así las palabras no se duermen en la indulgencia o en la demagogia, sino que despiertan a lo impredecible. Contrastar el laboratorio de la literatura ecuatoriana con otras tradiciones es convertirlo en parte del laboratorio del mundo.
En la parte final, Sobre la escritura, apunto algunas reflexiones sobre mi propia experiencia al escribir. Sospecho que no siempre interpretamos con claridad lo que hemos escrito o, mejor dicho, lo comprendemos gradualmente, y quizá esta sea una de las mayores gratificaciones de escribir: comprobar que nuestro mundo imaginario es un retrato en marcha. Un retrato que podría incluir un gesto que olvidamos o que no supimos ver. De esto sabía Clarice Lispector, para quien la palabra sólo es carnada para pescar algo que no es palabra.
Hay alguna leve modificación en los textos frente a sus primeras publicaciones: comas al acecho que brotaron para dar relieve o se esfumaron para no interrumpir el aliento, algún adjetivo menos o uno más acerado, y, finalmente, varios títulos modificados por el filtro de una relectura. Al final del libro dejo constancia de la fecha y lugar en que estos escritos fueron publicados o leídos, porque permiten entenderlos en su contexto.
Es probable que el título de este libro —tomado de una conferencia que di en 1998 —necesite un matiz, por las implicaciones que ha tenido en mi reflexión sobre la literatura ecuatoriana y porque sólo una parte de estos ensayos están dedicados a ella. Los escritores incluidos en esta recopilación no sufren de este síndrome, ni cargan el peso agotador de la representación, menos aún de lo representativo. Más bien es lo contrario. Los escritores que comento han sido para mí ejemplos estimulantes de búsquedas creativas y liberadoras. La resistencia de Kazuo Ishiguro al encasillamiento realista con el gran sabotaje de su novela Los inconsolables; el sesgo a la forma narrativa total en los cuentos y fragmentos apátridas de Ribeyro; la ética de la escritura y su paciencia constructora en Juarroz; el sentido abierto de la tradición en Borges, Adonis o Lampedusa; y el sentido para Pablo Palacio de que el lenguaje es la realidad, son algunos de mis momentos de aprendizaje para subsanar el síndrome de Falcón. Los libros de estos escritores, para recordar el verso de René Char, ouvrent des bals, abren bailes. De ellos es la música. Estas páginas apenas son una invitación para abrir puertas por las que se liberan sueños e imágenes. A estos no siempre los podemos controlar ni manipular. Esa dimensión indomable, ese carácter creativo, en resumen, esa fuga de una racionalidad estrecha y de un propósito, convierten el arte de la ficción en una aventura.
Barcelona, mayo de 2008
Estudio introductorio La utilidad de El síndrome de Falcón y Leonardo Valencia
Wilfrido H. Corral
El cuarto capítulo de La escalera de Bramante (2019), la novela planetaria más reciente de Leonardo Valencia, se titula “Alquimia de la errancia”, cuya sexta sección es una meditación con citas eruditas (apócrifas y no) y notas al pie sobre el arte de los paneles sinópticos del protagonista Kurt Landor. En ella se cavila sobre si la esencia del arte yace en la concepción, no en la externalización. En este momento de renovada hibridez y desplazamientos de géneros es inevitable recordar que la mayoría de los prosistas de la generación de Valencia optan por ese tipo de desviación ensayística en sus novelas. Poco se discute cómo se llega a esa opción, sin tener en cuenta el pasado de la novela, o sin pensar en cómo el deambular temático y discursivo la ha venido definiendo secularmente. Para Valencia —que había venido trabajando en El síndrome de Falcón original (ahora verbatim según la primera edición de 2008, con un texto añadido sobre la prosista Lupe Rumazo) hacia mediados de los años noventa— el comienzo de la relación fluida de los géneros, el nomadismo del escritor y otras tematizaciones que le siguen ocupando en su narrativa y no ficción surge principalmente, aunque no de manera exclusiva, del ensayo que preparó para la edición crítica y genética de la obra completa de Pablo Palacio, publicada por la UNESCO en el año 2000. Ese texto se basa en una conferencia de 1998. Comenzaba el cambio de siglo, y a la vez empezaban todavía otras revisiones necesarias de la tradición literaria nacional y de la utilidad de la crítica literaria. A nivel transcontinental se sigue en esas encrucijadas hoy, y no solo por el carácter cíclico de las crisis literarias.
No sorprende entonces que, más de veinte años después “El síndrome de Falcón”, el ensayo más conocido y vehemente de esta colección, siga animando diálogos constructivos, los más. Las menos son polémicas mal enfocadas o descontextualizadas de antagonistas variopintos cuyas disonancias cognitivas revelan una obcecación por solo ver un lado de una división contraproducente; giro que también supedita las ideas que mantiene Valencia sobre el ensayo en sí, o mejor dicho, de su práctica en la no ficción. Hasta cierto grado ese vuelco también desdeña varios matices de su periplo personal. Por ende, no reconocer o darse cuenta de que los otros ensayos de El síndrome de Falcón proveen un andamiaje conceptual necesario no ha favorecido a los discrepantes, y revela una ceguera histórica que tampoco favorece a nadie. Como le dice Álvaro a Kazbek en La escalera de Bramante, “el pasado es la materia de la que estamos hechos. Pero ese pasado lo esculpen nuestros deseos para el futuro. Y lo esculpen hoy. Así de paradójico” (p.511), y esa es una veta del resto de su prosa.
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