Quizás puede decirse que Loayza resulta el más limeño de todos los narradores actuales de Lima en cuanto Lima ha sido vista siempre como una ciudad sin drama y sin novela. La novela, el drama, son descubiertos ahora por quienes miran con ojos de ver la realidad existente más allá de las altas clases y de los sectores intermedios hasta los cuales se expande el círculo tibio de la holgura. Loayza tiene también ojos de ver pero se niega las vetas ricas en miseria, cargadas de densa humanidad que sus colegas explotan; los vuelve hacia lo vacuo y lo falso, a lo banal. La visión de Lima empieza a completarse con su intencionada pintura de una clase social intacta para nuestra narrativa.
Muchachos de Miraflores
Miraflores es el centro de acción de esta breve novela. Sus protagonistas pertenecen a esas familias «decentes», de moral más devota de las formas que interesada en los contenidos, afanadas en conservar su nivel, en tratar de asemejarse todo lo posible a los astros de una «sociedad» que les presta algunos reflejos de su brillo y su prestigio en trueque de una gentil servidumbre. Es esta realidad y sus consecuencias lo que interesa exponer a Loayza.
Sin esplendor, girando en torno de él; sin poder propio, pero con buenas relaciones; sin dejar de ser víctima, usufructuario de un sistema social que, en el fondo, no deja de humillarlo, ese grupo tiene una condición ambigua, una existencia anfibia que impide a los protagonistas de Una piel de serpiente asumir una real rebeldía o ser cabalmente reaccionarios. A lo sumo pueden ser —es lo frecuente— conformistas, si se quiere, indiferentes, que es igual, aunque con más egoísmo. De este grupo, Loayza elige a los jóvenes, a los que todavía no tienen su piel definitiva. Salvo el señor Arriaga —espejo del presumible futuro o la ambición de todos ellos— sus personajes están en la edad en que deben forjarse una actitud, definirse. Ninguno de ellos lo hace, ninguno piensa con seriedad hacerlo. Para subrayar esta situación, Loayza los sitúa en un periodo político que es, obviamente, el de los últimos meses de la dictadura de Odría. Juan, Alfonso, Jopo, Tito, etc. juegan a la oposición. Conscientes de la injusticia imperante en el país, de la falta de libertad, editan un periódico y combaten al régimen. Pero así como el dictador no llega a ser un tirano y se satisface, más que con el poder, en el ejercicio de la deshonestidad, estos ocasionales adversarios suyos lo son por cumplir sin saber ellos mismos con qué, sin metas claras, sin adhesión a causa alguna, sin fervor. Hay quienes tienen entusiasmo, como Tito, pero son, como él, los menos lúcidos, los más gratuitos y banales del conjunto.
Ni siquiera el amor
La carencia de adhesión, de fervor (el grupo del periódico acude por ejemplo a unas fracasadas manifestaciones relámpago como a un evento deportivo en el que no resultan ni jugadores ni espectadores de verdad), la falta de convicción que padece la borrosa juventud de Loayza, se manifiesta aún en el amor, aún al hacer el amor. (Y aquí también, sobre el sentimiento —Carmen está enamorada de Juan— triunfan la evasión frente a la responsabilidad, por parte de este, y el atractivo que una vida cómoda al lado de Fernando ejerce sobre aquella). Si a esta displicencia, a esta abulia que define a sus personajes, se añade la condición trivial que deliberadamente Loayza confiere a la anécdota que los hace vivir, si se recuerda que ninguno de ellos tiene rostro, que se omite decirnos cómo son, qué piensan o qué sienten (apenas si las alusiones al paisaje, de bella y habilísima simplicidad, sirven como de clave a los estados de ánimo) no cabe sino advertir que estas connotaciones operan en función de un propósito muy bien definido del autor. Porque la intención de esta novela no es contarnos una historia sino reflejar el clima que los envuelve, un ambiente, una atmósfera; es decir, la textura de una realidad.
Entre el ser y el no ser
El diálogo, de una frescura lograda con maestría; la forma como el paisaje se integra a la acción y la complementa; la prosa, clara y sobria, trabajada con gusto y con lucidez; el dejar en la penumbra muchas cosas o marginarlas para crear un contorno de discriminaciones delicadas, son algunas de las cualidades de este libro. Mas, a pesar de todas las que posee, aparece un poco como contaminado por la atmósfera que describe y no alcanza producir el impacto que hubiera sido deseable. Solo una gran tensión bajo la tersa superficie de esta historia en la que se evita todo lo interior, cualquier otra perspectiva que la dada por la apariencia de las cosas, hubiera podido hacer que se cumpliese plenamente un empeño tan difícil como el que representa Una piel de serpiente: la pintura de algo parecido a la nada, el manejo de seres que no se atreven a ser.
Pero la intención de Loayza al escribir esta novela implicaba un desafío y una prueba y, por encima de las objeciones que puedan hacérsele, importa destacar el interés que tiene su actitud dentro de nuestra literatura.
Expreso, Lima, 7 de julio, 1964.
4Luis Loayza, Una piel de serpiente. Lima: Populibros, 1964.
Julio Ramón Ribeyro
Los hombres y las botellas (1964)
Tres historias sublevantes (1964)
En el prólogo a Los gallinazos sin plumas (1955), su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro se encargó de precisar el sector de la realidad que de preferencia le interesaba: el de las clases más bajas de la sociedad urbana. Los hombres y las botellas confirma esa predilección por la miseria y las ciudades. Entre estas últimas, es Lima el escenario preferido de sus cuentos. A través de ellos surge una visión de nuestra capital hasta hace algunos años preterida por la literatura pues, por largo tiempo, el «pueblo» y aun la clase media sirvieron solo para ejercitar el «humor criollo», la «agudeza limeña». La Lima de Ribeyro es chata, fea, si se quiere lamentable, pero real; más real, al menos, que esa otra «alegre y dicharachera» o refinada y gentil en cuya invención se atarearon tantos escritores y periodistas y todavía se entretienen algunos.
Conviene advertir, sin embargo, que la fealdad que acusa Ribeyro es no tanto física cuanto moral. El mismo carácter ético se advierte en su pintura de la miseria: la de sus personajes se define más que por sus escasos medios económicos, por su falta de valor, por su irremediable fracaso. Ni cumplidores ni delincuentes, ni buenos ni malos, tampoco despreciables, los personajes de Ribeyro son dignos de conmiseración, de esa conmiseración que producen, muchas veces, la flaca y triste condición de los hombres, el espectáculo general de la vida.
Frente a ese espectáculo, Ribeyro aparece como un observador minucioso y reflexivo, de ninguna manera como un partícipe de la acción. Detrás de la mayoría de sus cuentos se descubre un decantado proceso mental, una voluntad que dirige su creación con inteligencia y acierto pero que también, de alguna manera, la enfría. Aunque quizás este último no sea el verbo más adecuado para lo que intenta decirse aquí: que los personajes de Ribeyro son vistos con hondura pero sin compasión; es decir, sin que su peripecia o su padecimiento lleguen a sentirse como propios.
Ribeyro entiende el cuento —y recurro a su personal apreciación, que aún continúa válida en su obra— como un momento culminante, como un intenso fragmento de la vida. Es así en él, pero el recorte de ese fragmento parece no proceder de la vida sino de la meditación sobre la vida. Que ello sea un defecto no (¿qué realismo no participa de esa condición en alguna medida?) depende de lo que cada cual exija a la literatura. Me limito, pues, a señalar una característica que implica un riesgo: el de disminuir en los protagonistas la plenitud o la verdad vitales.
Sea como fuere, una curiosidad intensa, una búsqueda tenaz, aunque sin optimismo parece presidir, hasta aquí, la creación de Ribeyro. En cierto modo podría ejemplificarse esta actitud con la cita siguiente: «lo único que me interesaba era ver cómo los muertos, al morir, trataban de abrir la boca (…) Me llamaba la atención la risa de los muertos, una risa que yo encontraba, no sé por qué, un poco provocadora, como la risa de aquellas personas que lo hacen sin ganas, solamente por fastidiarnos la paciencia» («Los moribundos»). Esta actitud es, en parte, la de Ribeyro. Como también es suya la reflexión que sigue inmediatamente a la cita que se acaba de hacer, reflexión que se refiere a cómo la abundancia de la desgracia despoja a esta de todo patetismo: «Ya no parecían hombres los muertos en camionadas. Parecían cucarachas o pescados». El mundo sobre el cual Ribeyro se inclina para mirar amontona así la desdicha. Y, más que por ella, Ribeyro se interesa por los gestos que hacen al vivir los desdichados. Esos gestos denuncian, en la gran mayoría de sus cuentos, la rendición o el fracaso.
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