Así, en el primer poema de Detenimientos (1947), por contraste con los medios tonos y la enrarecida atmósfera de El Morador, parecería que se inaugurase la vida: Hallo la transparencia del aire en la sonrisa; hallo la flor que se desprende de la luz (…) Desciendo a la profunda animación de la fábrica corpórea (…) Aquí y allá las obras de la tierra (p. 27). Esta impresión es falsa, aunque el paisaje que admiten los versos de este libro es más reconocible que el anterior y hay en él sentimientos que apuntan vagamente como vividos por alguien no del todo sepultado bajo el lujo de las imágenes. «Morir», por ejemplo, es un poema que ilustra bien cómo la poesía de Sologuren sigue opuesta a lo real. La hermosa muerte que se propone allí, dándole tono desiderativo a un modo infinitivo, no tiene otro objeto que preservar la ilusión, lo soñado, de su confrontación con real; esa muerte expresa el temor a la realización, al acto. Aun cuando no persigan sino un propósito estético, las imágenes de ese poema hablan con elocuencia de la incompatibilidad entre poesía y vida, y su morir evoca más que la muerte, un deseo de entrega pasiva y definitiva a una belleza inalcanzable. La intemporalidad, la mórbida quietud, subsisten en Detenimientos, triunfan sobre la aproximación a una realidad idealizada.
Mas si el principio poético de Sologuren continúa intacto, deja asomar un elemento activo, el deseo, con el que terminarán por reaparecer las dudas y volverá a plantearse el dilema resuelto en esta primera fase de su obra; dilema que llevado a su crisis provocará en ella un cambio fundamental. Por ahora no hay sino anhelos que, como el de morir, se enajenan de lo anhelado para convertirse en materia poética7. Esta empieza a alumbrar n titubeante círculo de amor y sueños (p. 33), algo parecido a una existencia manifiesta aun en visiones fragmentarias porque la timidez vital inhibe al poeta de algo más que una relación entre soñadora y contemplativa que tiene el efecto de subrayar la distancia entre sus sueños y la realidad. Es de este modo oblicuo que ella asoma. Serena y tersa, exangüe, delicada, esta poesía flota en el vacío como un ángel que duerme.
Pese al título, Dédalo dormido (1949) iniciará el despertar. En uno de sus poemas se admiten por primera vez en la poesía de Sologuren cosas cotidianas, menciones con peso humano: Esta hora que alcanza tiernamente a su propia distancia,/ en la que un par de zapatos bien puede ser/ la historia de un hombre sobre la tierra/ y esta o aquella mujerzuela una mujer únicamente (p. 54). Esos zapatos, esa mujer, y más este tibio alimento pegado a nuestros labios (p. 52), son las materias corrompidas a las que cerró siempre los ojos el poeta, ese casto sonámbulo que había dicho: En mis ojos el sueño es un juguete de hielo,/ una flecha preciosa que no alcanza a herirme (p. 52) y que ahora con una larga garra de tristeza busca la pálida altura de una planta femenina (p. 52). Su sueño se impregna de nostalgia, de la nostalgia de una dicha cuya imaginación ya no basta y que solo puede tener lugar sobe la tierra. Aunque no lo admite, el poeta lo sabe. El juguete ha terminado por herirlo, la flecha abre una huella profunda, una ciega baraja/ abre un pecho donde la eternidad transita a solas/ en una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas (p. 54). Por esa herida ingresará el tiempo en esta poesía fuera del tiempo, la historia personal donde no había historia. En el pequeño universo incontaminado, inalterable, se ha abierto una brecha y el viento que se desliza por ella instaura allí la agitación: No estoy en mí, no soy mío (p. 51) dice el poeta que se despierta en el vacío y descubre que no es sino un fantasma entre las flores de la aurora (p. 52).
Para apreciar mejor el cambio en proceso se puede comparar «La visita del mar» con «La ciudadela», soneto de «Varia I» del que aquel resulta, en cierto modo, una versión más elaborada y hermosa, y muchísimo menos directa; lo importante aquí es que el autor haya reincidido en un asunto colocado por él al margen de la poesía8. Dédalo dormido marca, pues, una alteración en su poética. Si la realidad y la imaginación empiezan a barajarse es porque la poesía admite a la vida y los sueños confundidos (p. 46). El mundo de Sologuren se amplía así notablemente: multitud de cosas irrumpen en un aparente desorden para armar imágenes deslumbradoras, los contrarios concurren no ya contrapuestos para alcanzar un punto inmóvil por igual alejado de los extremos, sino para enfrentarse, entrechocarse, penetrarse. La poesía es ahora el lugar donde el caos se encauza y adquiere hermosas formas porque es ella quien domina: la poesía. La superficie del poema, ya no tersa sino tensa por la agitación de las corrientes submarinas que a él confluyen, testimonia ese triunfo. El aparente desorden de las enumeraciones, el ingreso de ciertos elementos de la realidad dentro de la irrealidad, los vestigios de historia, los sentimientos que pugnan por ser más que un motivo estético, expresan que se ha tocado la tierra, pero para ponerla al servicio del poema. Este se torna lujoso; sobrecargado de joyas se estructura, sin embargo, no ya sobre atmósferas o visiones sino sobre ideas poéticas cada vez más precisas. El autor asoma en su obra y con él una vibración, un temblor que introducen un sutil pathos en sus versos, ahora canto arrancado a la tumultuosa soledad de un pecho humano (p. 62).
La soledad, ubicada en la zona central de la poesía de Sologuren, deja de aparecer como un simple tema poético y se siente como un pesar, una sombra de angustia. El poeta se vuelve entonces hacia el amor, cuyas menciones aumentan. Con él será posible la vida, realizar en ella la poesía. Pero un poema: Bajo los ojos del amor (1950) identificará estos tres términos: el que se canta allí es a la poesía, dama recóndita que el poeta trata de crear, como otra Eva, con su propia sustancia. Todo fluye del mismo punto al que refluye. Esta concepción circular preside la creación del poeta en estos años; con ella se ratifica en su soledad y confirma a la literatura en su función compensatoria. El poeta toma a la poesía por pareja y trata, con ella, platónicamente, de «reproducirse en la belleza». Su canto entonces es acto de amor, se enciende y es fuego,/ fuego la constelación que desata en nuestros labios,/ la gota más pura del fuego del amor y de la noche,/ la quemante palabra en que fluye el amor, aún (p. 66).
Quebrado el presente absoluto donde inicialmente permaneció congelada, con el pasado y el futuro en esta poesía ingresa la sombra de la muerte. Las cosas empiezan a tener origen y destino y cuando se alude a su misterio este ya no es solo un ingrediente estético; un leve temblor de angustia lo denuncia: Algo tomo de este alimento que la soledad me ofrece,/ algo como un fuego perdurable hecho de amargo delirio/ y de flores invadidas por el viento de la tarde./ Ahora sé que huye sin bullicio para dar en el olvido/ algo como la luz que, a nuestras espaldas, envejece (p. 71). A muy poco más se extiende el terreno que la realidad va ganando; mas ahora el que habla es el poeta, (el pronombre ha alcanzado entidad en la primera persona). Y el poeta, al acercarse a la tierra, siente que Todo oscila a lo lejos con un parpadeante dibujo,/ como blancos veleros que atracasen duramente en mi lecho,/ como el alborozo de unos pájaros que invaden mis sueños/ desde un nido donde mi adolescencia brilla como una perla./ (Reconozco una voz, caigo bajo una mirada, soy herido por la luz) (p. 73). La poesía, entonces, no es solo quehacer estético; el poema se dispara hacia algo más que su propia belleza. El pensar se funde con el sentir, trabaja sobre este en profundidad, no en discurso lógico sino como una mirada que penetrara aquello en que se fija y lo trascendiera; el poema es ahora el resultado de esa fusión, el objeto en que se plasma. Su condición, de este modo, es abstracta, pero ya no decididamente elusiva. Un poco abrumados por las vestiduras retóricas y el brillo de las imágenes que se multiplican, apuntan en esta etapa el movimiento generador y el sentido de la posterior poesía de Sologuren: el afán de reconciliación con lo externo, de comunión con el mundo donde, en un tiempo no llagado (p. 45), fue feliz. La total negación cede y el poeta se acerca a lo más inofensivo entre lo vivo, a lo que menos puede dañarlo; inicia su diálogo con la naturaleza, y el árbol, el viento, una flor, las nubes, son los primeros destinatarios de sus confidencias; o la noche, cuando la realidad lo hiere y tiende otra vez a encerrarse en sí mismo, cuando recobra su rigidez la incompatibilidad entre vida y poesía y solo es deseable no ser9. La segunda persona se hace así frecuente en sus poemas y pasa de vocativo vacío —mero recurso retórico en libros anteriores— a tener una (precaria) existencia de interlocutor pensado.
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