Narrador del fracaso y de la cobardía —inclusive su novela Crónica de San Gabriel pinta la descomposición de una clase rural, la del mediano terrateniente— ¿qué puede haber determinado en él este cambio? Lo más probable y simple, quizá, sea pensar que Ribeyro intenta no ofrecer una visión intencionadamente positiva en contraste con su obra anterior, sin ampliar su visión del sector de la realidad que prefiere. El contraste existe, desde luego, o subrayado por el hecho de haberse reunido en un solo volumen estas tres historias «sublevantes», pues Ribeyro, si bien mejor en este libro que «Los hombres y las botellas», no es en él sustancialmente distinto. Entre la piedad y la ironía, de la depresión al heroísmo, su obra, sin embargo, se anuncia ahora más rica y el mundo que encierra más pleno.
Revista Peruana de Cultura, Lima, N° 2, (julio 1964).
Sologuren: la poesía y la vida
Cuando Javier Sologuren publica El Morador (1944) tiene veintidós años y un concepto plenamente formado de la poesía. Formado y estricto: ningún desliz, ninguna concesión: sabe lo que quiere y ofrece solo los versos en que lo logra. Es joven, pero ninguna pasión tiene cabida en sus poemas: ni siquiera la del ensueño, pues este se encuentra regido por una voluntad artística que delimita el área en que puede moverse y discrimina sus elementos. Un rígido principio debe ser observado por la imaginación en movimiento: el reino de la poesía no es de este mundo. Solo podrá accederse a él ejercitando olvido, ausencia/ de la tierra, purificación imprescindible para quien intente pasar del infierno al cielo (p. 14)5, o de la realidad a la poesía. Morador de ese cielo, desde un primer momento Sologuren es consecuente: su escritura es un esfuerzo por eliminar la historia, el tiempo; limpia de todo acontecer personal o social, sin referencias circunstanciales ni localizables, las palabras que contiene carecen, propiamente, de un correlato objetivo. El poema solo alcanza su motivo y su paisaje/ en la linde del mundo (en incipiente/ aventura del párpado yacente)/ viéndolo todo y todo sin su traje (p. 15). De aquí la vaguedad de esta poesía, la brumosa huella que deja en la memoria. Como el poeta no puede valerse de lo que tiene vivido, como ha de recomponer todo, se apoya en la literatura y construye el suyo con los materiales más «nobles» de ese otro reino. Recurre a sonetos y décimas, a endecasílabos, a la rima, a formas y músicas que tienen ya un prestigio establecido, a elementos inmediatamente reconocibles como poéticos, para verter su poesía. Lo que le niega a la experiencia vital se lo concede a la experiencia literaria. El joven es un poeta prudente. Y lo es, más que por prevención, por temperamento. Todo en él se morigera, busca equilibrio: si aparece una espina de fragor (p. 13), es despuntada y recogida por el silencio; si menciona el fuego o la lumbre, esta es apagada (p. 16) y aquel débil (p. 15); si algo posee un ardoroso naranja frutescente es porque previamente el tono está adormido (p. 23); junto a la tierra hay cielo, junto a la sombra luz; las imágenes, si no en un mismo verso, en el poema —donde unas con otras se generan— buscan corregirse entre sí cualquier exceso.
Sin embargo, en el planteamiento mismo de su poética Sologuren no puede ser más extremado: prescinde de la realidad y al hacerlo la niega y se niega a sí mismo. La poesía no puede ser, entonces, sino una entrega total; únicamente en el poema el poeta podrá justificar su existencia, reducida a un ansia de identificación, de fusión, de disolución en la poesía. No debe extrañar, pues, que en los poemas de El Morador no se encuentre, paradójicamente, a nadie. En ellos solo habita una voz que cuando habla en primera persona no representa sino un accidente el verbo, algo sin entidad fuera del poema, que alienta en él y por él; y en este sentido su «yo» vacío se hace símbolo de la situación existencial del poeta, a quien, privado de todo contexto real, solo frente a una hoja de papel que debe llenar con palabras que han ganado independencia y ponen en primer plano su textura, su capacidad de seducción y sugerencia, le es imposible habitar el universo que crea puesto que es ese precisamente el precio que se ha impuesto para lograr su creación. El poema resulta, así, de un acto creador «puro», es un objeto a cuyo esplendor todo ha debido ser sacrificado, una chispa de luz alcanzada en la región de lo permanente, de lo bello, de lo perfecto. Toda necesidad de expresión o comunicación queda, de este modo, abolida. Lo único que importa es el poema como objeto hermoso, como una aproximación a la poesía, valor en sí y que se sostiene a sí mismo.
En tanto que aproximación, los poemas conforman un universo de opalescente sombra acogedora (p. 22) sobre el que se cierne la tiniebla de seda de los peces (p. 24), un imperio suavísimo (p. 23) y solitario cercado por los muros ciegos del silencio (p. 19). El poeta reside en la caverna de Platón y su trabajo consiste en acceder a la luz plena, a la poesía; no hace sino girar en torno de esta, de su idea, llama instalada en el centro de su ser y que todo lo reduce a humo. De ese humo está hecha la poesía del joven Sologuren, humo que sube en busca del cielo que es la poesía, es decir, otra vez del mismo fuego. Este circuito cerrado deslinda un territorio fuera del tiempo donde El Morador instala el presente absoluto de sus versos.
Nada se ahorraría con decir «poesía pura», salvo el problema mismo. En Sologuren no se trata de la simple adhesión a una corriente, de un mero afán esteticista, sino de una actitud frente a la vida. Porque si bien no su poesía, la actitud que la configura hunde profundamente sus raíces en el hombre Sologuren. Por la época en que escribe los poemas de El Morador y Detenimientos escribe también otros que no recoge en libro —los que agrupa en «Varia I»— pues tocan su historia personal. En ellos habla de su soledad, cuenta que el amor le ha sido negado, hecho que lo lleva a perder la esperanza —nada sucederá, ya no habrá nada (p. 45)— a abdicar el futuro. Y en ellos se define a sí mismo como un ser indeciso entre dos fuerzas contrarias representadas por el níveo bien y el fuego terrestre (p. 46). Como en tanto que poeta ya ha elegido lo primero, los sonetos de «Varia I» son segregados: eran la vida, no la poesía.
Veinte años después, con otra concepción de esta, los rescatará e integrará a su Vida Continua.
El único rastro del drama interior que vive el poeta, de su desgarramiento, está en la naturaleza evasiva de su poesía «oficial». Para hacerla ha tenido que borrar uno de los polos del conflicto: el mundo (del cual se ha refugiado en la soledad de su corazón que resulta también insatisfactoria) y fundar, fuera de la realidad, un paraíso pasivo, donde todo es quieto y yacente y adquiere una rumorosa condición vegetal (p. 23). Entre los procedimientos estudiados por Luis Hernán Ramírez6 hay uno que expresa con mucha claridad tal condición: el empleo frecuente de verbos pronominales, que no solo frenan el dinamismo verbal y que más que introducir «un movimiento del alma en la frase» (Ramírez) dan la sensación de un suceder que se produce sin sujeto causante, de modo autónomo, enigmático, como se abre una flor o se amarilla una hoja. Es decir, con el fuego terrestre el poeta borra también la voluntad. En los dominios del níveo bien, de lo perfecto y lo eterno, la facultad de decidir es superflua. Se alcanza así la superación del yo vacilante, se cumple la construcción del antimundo. Es de este modo como la poesía de Sologuren hinca sus raíces en la realidad que pretende abolir. Y es así como la actitud del hombre y la modalidad del poeta se comunican. Esta comunicación, sin embargo, no aparecerá consciente hasta Otoño, endechas (1959). Entre tanto, la poesía del autor experimenta una progresiva transformación, reflejo de sus cambios de actitud para con una realidad que, al irse relajando la oposición entre vida y poesía, empieza a ingresar, idealizada, en esta. El poeta no puede mantenerse por mucho tiempo tan radicalmente escindido.
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