Están también los daños al medio ambiente, las indemnizaciones al cónyuge por coste de oportunidades perdidas al casarse, las indemnizaciones a los padres a quien los tribunales privaron indebidamente de la compañía de sus hijos, y tantos otros supuestos que conocemos por los medios de comunicación y que, nos convenzan o no las razones del caso concreto, nos parecen muy heterogéneos y sujetos al arbitrio judicial, cuando no los juzgamos como mera arbitrariedad.
Acepto de antemano que cada una de las afirmaciones que he hecho hasta ahora puede ser criticada y matizada. Mi intención es simplemente suscitar la imagen de la extraordinaria diversidad e impredecibilidad de los supuestos a los que se supone que se aplican unas reglas de responsabilidad civil que, sin embargo, no se siguen en otros ámbitos de la vida, o no del mismo modo.
Todo ello me sugiere que las reglas de “responsabilidad extracontractual” pueden analizarse productivamente como una técnica específica de control de conductas utilizada por el poder, según convenga, en unos ámbitos de la convivencia humana y no en otros. Técnica cuyo rasgo característico no es precisamente la indemnización del daño, sino dejar en manos de los particulares la acción para exigirla y hacerla suya, acción que pueden ejercitar o no. Técnica acumulable con cualesquiera otras, asimismo cuando convenga, e indiscernible en muchos casos de las sanciones pecuniarias administrativas o penales. Reglas y práctica de su aplicación que resulta muy difícil entroncar con el viejo principio de alterum non laedere, ese que junto a los de suum cuique tribuere y honeste vivere constituía los tria iuris precepta de nuestra tradición cultural.
Entra ahora el contratema.
Cuando hace un siglo, en febrero de 1917, la Dixieland Jass Band graba el primer álbum de música de jazz, podemos imaginar que algunos de aquellos músicos no sabían leer un pentagrama. Hoy muchas universidades del mundo tienen másteres y no sé si doctorados de jazz. Hoy un músico de jazz competente, y no digamos si centrado en la improvisación, tiene que dominar la teoría musical, en particular la armonía, con mayor soltura y profundidad que, por ejemplo, un competente instrumentista en una buena orquesta sinfónica. Porque el primero se exige, o le exigen, habilidad para la invención en mayor grado que al oboísta de repertorio clásico.
¿Qué teoría musical para el músico de jazz? O mejor, ¿la teoría musical de qué? Pues la teoría de la práctica de los músicos de jazz desde finales del siglo XIX hasta hoy, que sin duda incluye partes fundamentales de la teoría de la música clásica. Y esta última, es la teoría ¿de qué? Pues de la “práctica común” de los siglos XVII al XIX. Teoría de la armonía tonal que sigue siendo básica en la formación de los músicos occidentales y que se complementa con la teoría de la tonalidad extendida o moderna, la tonalidad modal, la atonalidad o el jazz1.
La teoría musical, puedo decir con el desenfado atrevido que permite una jam session, es teoría de una práctica y es una teoría para la práctica. Y aunque se presente como meramente descriptiva, como es hoy más usual, tiene necesariamente un valor prescriptivo, al menos porque es la que aprenden los músicos en formación y conforme a la que se ejercitan. Lo mismo que ocurre con la teoría del derecho, canto ahora en una octava más alta a riesgo de desafinar. Teoría de una práctica y una teoría para la práctica. Ya sé que todo esto es perfectamente discutible. Los teóricos musicales del siglo XVIII y del XIX creían estar haciendo una teoría universal, aplicable a todas las músicas posibles, en todo tiempo y lugar; una teoría que podía ser perfeccionada, pero no contaban con que pudiera ser sustituida por otra. No contaban con que otras prácticas musicales fueran posibles. Al menos, otras prácticas de equiparable dignidad. No concebían tampoco una práctica musical en la música culta occidental ajena a su teoría. Quedaba fuera de su consideración la música popular, el folclore europeo, y todas las músicas, populares o cultas, del resto del mundo en todos los siglos de su existencia. ¿Cabe una teoría general de la música, universal e intemporal? Músicos geniales, de Rameau (1722) a Hindemith (1938)2, lo pretendieron, fundando, por ejemplo, el carácter natural de los acordes perfectos en ciertas características físicas del sonido, en la serie de los primeros armónicos, que si no he entendido mal es incluso susceptible de formalización matemática. Hay también intentos muy distintos en otros sentidos.
Walter Piston, en su tratado de Armonía (2007, p. VII), uno de los más utilizados en la enseñanza en España, reflexiona sobre el sentido de su propia obra en la Introducción de la primera edición norteamericana (1941):
(…) si pensamos que la teoría debe seguir a la práctica (rara vez la precede, excepto por casualidad) debemos comprender que la teoría musical no es un conjunto de instrucciones para componer música. Más bien se trata de una colección sistematizada de deducciones reunidas a partir de la observación de la práctica de los compositores durante largo tiempo, e intenta exponer cómo es o ha sido su práctica común. No dice cómo se escribirá la música en el futuro, sino cómo se ha escrito en el pasado.
¿Y si tratamos a la filosofía de la responsabilidad extracontractual como una teoría del jazz, de la práctica del jazz? Dentro de una teoría del Derecho entendida como teoría de la práctica del Derecho.
En la práctica del jazz las partituras, cuando las hay, son breves, escuetas, con pocas indicaciones, susceptibles de interpretaciones muy diversas. La práctica de la responsabilidad extracontractual, manifestada en sentencias, laudos y acuerdos es densísima, muy variada y no inteligible como mera ejecución de partituras. La teoría de la responsabilidad extracontractual no puede ser teoría de normas, al menos no de normas legales, esas partituras tan insuficientes para determinar la práctica. Partituras o, más bien, cheat sheets, chuletas con los acordes, que luego cada banda de jazz, cada jurisdicción, cada juez, toca a su manera. Teoría de una práctica cambiante, muy distinta a la de hace unos pocos decenios.
Metido en la experimentación de la atonalidad y en el dodecafonismo, Arnold Shoenberg, en su Tratado de armonía (1974) nos avisa:
El alumno aprenderá las leyes y usos de la tonalidad como si hoy estuvieran en plena vigencia, pero aprenderá también los movimientos que conducen a su supresión. Debe saber que las condiciones para la disolución del sistema tonal están contenidas en los supuestos mismos sobre los que se funda. Debe saber que en todo lo que vive está contenido su propio cambio, desarrollo y disolución... Lo único que es eterno: el cambio; y lo que es temporal: la permanencia.
BIBLIOGRAFÍA
Hindemith, T. (1937). Arte de la composición musical. Schott Musik International.
Moneva y Puyol, J. (1895). Derecho obrero. Zaragoza: Mariano Salas.
Piston, W. (2007). Tratado de Armonía. Madrid: Musicamudi.
Rameau, J. (1722). Traité de l›harmonie réduite à ses principes naturels.
Shoenberg, A. (1974). Tratado de armonía, traducción y prólogo de Ramón Barce, Madrid: Real Musical (publicado por primera vez en Viena, Harmonielehre, 1911).
Valverde y Valverde, C. (1899). Las modernas direcciones del Derecho civil (Estudios de filosofía jurídica). Valladolid: Tipografía J. M. Cuesta.
1La teoría de la armonía tonal fue precedida por otra de enfoque interválico, no acórdico, que es la que mejor da cuenta de la práctica del contrapunto: conserva plenamente su valor descriptivo para aquella práctica, pero ya no su fuerza prescriptiva para la práctica actual.
2Por cierto, Rameau y Rousseau se enfrentaron duramente sobre estas cuestiones en el marco de la querelle des buffons.
Читать дальше