José Luis Cea Egaña - Derecho constitucional chileno. Tomo IV

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Derecho constitucional chileno. Tomo IV: краткое содержание, описание и аннотация

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En este cuarto y último tomo de su libro Derecho Constitucional Chileno, José Luis Cea analiza todos los órganos de jerarquía constitucional que no habían sido comentados en los volúmenes anteriores, como el Poder Judicial, el Ministerio Público y el Gobierno Interior del Estado. Explica también el proceso de reforma constitucional articulado en la Constitución vigente y presenta el juicio del autor acerca del rumbo que lleva aquel proceso, valorando la flexbilidad que ha demostrado el método aplicable a los cambios de la Carta Fundamental. Con abundante cita de doctrina nacional y extrajera, numerosa jurisprudencia y referencias al derecho comparado, el libro se presenta completamente actualizado en relación con la legislación, los tratados internacionales sobre derechos humanos y el régimen aplicable a los servicios de inteligencia. Además, el texto se complementa con un índice normativo y otro de conceptos que facilitan su consulta y aplicación. Este libro cierra de gran forma el trabajo de varios años del profesor Cea para transmitir a alumnos y profesores todo el conocimiento adquirido durante décadas de docencia universitaria, estudio y ejercicio del derecho, con el objetivo de contribuir en la formación de los futuros abogados. También ha buscado servir a instituciones públicas y a la ciudadanía en general en la búsqueda de la consolidación del constitucionalismo democrático en Chile.

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En la civilización grecolatina se ubica el comienzo de un proceso, largo y complejo, de organización de magistraturas diferenciadas, cuya misión era impartir justicia, con imparcialidad, para restaurar la paz y el orden en la convivencia. Fue emergiendo así un método, aplicable a la solución de litigios o controversias, pacíficamente ejecutado, pero, si era necesario, impuesto con uso de la fuerza. En los reyes hallamos los primeros depositarios de esa potestad; los siguieron otras asociaciones en las que, generalmente, como hemos dicho, la responsabilidad recayó en ancianos o sujetos venerables; y culminaron con individuos a quienes las leyes confiaban el ejercicio de tal autoridad. Fueron los pretores de la Roma antigua6, que dictaban edictos con su programa de conducción de la comunidad, empleando la fuerza si era adecuado o inevitable. Más cercanos a militares que a jueces, los pretores obtuvieron la ayuda y consejo de individuos dedicados a analizar y comentar las leyes para que, interpretándolas, quedaran adecuadas a la resolución de casos concretos. Tales eran los juristas. A los jueces, en fin, se les encomendaba la aplicación concreta del Derecho trazado por los pretores con el auxilio de los juristas, decidiendo los casos específicos que habían sido planteados. Fue así configurándose la jurisprudencia o ciencia del derecho escrito7.

En la Edad Media los reyes y príncipes ejercían la jurisdicción8. Lo hacían siguiendo las fijaciones trazadas en el Corpus Iuris Civili, de 533 dC, y en el Corpus Iuris Canonici, de 1140 dC9.

Se asumía que Dios era el verdadero y único creador del Derecho, el singular y auténtico legislador merced a la Revelación y a la naturaleza. El monarca y el príncipe, asistidos por los juristas, interpretaban esa voluntad divina, observando las costumbres de la comunidad respectiva, y confiando al juez, por último, administrar la práctica casuística y efectivamente.

Debemos puntualizar que el Poder Judicial, con sus rasgos de una institución independiente de las demás entidades públicas, integrada por magistrados profesionales, regidos por la Constitución y las leyes, para ejercer la jurisdicción imparcialmente, es un concepto típico del Estado moderno.

Hobbes10 no lo menciona como tal; tampoco lo hace Locke11, quien se refiere solo al legislador, al Poder Ejecutivo y a un vago poder federativo en el cual algunos creen encontrar un germen de la judicatura. La denominación de Poder Judicial, con los rasgos esenciales ya mencionados, se debe a Montesquieu12.

Cierto es que esa magistratura nació debilitada frente al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo, pero también es claro que lo hizo, por primera vez, con la cualidad de una estructura estatal diferenciada, encargada de resolver los conflictos suscitados por la aplicación de la ley, general y abstracta, como quiso que fuera J. J. Rousseau13, a litigios ciertos y determinados.

Los jueces eran la boca que pronunciaba las palabras de la ley, dictada por el Estado, en la litis que cada uno de ellos debía sentenciar. Tratábase, por ende, de funcionarios cuasi administrativos, ajenos a las demandas sociales, por tan restringida competencia14. A raíz de eso, por siglos se percibió a los jueces como integrantes de la menos peligrosa de las tres ramas del gobierno15, reducidos a labores exegéticas de los textos legales. No eran, por ende, verdaderos intérpretes de esa legalidad, entendiendo por interpretación la mediación que realiza el intérprete entre el texto ambiguo o confuso y antiguo de la ley, de un lado, y su realización contemporánea, actualizándolo para que sea eficaz ante las exigencias, siempre cambiantes, de la vida en sociedad16.

Esa imagen del juez exégeta de la formalidad de los textos jurídicos fue deliberadamente trazada en el pensamiento de los fundadores del Estado y, a pesar de sus graves inconvenientes, se ha mantenido hasta principios del siglo XXI en Europa continental y en América Latina. Distinta era y es la mentalidad de los jueces anglosajones, formados en la vertiente inglesa de la jurisprudencia, es decir, centrada en el Derecho concebido en su configuración medieval, ya destacada. Era y es, para el common law, el caso único o singularísimo el que tiene que ser resuelto, con discernimiento, en cada litis concreta, apoyándose en costumbres y mores, en precedentes y, en definitiva, en el reconocimiento de la validez del ordenamiento jurídico con el cual el juez imparte justicia. ¿Por qué obran con esa base? Pues porque corresponde a un modelo superior de valores sobre la paz, el orden, la libertad y la justicia, modelo que es general y autorizado, que merece obediencia, sea a raíz de la fe en Dios, o en la naturaleza de las relaciones humanas, o en los tiempos17.

Los sucesos espantosos padecidos por centenares de millones de personas debido a fanatismos, despotismos, dictaduras o totalitarismos en la Primera y Segunda Guerra Mundial impusieron, en las democracias occidentales del siglo XX, la búsqueda de ese estilo de vida en su fuente humanista, subordinando el poder o soberanía del Estado al respeto y desarrollo de los atributos naturales de todos los individuos de la especie humana. Ese cambio sustancial de perspectiva implicó el reemplazo, casi por completo, del rol del Poder Judicial en los regímenes de democracia constitucional.

Efectivamente, primero en Europa continental y más tarde en Latinoamérica, se impusieron las Cortes o Tribunales Constitucionales erigidos para cumplir el objetivo aludido y, de paso, cooperar en la resolución de conflictos entre los demás órganos estatales que perjudicaban la eficiencia y legitimidad de tales democracias18.

Ha sido lento y difícil el avance en aquella dirección. ¿Por qué? Entre numerosas respuestas posibles se alude aquí a la tensión existente entre los líderes de las cosmovisiones ideológicas que se esfuerzan por reimplantar la idea original del Estado moderno, soberano, infalible e ilimitado en un presunto servicio permanente a la igualación frente a la realidad de la desigualdad humana, por una parte, y los líderes que realzan el rol de la Sociedad Civil o no Estado en la concreción del bien común, aplicando los principios de subsidiariedad y solidaridad, de otra. Esa tensión ha perjudicado la consolidación de una cultura judicial perdurable, comprometida con el humanismo señalado, y no solo con el desempeño de un servicio público según los estándares de los funcionarios estatales. Apartándose de la judicatura que se propone realizar los valores humanistas, sus críticos han redescubierto el viejo eslogan del activismo judicial.

A pesar de todo, el cambio se halla en movimiento, mediante la preparación adecuada que se imparte a los jueces y demás funcionarios en la Academia Judicial; o merced a una calificación rigurosa del funcionario según criterios de ética, eficiencia y afán de perfeccionamiento; o, por último, materializando nombramientos, ascensos y remociones por un órgano constitucional autónomo, llamado comúnmente Consejo de la Magistratura.

2. Antecedentes históricos en Chile. La judicatura tiene en Chile su origen en las Audiencias de Indias, que ostentaban el calificativo de reales y eran, por antonomasia, tribunales del rey19. Si bien en Indias, a diferencia de la Península Ibérica, cumplían funciones que normalmente correspondían a los Consejos20, el rol fundamental de las Audiencias era el de resolver las apelaciones contra Actos de Gobierno21. En consecuencia, estos tribunales se pronunciaban sobre asuntos civiles y criminales, además de controversias de Gobierno, y conocían de “los agravios causados contra vasallos del rey por agentes suyos o por él mismo”22.

Tal situación se mantuvo hasta los primeros años de la década de 1820.

Declarada la independencia, la organización del Poder Judicial fue definida en la Constitución de 1823, redactada por Juan Egaña Risco. Allí se le infundió la estructura jerárquica que se ha mantenido en todas las Cartas Fundamentales posteriores y que subsiste hasta hoy. En la cima quedó la Corte Suprema y, sujetos a ella, los tribunales de alzada, jueces letrados y otros magistrados de jurisdicciones especiales, sobre todos los que recaía la obligación de proteger los derechos de los ciudadanos. Reorganizado en el Código Político de 1833, aunque con disminuida participación en el control del poder político, puesto que pasó a llamarse Administración de Justicia, el Poder Judicial reemergió en la Constitución de 1980, pero con reformas insuficientes para calificarlo como una nueva o remozada judicatura.

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