Sus amigos recordaron que cuando les comunicó la decisión de casarse no lo podían creer, pero organizaron una despedida de soltero tan grande que, exageradamente dicen, duró cuatro días seguidos por distintos lugares de la provincia de Buenos Aires.
Apenas recibido de abogado, a principios de 1950, con su hijo mayor en camino, tuvo un ofrecimiento para trabajar en un estudio jurídico en Mendoza.
En la capital de la provincia cuyana estuvo unos meses sin demasiado entusiasmo y cuando cobró los honorarios de su contrato temporal decidió que la mejor opción era tomar el camino de vuelta para retomar sus actividades en su ciudad natal junto al abogado Pablo Quiroga.
Chascomús, como el resto del país, también estaba parado en el tembladeral político de la Argentina, que no permitía términos medios entre oficialistas y opositores furiosos. Según el censo de 1947 habitaban allí poco más de 21 000 personas.
Radicales enojados con el peronismo, peronistas que defendían sin respirar a su líder, algún que otro colado de tercera posición de izquierda o conservadora y un buen grupo de neutrales que no querían problemas con nadie, por lo menos a la vista pública.
“Prohibido hablar de política” era la consigna cuando dos o tres veces al año se juntaban para cenar. Pero las discusiones sembradas de alcohol de la sobremesa eran inevitables y podían terminar a los sillazos. Vecinos y amigos se dejaban de hablar por poco o por mucho tiempo.
La posición de los radicales frente al Gobierno peronista no dejaba muchas dudas y Alfonsín estaba en esa línea como su jefe Ricardo Balbín y como su otro principal dirigente, Arturo Frondizi.
En 1949, el gobierno de Perón encarceló por primera vez a Balbín, jefe del bloque de diputados nacionales de la oposición y lo convirtieron en el “preso de Olmos”. El dirigente radical fue detenido en la cárcel de Olmos, muy cerca de la ciudad de La Plata, por sus duras críticas al Gobierno, que realizaba en su carácter de diputado.
El joven Alfonsín, aunque no tuviese aún un cargo público para expresarlo, pensaba, como la mayoría de sus correligionarios, que el Gobierno peronista era autoritario y que se llevaba por delante las instituciones.
Varias veces recorrió, junto a varios de sus amigos locales, los 80 kilómetros que separan a Chascomús de Olmos para acompañar y escuchar a Balbín desde la cárcel.
En otras épocas la casa de Balbín, ubicada en la calle 49, número 844, de la ciudad de La Plata, era un santuario adonde los radicales de todo el país iban a buscar instrucciones políticas y consejos.
Allí, Alfonsín llegaba y se disponía a escuchar los largos alegatos de Ricardo Balbín, quien utilizaba un lenguaje lleno de metáforas y ejemplos, al igual que en sus discursos públicos. “El Guitarrero”, lo apodaron sus detractores por sus disertaciones plagadas de citas y licencias poéticas. Para sus adherentes era “el Chino”, por los rasgos orientales de sus facciones.
En la elección presidencial de 1951 el oficialismo se impuso nuevamente y consagró por segunda vez a Juan Domingo Perón como presidente de la nación. La UCR presentó una fórmula con sus dos figuras estelares: Ricardo Balbín y Arturo Frondizi integraban la fórmula presidencial opositora.
En abril de 1954, se realizaron anticipadamente elecciones legislativas nacionales en concordancia con la elección del cargo vacante que había dejado el deceso de Hortensio Quijano como vicepresidente de la nación.
En pleno verano, Alfonsín recorrió su pueblo de punta a punta. Conocía a varios vecinos por cuadra. Prometía, como candidato a concejal, luchar por las libertades civiles.
Todas las tardes después de la siesta visitaba un barrio distinto, la casa de algún vecino que conocía por el nombre o una institución determinada.
“¿Cómo andamos, Mirta”, saludaba Alfonsín con una forma de dirigirse a cada uno con el verbo conjugado en plural, inclusivo.
Los vecinos le llevaban quejas o reclamos que iba a tener que intentar resolver desde una banca del Concejo Deliberante de la calle Mitre, número 18, en pleno centro de Chascomús.
La limpieza de la ciudad, el alumbrado público escaso y la red de agua corriente eran las principales demandas vecinales y concretas de esa campaña de 1954.
Pero, además, queda apuntado que el concejal tenía una posición crítica hacia el peronismo. En cada ocasión dejaba sentada su postura política que reclamaba libertades públicas e institucionales, y que reivindicaba al mismo tiempo la justicia social como estandarte de progreso.
Los opositores radicales en Chascomús hacían campaña advertidos de que en cualquier momento podían ir presos. Varias veces terminaron en la comisaría.
Cuando asumió su mandato como concejal en 1954, Alfonsín llevaba varios años de casado con María Lorenza Barreneche.
Por entonces, ya habían nacido cinco de sus seis hijos, Raúl Felipe (1949), Ana María (1950), Ricardo (1951), Marcela (1953) y María Inés (1954). Faltaba Javier Ignacio (1957).
María Lorenza lo acompañaba de vez en cuando a alguno de los actos. Las tareas domésticas y el cuidado de los hijos le dejaban un lugar secundario, o casi inexistente, en la política. María Lorenza repetía el mandato de ama de casa sin discusiones.
Dentro del radicalismo bonaerense la figura de Alfonsín era todavía de peso pluma. Ideas moderadas y vida conservadora.
−El que se casa se embroma, se casa para toda la vida y listo −les decía a sus amigos que le planteaban problemas de matrimonio o aventuras inmanejables.
Maria Lorenza Barreneche se quejaba de sus ausencias. Alfonsín se defendía diciendo que ella ya lo había conocido dedicado a sus actividades políticas. Sus hijos también le demandaban que pasara más tiempo con ellos.
Durante los ratos que le dedicaba a su casa, Alfonsín preguntaba por la marcha de los estudios de sus hijos. El parte oficial lo comunicaba Lorenza. Los muchachos varones estudiaban para cumplir.
De ningún modo, pese a los esfuerzos de excelencia que quería imponer la abuela paterna, Ana María Foulkes, la Mamá Grande, eran alumnos ejemplares. Los reunía en el living de la casa para motivarlos y a veces les hacía leer, en su presencia, algún texto de un libro que estuviera a mano en ese momento.
−Su madre me ha dicho –escuchaban de la boca de Alfonsín −que en el colegio están más o menos. Basta de esas historietas con pavadas que no sirven para nada −los retaba.
Pero escondía como un tesoro enterrado que tiempo atrás él tenía su preferencia por alguna de esas publicaciones. Los chicos, como los llamaba, conseguían las revistas de historietas fantásticas de héroes y villanos con monedas rescatadas de las billeteras y los bolsillos de los tíos y los abuelos.
Raúl Alfonsín les pedía que se dedicaran a leer a varios de sus autores preferidos como el filósofo y ensayista español Miguel de Unamuno o el novelista canario Benito Pérez Galdós.
−Así que estudien y lean, carajo.
Cuando el dirigente radical se tomaba un paréntesis de sus excursiones políticas, dedicaba esos días a la familia.
Entonces, María Iriarte, su suegra, vivía con ellos. Alfonsín era un adorador de la cocina casera.
En una carta de restaurante imaginaria colocaba sus preferencias en el pastel de papa, el puchero, los buñuelos, la carne al horno, la pasta, especialmente los tallarines a la parisienne y el asado.
Eso sí, si le tocaba comer afuera, ya había inaugurado por entonces su tradición de ingeniarse para que siempre pagara la cuenta alguno de sus amigos.
Poca plata en el bolsillo, solo para las necesidades básicas, configuraba un estilo austero que llevaría toda la vida.
Su economía familiar era un problema. El estudio de abogado funcionaba a los empujones.
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