Los militares prometían disciplina, modales y costumbres de hombres de la patria, decían formar estudiantes preparados para llegar alto en su vida y en su carrera y aseguraban que allí se forjaría una camaradería que se extendería para siempre, para toda la vida.
Ahora podía convivir con hijos de militares, descendientes de familiares de apellidos ilustres y de la clase económicamente acomodada de la Argentina.
De repente se encontraba con una vida absolutamente nueva. Levantarse a las seis y cuarto de la mañana, ir a clase temprano, una hora de gimnasia diaria y a la tarde asistir a las horas obligatorias de preparación de las tareas escolares.
Y muchas ocupaciones que hasta ese momento no tenía la menor idea de cómo se hacían. Coser la ropa, lustrar los zapatos, ordenar los placares y hacerse todos los días la cama con absoluta rapidez y prolijidad.
El cadete Alfonsín cumplía sin dificultades todas esas tareas, pero se quejaba amargamente. La comida no cumplía con sus expectativas y debía conformarse con una dieta repetida y de baja calidad.
Pero sin demasiado tiempo para otros menesteres, el joven cadete estaba interesado, cuando tenía tiempo libre, en dos temas centrales que concentraban la atención del mundo.
El primero era la Guerra Civil española (1936-1939), que lo colocaba desde el principio en el bando de los republicanos, al igual que al resto de su familia, y que, por supuesto, tocaba la memoria sensible del abuelo inmigrante de origen gallego, que los había dejado para siempre en 1933.
En el claustro liceísta compañeros y profesores se alineaban, en cambio, bajo las simpatías del franquismo y sus falanges de derecha.
El bando franquista era contundentemente mayoritario, pero los simpatizantes republicanos daban batalla dialéctica sin retroceder un centímetro.
El segundo tema de interés de aquellos muchachos era el proceso que llevó a los países de Europa a la Segunda Guerra Mundial y cómo debía rearmarse el tablero internacional tras esa contienda. De la misma forma que en la contienda española, los simpatizantes de Alemania eran muchos, los aliadófilos muy pocos y los neutrales uno solo.
Alfonsín reivindicaba la neutralidad de Yrigoyen en la Primera Guerra Mundial, pero tenía claro que a la amenaza nazi había que combatirla de todas las formas posibles.
Unos de sus compañeros del Liceo fue Albano Harguindeguy, con quien continuó una relación de camaradería aunque distante desde el punto de vista personal y político.
−Era un derechista confeso, un apologista de los golpes de Estado y una persona que difícilmente razonara −dijo Alfonsín de su compañero liceísta.
Raúl Alfonsín terminó sus estudios secundarios en el Liceo Militar en 1944 y no tuvo dudas. La carrera militar, como a otros de sus compañeros, no le interesaba para nada y se anotó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
El aporte económico de su padre le permitía alquilar un cuarto de una casa de estudiantes y podía seguir con sus descubrimientos sobre cómo moverse en la ciudad de Buenos Aires. Hacía un tiempo que fumaba, aunque lo hiciera a escondidas de su madre, quien todavía le recordaba aquel resfrío fatal de hacía años y los cuidados que debía tener cuando estaba solo.
Uno de sus compañeros de Derecho lo definía como un seductor voraz, flaco, de un metro setenta y dos, prolijamente vestido y con una forma de hablar que era capaz de encantar a cualquier mujer que lo escuchara por más de media hora.
Durante el primer año de la carrera, los sábados muy temprano emprendía la vuelta a Chascomús con una valija de cuero cargada de ropa para lavar y lleno de inquietudes que volcaba en largas charlas con su madre. Los viajes se fueron espaciando.
Ana María Foulkes podía comunicarse por teléfono a Buenos Aires con su hijo mayor, pero su área de control estaba a 120 kilómetros de distancia. Necesitaba conocer por dónde se movía y con quién y, fundamentalmente, si los estudios estaban en orden.
La señora usó una de sus cartas familiares. Uno de sus parientes vivía en Buenos Aires y podía ser un buen tutor y a la vez un informante eficiente de los pasos de su hijo.
El familiar aceptó sin miramientos el encargo. Era un hombre instruido y un lector de escritores ingleses, franceses y españoles. Trabajaba vinculado a varios medios de comunicación.
El instructor familiar no tuvo que esforzarse en su vínculo con el joven. También le gustaba la vida mundana, vivir de noche y, a los pocos meses, los dos se confabulaban para salir, comer en restaurantes y divertirse con una copa en los bares de la ciudad.
En la libreta universitaria de estudios no había alarmas que indicaran desvíos por parte del estudiante. Aprobaba con más de siete puntos de calificación materias claves de la carrera como Penal, Procesal, Constitucional y Garantías.
En poco menos de cinco años aprobó las cuarenta materias de la carrera de Derecho. Era un lector voraz. Además de literatura, cuando no tenía que estudiar recorría autores y maestros del Derecho como Segundo Linares Quintana y Joaquín V. González. Había descubierto al italiano antifascista Antonio Gramsci, a los franceses parlamentaristas de la IV República y volvía a repasar los clásicos ingleses y españoles de principios de siglo.
Con su título de abogado bajo el brazo, volvió a su pueblo y comenzó a trabajar en su primer estudio jurídico en la calle Belgrano 191, en pleno centro de Chascomús.
Chascomús en aquella época era un pueblo bonaerense, de características similares al resto de los pueblos bonaerenses y a otros tantos del interior.
Por la vieja estación del tren de estilo inglés, abierta en 1865, se dejaban ver peones y patrones de campo, turistas de fin de semana y ciudadanos con intereses diversos. La llegada del tren era una diversión en sí misma.
Alrededor del cuadrado de la plaza principal se habían construido la iglesia, la comisaría, el banco Nación, el teatro municipal Brazzola y la Intendencia.
En Lastra y Libres del Sur, el Reloj de los Italianos servía de referencia horaria y para que algún visitante perdido que había andado el largo acceso desde la ruta 2 supiera que estaba en el ombligo del pueblo.
En la avenida Libres del Sur, cuyo nombre recuerda una rebelión contra Juan Manuel de Rosas en 1830, se concentraban los comercios. El salón principal del Club Social se transformaba en un auténtico lugar de caballeros conversadores. Los que vivían cerca llegaban a pie por esas veredas anchas y de árboles que regalaban sombra. Calle Libres del Sur 14, de Chascomús. El centro del pueblo.
En el Social se juntaba gente de todos los colores. La entrada a las mujeres no estaba prohibida explícitamente, pero era raro ver alguna figura femenina por ese lugar si no había una cena o un baile.
A unas cuadras de allí, frente a la plaza principal, en diagonal con el edificio municipal, el Club de Paleta era un símbolo deportivo que los inmigrantes vascos habían trasladado a esas tierras.
Pelota a paleta, frontón y de vuelta, ruido seco de pelotazo de goma en la pared.
El Club Regatas regalaba, desde otro punto cardinal, una vista extraordinaria, un balneario que vibraba con el básquet y la natación.
En esos salones Alfonsín aprendió a jugar al ping pong, al tute y al póquer y se animó a bailar sin demasiada vergüenza.
Muy de vez en cuando se entremezclaba en algún partido de fútbol sin muchas habilidades técnicas para manejar la pelota.
En 1950 era un joven de 23 años, había terminado con sus estudios de abogado en la Universidad de Buenos Aires y estaba casado desde 1949 con María Lorenza Barreneche, unos pocos meses mayor que él.
La leyenda asegura que los jóvenes se cruzaron en un festejo de carnaval y que al poco tiempo se pusieron de novios. Había tenido otros romances inconclusos, de cartas, poemas y desencuentros. María Lorenza le puso fin a su carrera oficial de conquistador.
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