Tomar ayahuasca no es algo lúdico ni una experimentación por el solo hecho de experimentar: en el mejor de los casos consiste en someternos a nuestro más profundo y oscuro inconsciente, enfrentarnos cara a cara con él sin intermediarios, y en el “peor” de los casos es “viajar” por otras realidades de las que poco y nada sabemos. De ahí la importancia de las experiencias acumuladas, el conocimiento fáctico y académico, y la predisposición de quienes facilitan, preparan y cuidan las sesiones.
Volviendo a nuestra forma de trabajo, consideramos fundamental que los voluntarios firmen un consentimiento informado de lo que están haciendo; es una forma jurídica de protección tanto para el facilitador como para el que ingiere la pócima. También es preciso realizar una entrevista individual y una reunión grupal informativa previa que aborde desde aspectos etnográficos hasta neuroquímicos y prácticos,[3] donde participantes y facilitadores se conozcan e interactúen preparando el contexto o setting. Generalmente las indicaciones previas a la sesión incluyen prescripciones de las culturas amazónicas tradicionales adaptadas a nuestro contexto y otras de carácter científico o de sentido común: cuarenta y ocho horas antes o más, se exige al participante abstinencia sexual de toda clase, no consumir alcohol ni drogas, tampoco fumar marihuana ni utilizar otras plantas sagradas (se puede fumar tabaco, pero mejor mapacho o rústico que los perniciosos cigarrillos industriales).
Habitualmente las sesiones duran entre cuatro y cinco horas, a lo largo de las cuales hay entre dos y tres personas experimentadas que actúan como cuidadores o facilitadores (y que por supuesto no ingieren, permaneciendo en estado de vigilia). La música es otro elemento principal: va marcando el tono de la experiencia y, de acuerdo con el modo en que vaya desarrollándose, se van cambiando los climas musicales o haciendo silencios. No es raro que algún participante intuitivamente (los chamanes lo aprenden con mucho sacrificio) comience a cantar en sintonía con la música o a susurrar una canción propia como modo de controlar el “torrente arrebatador” del efecto.
Al finalizar la sesión, generalmente entre los participantes se intercambian las impresiones vividas y luego se entregan los protocolos de investigación a fin de completar el proceso. En algunos casos, de ser requerido, se realizan reuniones posteriores para retrabajar lo experimentado.
¿Qué puede esperar el tomador de ayahuasca?
No espera lo mismo el que bebe por primera vez que el que ya probó; fundamentalmente porque el primerizo va cargado de expectativas: no sabe cómo va a ser la vivencia, qué puede ocurrir. Más allá de que haya leído o le hayan explicado, la experiencia es algo único y generalmente indescriptible, translingüístico, nunca una es igual a otra; y las expectativas a veces juegan una mala pasada, ya que el novicio está muy pendiente de lo que pueda sucederle, y eso suele retardar el ingreso al trance. Las ceremonias, generalmente grupales, en cualquiera de los contextos mencionados (chamánico originario, ritos colectivos originarios, terapéutico y de exploración occidental, sincretismos neorreligiosos) se realizan casi siempre al caer la noche, en habitaciones parcialmente oscuras, donde la luz no moleste las visiones ni la introspección (difieren en este punto las iglesias ayahuasqueras brasileñas y algún caso etnográfico aislado, donde se prefiere habitaciones más iluminadas). De acuerdo con la clase de sesión o entorno particular, pueden acompañar el ambiente el humo y los perfumes del tabaco mapacho, sahumerios, agua florida o inciensos, así como instrumentos, imágenes u objetos significativos para los participantes (religiosos, mitológicos o profanos).
Los primeros efectos suelen sentirse entre 30 y 50 minutos después de ingerida la sustancia, aunque esto depende de múltiples factores, entre los que se destaca el uso frecuente, que con el tiempo puede acelerar el comienzo del efecto enteogénico a 15-20 minutos con menor cantidad de brebaje. La mixtura líquida, de color marrón-ocre rojizo, tiene un gusto fuertemente amargo, acre, que produce una instantánea salivación. Ese gusto agrio puede volver a aparecer entre 30 y 60 minutos después de la ingesta. Generalmente se tiene una sensación de adormecimiento de los ojos, los miembros o la cara, y en ocasiones se produce un estremecimiento seguido de profundos bostezos y suspiros (en este momento nuestro principal informante, Antonio Muñoz Díaz, propone “mantenerse firme” y “no temer”, ya que esta actitud determina el modo en que se desarrolla la experiencia, y aconseja en lo posible “mantenerse sentado y erguido”, no acostarse ni echarse al suelo, pues tales posturas podrían condicionar vivencias relacionadas al “inframundo”…).
Luego se agudiza el aparato perceptual. Un importante número de personas suele escuchar un zumbido grave que “abre” la experiencia, y en la mayoría de los casos comienzan a verse, tras los párpados cerrados, puntos luminosos; es posible que la persona tenga visiones de colores vívidos y formas geométricas de características caleidoscópicas, para después entrar de lleno en la experiencia propiamente dicha. A partir de ese momento ya no será posible dormir, por lo que siempre se recomienda llegar a la sesión muy bien descansado. Más que las famosas “visiones” –que por supuesto aparecen en un porcentaje alto de sujetos–, lo más frecuente es un estado dialógico interno sobre emociones pasadas o situaciones presentes, donde normalmente se tiene algún tipo de respuesta a los interrogantes que se plantean (volveremos sobre este tema).
En cuanto a los vómitos o diarreas, si bien son frecuentes, ello no implica que siempre vayan a aparecer. A menudo están relacionados con algo de carácter emocional, psicosomático: se “sabe” qué es lo que se vomita o lo que no puede vomitarse. En este último caso, tal traba genera un malestar del cual el sujeto no puede salir hasta que “baja” del trance; es entonces cuando el rol del cuidador aparece en toda su dimensión para tranquilizar y acompañar –y en muchos casos, aunque parezca increíble, vomitar lo que el sujeto no puede sacar− o bien para ayudar a que se produzca esa manifestación catártica −en un rol más activo− mediante masajes o soplo de tabaco mapacho. El voluntario tiene en todo momento perfecta conciencia de sí mismo y de su entorno. Cuando se pone de pie reconoce una ligera pérdida de equilibrio, y si abre los ojos reconoce perfectamente, aunque con algunas distorsiones perceptuales, el lugar donde se encuentra. A medida que el efecto se acentúa, pueden aparecer muchas imaginerías comparables con los sueños, pensamientos y diálogos interiores muy veloces, que se van “enroscando”, todo con una agudísima carga emocional, a menudo con llantos muy puros o alegrías también muy profundas.
A partir de las cuatro o cinco horas de la ingesta, el sujeto entra en un estado de sueño plácido y relajado, del que no quiere salir, hasta que finalmente vuelve a su estado habitual de conciencia, por lo general más sosegado y con la sensación de haber “trabajado” mucho –a veces hasta el agotamiento– desde lo psicológico (para más detalles estadísticamente objetivados, véase el Apéndice 1).
En los días posteriores pueden producirse episodios de flashbacks con imágenes o sensaciones de la experiencia, que bien pueden reinterpretarse, y en general durante varios días suele acompañar al sujeto un estado de atención y alerta muy vívido, con la emotividad a flor de piel, e incluso una sensación de irreproducible nostalgia por lo vivido: la sensación de haber tocado por un breve lapso “lo trascendente”. De ahí la importancia de la asistencia psicoterapéutica a fin de aprovechar al máximo todo lo experimentado. A menudo, tras las primeras sesiones, se refieren situaciones concebidas como “sincronismos” en la vida cotidiana (coincidencias significativas, según la teoría jungiana).
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