Néstor Berlanda - Ayahuasca

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En la última década, la Argentina no ha quedado ajena al fenómeno global de la expansión y difusión de una pócima de plantas amazónicas conocida por su nombre quechua ayahuasca. Aquel mágico brebaje que hasta hace unos cincuenta años sólo circulaba entre los pueblos originarios de la selva, hoy se populariza en los medios de comunicación masivos, redes sociales y sitios web, se ofrece en talleres terapéuticos, sesiones religiosas o excursiones turísticas. Para los nativos se trata de una planta maestra que, lejos de facilitar alucinaciones, ayuda a percibir la realidad tal cual es, otorga sanidad, fortaleza espiritual y confrontación profunda con los abismos psicológicos, y permite a los chamanes que la emplean hacer diagnósticos, tratar dolencias o formular presagios.Los estudios científicos demuestran que la bebida que contiene la fantástica molécula DMT suscita un estado ampliado de conciencia durante el cual pueden emerger contenidos emocionales inconscientes y reprimidos de carácter biográfico, manifestarse imágenes transpersonales y transculturales, o lograrse la sensación de conciencia expandida. Los autores abordan botánica, química, geografía, etnografía, historia, psicología, psiquiatría y aspectos jurídicos de la ayahuasca. Sus sorprendentes conclusiones están avaladas por estadísticas propias y testimonios de voluntarios argentinos que describieron tanto sus efectos terapéuticos como sus secuelas más allá de la conciencia del ego.

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Hasta aquí lo que podemos anticipar en cuanto a la parte netamente clínica de la ayahuasca. Los otros aspectos que nos interesan, por un lado el netamente antropológico y cultural, y por el otro algunos hechos bioquímicos propios del compuesto, quedan reflejados lo más exhaustivamente posible en los seis capítulos de este libro: “Botánica y bioquímica de la ayahuasca”, “Etnografías y crónicas”, “Iglesias neoayahuasqueras en Brasil”, “Experiencias de contenido autobiográfico y resolución de conflictos emocionales”, “Las otras realidades o «antípodas de la mente»” y “Aspectos legales en torno a la ayahuasca”. El último apartado, “A modo de conclusión”, reúne una serie de reflexiones sobre el fenómeno de la ayahuasca en la Argentina y algunas consecuencias de carácter epistemológico.

Importancia de la ayahuasca para las ciencias humanas y de la salud

La ayahuasca, a diferencia de otros compuestos psicoactivos encontrados en la naturaleza, es una mixtura de varios compuestos psicoactivos que terminan constituyendo un brebaje color ocre y olor a veces nauseabundo. Su psicoactividad y los otros efectos que produce no hay que buscarlos únicamente en las características propias de las sustancias que lo componen, sino en cómo opera en su totalidad (“el todo es más que la suma de las partes”). Este rasgo particular lo hace un compuesto único dentro de los llamados enteógenos; y no consideramos arriesgado proclamar que estamos ante el primer compuesto que puede actuar de manera psicoterapéutica, movilizando contenidos inconscientes, como veremos, y también actuar a nivel psicofarmacológico, ya que las sustancias que lo componen tienen actividad similar a algunas drogas de utilidad actual en psiquiatría. Por ello, un poco en broma, decimos habitualmente en nuestras conferencias que el té de ayahuasca “contiene un psicólogo y un psiquiatra chiquitos”.

“Ayahuasca” es una palabra quechua (lengua franca hablada en el mundo andino y en buena parte de la Amazonia occidental) que significa “liana o soga del muerto” (o “de los espíritus”). Como ocurre con un 25% de todas las drogas farmacéuticas hechas a base de vegetales tropicales, la mixtura de ayahuasca es también un descubrimiento o creación de los indígenas amazónicos y un enigma etnobotánico hasta la actualidad. Concretamente, su uso se extiende desde el noroeste de Colombia hasta las tierras bajas del sur de Bolivia, al este y oeste de los Andes, y hasta el interior de la zona del Orinoco.

Como ya anticipamos, no hay datos fidedignos de cuándo y dónde comenzó el uso ceremonial de ayahuasca. Según algunos antropólogos, como la brasileña Beatriz Labate, no habría pruebas fidedignas (etnohistóricas y etnográficas al menos) de un uso anterior a los quinientos años; sin embargo, según Pedro Porras (1985) y Plutarco Naranjo (1969) hay que pensar en al menos dos o tres mil años antes de la era cristiana. En las fases Sanay (Río Pastaza, 2400 a.C.) los arqueólogos encontraron piezas cerámicas rituales que representan mitos diversos con figuras antropomorfas bicéfalas, las que hablarían de un efecto característico de esta bebida sagrada panamazónica: el fenómeno psíquico del desdoblamiento de la conciencia del individuo. En las fases Cotundo (1500-200 a.C.) y Casanga-Pillaro (400 a.C. al 700 d.C.) aparecen vasos de terracota asociados con mayor certeza a la ingesta de ayahuasca pero, dado que para la preparación del brebaje es necesaria una cocción de larga duración (hasta doce horas), se ha evaluado el límite inferior de empleo al inicio de la producción cerámica. En cualquier caso, sus legítimos dueños pertenecen a más de setenta pueblos diferentes, distribuidos en unas decenas de familias lingüísticas distintas, que conocen el mismo preparado con un nombre propio conforme a su idioma, un conocimiento y uso variado según su cultura y una preparación con plantas regionales frecuentemente distintas, a lo que hay que sumar los aditivos que suelen echarse a la poción, entre los que se han clasificado unos noventa vegetales, de los cuales una cuarta parte son psicoactivos de por sí.

La mayoría de las etnias reservan la ingesta de este poderoso enteógeno al chamán, que ha sido entrenado de acuerdo con sus tradiciones durante muchos años mediante sacrificados ayunos, abstinencias y aprendizajes para controlar los efectos psicoactivos junto a un maestro. Existían también, por ejemplo entre las comunidades shuar, asháninka, kashinawa, mai-huna, ese’ejja, ceremonias colectivas casi siempre reservadas a los hombres y a las mujeres que ya no menstruaban. En estas ceremonias los hombres se sentían contenidos y solían buscar información relativa al porvenir o a objetos perdidos, información que no podían obtener de otro modo y que resultaba importante para toda la comunidad.

Las sesiones de ayahuasca fueron tradicionalmente eventos al mismo tiempo médicos, psicológicos, sociales, cosmológicos y musicales (el chamán amazónico canta para curar y frecuentemente usa un lenguaje retórico especial que le es dictado por los “espíritus” en su trance visionario).

En 1852, el botánico Richard Spruce fue el primer hombre blanco que bebió una tasa de ayahuasca en la selva de Ecuador, seguido de cerca por el geógrafo Villavicencio, que lo hizo en 1858. El célebre antropólogo alemán Theodor Koch-Grünberg tomó dos tasas entre 1903 y 1905. Sin embargo, fue en los últimos cincuenta años cuando los químicos descubrieron que tras las lianas del género Banisteriopsis caapi y los arbustos del tipo Psychotria viridis o Diplopterys cabreana se escondía un verdadero preparado “científico”. Nadie sabe cómo, careciendo de elementos como nuestros modernos microscopios, hace al menos unos cuatro mil años tribus selváticas supieron combinar la dimetiltriptamina (dmt) de las hojas de tales arbustos −compuesto que estaría involucrado en la imaginería del sueño y que produce efectos visionarios− con harmina, harmalina y tetrahidroharmina (thh) presente en el bejuco, que contiene un inhibidor de la monoaminooxidasa (imao), de lo que resulta que la dmt no se degrada a nivel intestinal y llega al cerebro potenciando la pequeña cantidad de dmt que naturalmente existe en el órgano. Esta genial combinación ha permitido, en primer lugar, que la sustancia activa visionaria pueda ser administrada en forma oral, y en segundo lugar, que los efectos psicoactivos buscados duren entre cinco y seis horas.

Invariablemente, los indígenas afirman que ese compuesto les fue dado por la misma planta sagrada o por la propia naturaleza, afirmación que el etnólogo Jeremy Narby tomó muy en serio en su obra La serpiente cósmica e intentó traducir a nuestro lenguaje científico-tecnológico relacionándola con la información universal codificada en el adn: los neurotransmisores y los fotones.

Así como en la década de 1950 el legendario aventurero Fernando Pagés Larraya fue el primer científico argentino en traer ayahuasca para su análisis químico en la Universidad de Buenos Aires y en las dos décadas anteriores el naturalista Juan Aníbal Domínguez incorporó muestras de la liana al Museo de Farmacología de Buenos Aires, en 1996 la Fundación Mesa Verde de Rosario fue la primera en realizar un taller vivencial-experimental argentino, convocando al conocido estudioso colombiano de la ayahuasca Luis Eduardo Luna, y en 1999 también invitó a nuestro país por vez primera a un auténtico chamán amazónico shipibo-konibo “puro” –Antonio Muñoz Díaz– para brindar una serie de conferencias y colaborar con nuestros estudios médicos y etnográficos (figura 16).

Fuera del ámbito de la antropología sociocultural o de los trabajos de etnopsiquiatría, pocos artículos sobre este tema llegaron a las revistas de masivo consumo popular en Occidente en las décadas del 60 y 70 (referencias parciales de las actividades de Richard Evans Schultes o de escritores beats y hippies como Allen Ginsberg y William Burroughs). Pero desde los años 80 y 90, acompañando el auge de las iglesias sincréticas ayahuasqueras en Brasil, como Santo Daime y Unión del Vegetal, y los viajes turísticos new age aprovechados fundamentalmente por estadounidenses y europeos en busca de “romanticismo chamánico”, la palabra “ayahuasca” ha comenzado a estar en boca de casi todo el mundo; desde pretendidos curanderos hasta periodistas con una ética más que dudosa, pasando por ávidos pero desinformados “psiconautas”.

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