Solo tenían una semana y media para reportear y dos para escribir, recuerdan Titinger y Avilés en su diario de campo: “Eso, cuando tu tema parece importante, se convierte en un problema. Peor cuando los editores te dicen: queremos un texto de unas seis mil palabras…” (Titinger y Avilés, 2012a). Ellos eran reporteros de día a día de un periódico y el texto más grande que habían escrito en sus vidas tenía, como máximo, mil palabras, y se habían demorado un par de semanas investigando y escribiéndolo. Ahora les pedían seis mil palabras y si les daba para más que “escribieran sin miedo” (Titinger y Avilés, 2012a).
Aceptaron el reto y en el mes de julio de 2003 presentaron al público su resultado, en el número 7 de Etiqueta Negra .
Al frente, detrás, a los lados de Avilés y de Titinger –moviéndose como una sombra protectora – estuvo el editor Julio Villanueva Chang, quien considera que “El imperio de la Inca” tiene tanto de historia sentimental como de finanzas, cifras y estadísticas en revistas, como de amores y odios en foros por Internet. Tiene tanto de publicidad como de botánica. Tanto de comida china como de arte pop. Tanto de historia del gusto como de guerra comercial. Tanto del libro 2de viajes de un inglés –Matthew Parris– que lo había titulado con ese nombre, como de una tesis de Harvard que estudia su éxito. Tiene tanta información “que ya no se sabe bien lo que no se sabe” porque el texto es una “suma vertiginosa” de breves y certeros fragmentos que se intercalan al estilo de un montaje documental. Y tiene tanto de Avilés como de Titinger, sus autores, como de ninguno de ellos: decidieron escribir el texto a dúo, y se sentaron durante dos semanas, juntos frente a una computadora, de nueve de la mañana a siete de la noche, a aprobar o rechazar cada frase, que acabaron creando un estilo que no era ni del uno ni del otro, un híbrido que al final es “como una máquina de significados” (Villanueva Chang, 2006b).
Esta crónica –aprecia Villanueva Chang– tiene tanta arrogancia en la información que no puede ser un texto articulado, sino ensamblado y, en este caso, la escritura no avanza, sino que salta. Porque, como pasa con esta crónica, “hay historias que sólo merecen ser contadas desde la promiscuidad, y Titinger y Avilés saben bien que si el texto lo escribía uno solo, que si hacían el intento de separarse, habría sido no un fracaso amarillo y gaseoso sino negro y arrogante soberano” (Villanueva Chang, 2006b).
Se trata de un autor híbrido que expresa lo mejor de los dos y disimula lo peor de los dos, para entonces un par de jóvenes desconocidos como cronistas; es como si ambos, ahora que cada uno con el paso del tiempo ha adquirido una voz propia, hubieran sido superados por un autor fantasma en este experimento periodístico que dato tras dato, testimonio tras testimonio, a favor y en contra de la amarilla andina o de la negra norteamericana, llega a un final propio de una revelación antropológica:
[…] Hemos hecho de Inca Kola una bandera gastronómica en un país donde la identidad entra por la boca. Cosa curiosa: nuestra bandera tiene los colores de Coca-Cola, la forastera. […] Pero hay algo más detrás de esa botella: en el Perú, las familias, los amigos, siguen siendo tribus reunidas alrededor de una mesa. Y en la mesa, la comida. Y con la comida, la amarilla. Un ingrediente de nuestra forma de ser gregarios. Frase para la despedida: en el Perú, Inca Kola te reúne. Afuera, te regresa (Titinger y Avilés, 2012b: 451-452).
Titinger confiesa que antes de publicarse “El imperio de la Inca” él no existía. “Tampoco hoy existo en muchos sentidos” –asegura–, pero dice que antes de publicar el reportaje sobre esa bebida gaseosa, ninguna revista le hubiese aceptado una línea. Y él quería publicar en muchas revistas. Así que la génesis de su carrera –pondera– “tal y como siempre no la imaginé, se la debo a esa gaseosa amarilla, color orina y sabor a chicle, que tanto nos gusta a los peruanos; menos a mí” (2010).
“El imperio de la Inca” representó para los reporteros Avilés y Titinger –y para Villanueva Chang en la labor de editor bajo la figura del asesor que hace tanto énfasis en el proceso de elaboración de la pieza periodística como en la estética de su narrativa– un trabajo contra el tiempo y a tiempo, tras librar esa lucha siempre desigual frente a Cronos –ese dios fabuloso y voraz– que en este caso evidencia de manera sorprendente el carácter que tiene la crónica periodística latinoamericana actual.
En busca del tiempo (y del espacio) perdidos
El 19 de marzo de 1922 en sus “Gotas de Tinta” del periódico El Espectador , Luis Tejada 3destacó que el mejor cronista era quien sabía encontrar siempre algo maravilloso en lo cotidiano, quien podía hacer trascendente lo efímero y lograba poner la mayor cantidad de eternidad en cada minuto que pasara (2008: 279). Aunque “El Príncipe” de los cronistas colombianos vivió apenas veintiséis años, al esgrimir su pluma contra el poder titánico del tiempo, en cada uno de los breves artículos de corte literario y ensayístico que publicó se perpetuaron tanto su nombre como la reflexión cotidiana del mundo que tuvo cerca de sus ojos.
Desde que juntó sus primeras letras como escritor, Tejada se valió para expresarse con un talante propio –acaso por intuición neta– de la crónica; 4una especie antigua, definida “por el don de siempre parecer recién inventada” (Egan, 2008: 152). El caso es que del papel al blog la crónica se muestra como una escritura “capaz de reinventarse en las encrucijadas de cada tiempo” (Falbo, 2007: 14).
“Me gusta la palabra crónica –atestigua hoy el escritor argentino Martín Caparrós–. Me gusta, para empezar, que en la palabra crónica aceche cronos, el tiempo”. Y a renglón seguido señala que siempre que alguien escribe, escribe sobre el tiempo, “pero la crónica (muy en particular) es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive”. Sin embargo, su fracaso, considera, “es una garantía: permite intentarlo una y otra vez, y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez” (2012b: 608).
Los cronistas con estirpe tienen claro que su reto es presentar una imagen de su época y por eso buscan plasmar los acontecimientos y los actores de sus historias sin coartar ninguno de los recursos que la escritura creativa les pueda ofrecer. Y lo hacen –de acuerdo con las sesudas analogías del escritor mexicano Juan Villoro– con “una pasión equivalente a la de los taxidermistas que saben preservar bestias como si estuvieran vivas” (Escobar y Rivera, 2008: 263); además, los cronistas –señala–, “como los grandes intérpretes del jazz, improvisan la eternidad”, puesto que “fijar lo fugitivo” es su tarea (Villoro, 2005: 14).
En la perspectiva de su evidente pretensión de perdurabilidad y a juzgar por su devenir histórico, la crónica –incluida, claro está, en su expresión como periodismo narrativo de tipo reportaje, que es la forma más notable en la que ha reverdecido en su versión latinoamericana– es la gran urna en la que se aloja la memoria de la humanidad que ha sido narrada. Y sigue siendo en su esencia tiempo; tiempo relatado y tiempo que se intenta recobrar. La palabra crónica contiene el tiempo en sus propias sílabas (procede del griego Kronos ). En términos “prustianos”, los cronistas van siempre en busca del tiempo perdido; cual Ícaro que, imprudente, se expone al sol batiendo las alas que lleva soldadas a su cuerpo con la cera de la fugacidad.
El tiempo avanza y aplasta, ayer como hoy, con la pisada de un dinosaurio, mientras cada presente reclama sus testigos, sus investigadores, sus intérpretes y sus cronistas. Además, es importante recordarlo, “porque la historia de la crónica es la historia de la memoria” (Carrión, 2012: 23).
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