La “opción preferencial por los pobres” y la “inserción en la vida de la iglesia particular” como se vino a llamar posteriormente en un tono conciliador y de moderación, contó en su trasfondo con la ayuda de un contenido teórico serio que se conoció como “teología de la liberación” y “educación popular”. De igual manera, como para nadie era evidente y claro si lo que se estaba haciendo era el camino correcto, a la búsqueda sincera por acertar, la acompañó la colaboración y la consulta interpares, entre aquellos que se encontraban comprometidos con la misma línea de trabajo popular. Aparecieron temores que tenían que ver con el miedo de que la acción de los religiosos degenerara en opción política partidista, y hasta marxista y guerrillera. En los documentos la opción era de toda la Congregación, pero en la realidad fue de individuos y de grupos minoritarios. Los estamentos de poder animaron el criticismo exacerbado, el ahogamiento económico, la marginación de personas y grupos, la casi prohibición de comunicación con los jóvenes en formación, al mismo tiempo que la compra de conciencias con dádivas (viajes, estudios, cargos, etc.) para la deserción de los cuadros. Sin embargo, por encima de todo esto, fue como nunca antes una labor de conjunto creativa, de gran sabor evangélico y sin par en la vida religiosa posterior. La opción por los pobres y la inserción fue el punto cumbre de inflexión entre una vida religiosa que murió y otra distinta que nació. Fue refrendada por la persecución y el martirio sufridos del poder político, económico y militar.
El cuarto movimiento fue el de los Caminos de refundación. Como los anteriores no es posible decir cuándo termina uno y cuándo comienza el otro. Se entretejen mutuamente. Lo cierto es que cuando menos se pensaba las familias religiosas estaban hablando, pensando y ejecutando procesos de refundación. Nadie estaba satisfecho con lo logrado hasta ahora en la renovación que el Concilio, ya lejano en el tiempo, había pedido. Una nueva ola de cambios socioculturales, económicos y tecnológicos vinieron a sumarse a los existentes. Una nueva generación vino a tomar el relevo. Había que construir la nueva historia de la vida consagrada en nuevos escenarios. De manera que no era para nada extraño que todo apuntara a un nuevo comienzo a partir de los fundamentos. Curiosamente, este movimiento de refundación fue vivido por las comunidades religiosas a distintas velocidades y con niveles de intensidad diferentes. Mientras unos Distritos lo abrazaban con entusiasmo, otros lo rechazaron totalmente. Mientras unos líderes de la vida religiosa latinoamericana y caribeña lo promovieron y defendieron, otros fueron su freno y obstáculo. Se propagó la idea de que tal vez esa apuesta de querer re-fundar (volver a fundar) los institutos desdibujaba la vida religiosa ¿Qué había ocurrido? Comenzaban a despuntar tímidamente los primeros anuncios de involución, retroceso y parálisis que se van a consolidar con el siguiente movimiento.
Lo más lúcido de la refundación, que aún hoy pervive, fue la misión compartida entre los consagrados y sus colaboradores laicos. Una nueva aproximación teológica con énfasis en lo místico y profético afloró para alcanzar una clara comprensión entre el trabajo colaborativo en la misión dentro de un carisma particular, pero con vocacionalidades y compromisos diferenciados entre seglares y religiosos. Se crearon y perfeccionaron nuevas estructuras de animación de la misión llevadas en conjunto. Se organizaron nuevos procesos de formación para irrigar la espiritualidad propia de cada Congregación. Mas llega algo inesperado, el crecimiento numérico de nuevas vocaciones a la vida consagrada de finales de los años ochenta e inicios de los noventa, se estancó y en la mayoría de las comunidades religiosas disminuyó a cotas verdaderamente alarmantes. Fenómeno extraño todavía no suficientemente explicado culturalmente, aunque desde el punto de vista eclesial se le atribuye al fuerte control romano de la pluralidad, de la visión teológica y de la diversidad pastoral, sumado al aumento del clericalismo y la disminución de la vida carismática en la Iglesia. Se ingresaba ya al nuevo milenio, y si por un lado la vida consagrada había logrado construir un nuevo rostro, totalmente renovado, por otro no lograba atraer a un número suficiente de jóvenes de las nuevas generaciones a ese estilo de vida que seguía siendo de gran necesidad para la Iglesia del presente y del futuro.
El quinto movimiento fue el del Desencanto. Hubo un tiempo en el cual se intercambió espontáneamente un artículo muy interesante que llevaba por título “Los encantos de la vida consagrada”. Pero lo que allí se decía duró poco, dio paso a una creciente apatía y a un progresivo cinismo y desinterés con relación a la autopercepción del talante propio de la vida religiosa. Cundió la desesperanza y una especie de cansancio vino a permear la vida religiosa de América Latina y el Caribe. No son pocos los que han intentado auscultar las causas de tal fenómeno. Ciertas paradojas han contribuido a ello. Si durante varios lustros fue llegando una nueva generación de religiosos surgidos de todos estos años pletóricos de novedades, quienes ingresaron no colmaron las expectativas de ser los continuadores de los procesos de cambio; por el contrario arribó una generación que con su espíritu neoconservador retornó a usos y costumbres ya superados. El entusiasmo que suscitaba el creciente número de vocaciones para la vida religiosa femenina y masculina dio paso a un vertiginoso declive vocacional, que vino a cuestionar como polo a tierra el otrora lema de ser el “continente de la esperanza”. En las distintas familias religiosas muchos de los más comprometidos y proféticos ya no estaban, por múltiples causas se retiraron, ya no envejecerían con nosotros. Esto produjo un gran vacío, desazón y frustración. Partieron. No refrendaron con su perseverancia la palabra empeñada. Lo que antaño contagió y motivó, por ejemplo, el sueño del Reino, el sueño de la liberación de los pobres y excluidos, la experiencia de Dios, las comunidades eclesiales de base, la lectura orante de la Palabra, el trabajar en lugares de misión, populares y con los desheredados de la fortuna, hoy se relativiza, se cuestiona o simplemente se ignora por los religiosos más jóvenes o por quienes ejercen los liderazgos al frente de las comunidades. A todo esto tenemos que agregar el sinnúmero de escándalos afectivos, financieros y de manejo no sano del poder que al hacerse globales a través de los medios de comunicación han minado la credibilidad de la Iglesia, de la vida religiosa y de la confianza de los jóvenes por formar parte de esta.
A lo dicho, para el caso particular de Colombia, hay que añadir que la cultura de la violencia y la cultura del narcotráfico, prolongadas durante décadas, trajeron para la vida religiosa otra paradoja que contribuyó con su cuota al desencanto. Si bien de una parte hubo minorías en todas las congregaciones religiosas que ejercieron una tarea profética, de contracultura misional y de compromiso hasta el heroísmo frente a los actores del conflicto armado, y no se vendieron ni cayeron en las garras de las fieras del narcotráfico, llegando incluso a pagar con su vida, también es cierto que lenta e imperceptiblemente, con grados de connivencia diferenciados, unos más conscientes que otros, se permitió que la violencia y el narcotráfico también tocaran con su ethos la vida religiosa; y sin saber cómo ni cuándo, dañó su tejido colectivo, deterioró sus buenas prácticas, minó la confianza colectiva, afectó a los liderazgos espirituales y produjo una honda crisis espiritual, fragmentando a las generaciones y produciendo una ruptura con lo bueno heredado del pasado, de lo cual todavía no se ha logrado recuperar.
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