Augusto Escobar Mesa - Manuel Mejía Vallejo (1923-1964) - vida y obra como un juego de espejos

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos: краткое содержание, описание и аннотация

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Siguiendo la vida y la obra literaria de Manuel Mejía Vallejo se puede observar a un escritor que se busca a sí mismo a través de sus personajes e historias. En este viaje el lector descubre un autor que subyuga por su curiosidad intelectual, imaginación, afán de libertad y las muchas historias que va tejiendo, a medida que vive la vida como la mejor de las aventuras. Nada le fue ajeno desde que tuvo que abandonar el pequeño pueblo de su infancia para instalarse en la gran ciudad y, desde esta, imaginar el mundo con todas sus fisuras y contradicciones. Su vida y su obra, que se sigue paso a paso en esta primera parte de su biografía, nos revela a uno de los escritores más representativos y singulares de la literatura colombiana del siglo XX.

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El mundo de los habitantes de pueblos y el campo que recrea Mejía a partir de los años cincuenta ya no es el mismo del pasado mediato y menos del lejano, aunque lleven su impronta, porque elementos exógenos irrumpen de modo abrupto hasta cambiar su condición de origen. Cuando comenzó a escribir, el mundo campesino con visos bucólicos —el de su infancia y adolescencia— casi había desaparecido y las ciudades no auguraban nada mejor, todo lo contrario, porque sus suburbios comenzaban a crecer con desmesura, gracias a un éxodo rural incontrolado debido a la violencia partidista y a tanta inequidad social que es otra forma de violencia o peor. Mejía y otros escritores y artistas de su época utilizaron todos los recursos posibles, en especial los de la imaginación, para sobrevivir a su tiempo y dar cuenta de la manera más sincera y crítica de los aprietos en los que vivían en una sociedad que los ignoraba y marginaba. En verdad son pocos los que pueden sortear tales acechos. Mejía fue uno de ellos y quizá el más importante narrador antioqueño de la segunda mitad del siglo XX; de ahí su presencia relevante no solo en la cultura regional, sino también nacional de esa segunda mitad de siglo. Mejía reivindicó y vinculó en su obra cada uno de los momentos de su experiencia personal, acontecimientos sucedidos en los distintos espacios vividos en Antioquia y fuera del país, con una forma cercana a lo natural y coloquial y un acento y tono propios, marcados por una visión profunda y cuestionadora de la condición humana.

Esa postura y la manera de apropiársela le valdrían reconocimientos como el premio «Nadal» en 1963 y luego el «Rómulo Gallegos» en 1989; además de muchos otros premios nacionales e internacionales por varios de sus cuentos. Sin embargo, esa impronta distintiva notable en toda su obra se manifiesta de manera precoz a los veintidós años en La tierra éramos nosotros y luego en otros textos literarios que le siguen; de igual forma ocurre en cada una de sus posiciones en el medio cultural y literario antioqueño y colombiano. Mejía se distinguiría por la coherencia y continuidad de una obra que se mantuvo vigente hasta momentos antes de su derrame cerebral —a mediados de los noventa—, del que no se recuperaría.

En este acercamiento que proponemos a los distintos momentos del transcurso personal y literario de Mejía hasta 1964, buscamos mostrar cómo el escritor pudo penetrar con hondura en el espíritu del hombre colombiano de la segunda mitad del siglo XX. Aunado a lo anterior, esperamos develar el influjo de los demás escritores de su generación y posteriores, y su afán insaciable de indagación por la razón de ser en el mundo de los seres de su vecindario y de los de su imaginación que, en última instancia, no son más que la suma de un sí mismo desdoblado y multiplicado. En síntesis, podríamos apropiarnos de unas palabras del cubano Ambrosio Fornet (1990), al referirse a Tomás Carrasquilla, que corresponden a lo que hace Mejía en su obra literaria, «ir al fondo de la voz» para mostrar «abismos propios y ajenos», «voces que se cruzan, se interceptan, se ahogan entre sí hasta que ya no queda más que un rumor, un zumbido, un blablablá, el comadreo, en suma […] el personaje colectivo […] que adquiere proporciones épicas» (pp. 186, 190, 193). Eso es la obra de Mejía, un mural que recrea la Colombia campechana y pueblerina con sus vicios y virtudes de finales de la primera mitad del siglo XX y también del momento en el que algunas capitales como Medellín comienzan a crecer de manera caótica y sin identidad, aun cuando van en busca de ella.

En un breve balance de los personajes más representativos de la literatura de las artes de Antioquia y de Colombia de la primera mitad del siglo XX 7, entendidos estos como los que lograron romper con lo establecido en su medio, época y sentaron las bases en el medio cultural y literario colombiano —secundados o no—, podemos decir que dicho grupo se inició con Tomás Carrasquilla 8, seguido por algunos de los panida, en cuya cabeza figuraron León de Greiff 9, Ricardo Rendón 10y Fernando González 11. Contemporáneos de los anteriores o posteriores fueron: Efe Gómez 12, Porfirio Barba Jacob 13, Baldomero Sanín Cano 14, Pedro Nel Gómez 15, César Uribe Piedrahita 16, Carlos Correa 17, Débora Arango 18y otros. Estos son, en el decir de Pedro Nel Gómez, «un grupo importante de escritores y de artistas que trabajaban en concierto tratando de darle forma y expresión a su sociedad y al mundo en que vivimos» (Villegas, 1981, p. 41). Se cierra el ciclo con los que a partir de los años cincuenta comienzan a producir también una literatura y arte distintos: Mejía Vallejo, Carlos Castro Saavedra 19, Gonzalo Arango 20, Arturo Echeverri Mejía 21, Rodrigo Arenas Betancur 22, entre otros.

Al analizar el porvenir de estos que se iniciaban en tan excluyentes oficios y decidida vocación, Upegui Benítez (1948) 23sostenía, con un poco de exageración, que

Uno de los escasos lugares de la América Latina donde brota […] una concepción de las propias realidades y un deseo de transformarlas en efectividades artísticas o filosóficas es Antioquia», porque sus artistas «estaban edificando las bases para el descubrimiento de nuestro hemisferio anímico y concretando la obra de imposición antioqueña en el panorama espiritual del mundo.

No pocos de los antes citados lograron vincular la parroquia colombiana al mundo vasto de las artes y las letras allende, porque supieron aprehender y recrear la vida de seres y geografías, las circunstancias y las mentalidades que se daban de tejas para adentro con la óptica, las herramientas formales y la observación atenta de la condición humana, vista de tejas para arriba. Ellos pudieron recrear un mundo particular con aliento universal y sin complejo alguno; mantuvieron una interlocución permanente y de igual a igual con intelectuales y creadores de otras partes, bien sea personalmente o a través de las obras leídas, traducidas, vistas. Mejía, sin dudar mucho, fue la suma de todos estos iluminados del espíritu que le precedieron y fueron sus contemporáneos, y de algunos que figuran en el panteón universal.

De los aprendizajes primeros

Por una circunstancia del azar, Manuel Mejía Vallejo nació el 23 de abril de 1923 en Jericó y no en Jardín, el pueblo de su infancia y parte de su adolescencia que recordará siempre 24. La enfermedad grave de su abuela que vivía en Jericó, y la solicitud de la presencia de la nuera Rosana Vallejo, motivó ese cambio de lugar. A pesar de lo avanzado del embarazo de la madre del escritor y de las dificultades del viaje a caballo por caminos de riesgo, ella emprendió el viaje para solidarizarse con una vida que parecía extinguirse. Según el mismo Mejía,

Mi abuela, con la alegría de ver a mi madre se mejoró [...]; en cambio a mi madre le comenzaron los dolores de parto y no se pudo devolver tal como lo tenía pensado. Y así fue como yo vine a nacer en Jericó —lugar donde también nació su madre—. (Corporación Fomento de la Música, 1997)

Por eso Mejía (1980) contaba a menudo que tenía «dos nacimientos, dos camas primeras, dos casas iniciales y el gozo de tener dos pueblos como cuna: Jericó y Jardín» (p. 65) 25. Con el humor infaltable en él, agrega: «nací al pie de la casa de la Madre Laura, la única santa que ha tenido Colombia. Es que los santos nos encontramos, así sea en la tierra» 26(Corporación, 1997, p. 4). En un texto inédito dedicado a un campesino y arriero, «A Jesús Arenas, amigo mío», Mejía describe con varias pinceladas esos dos pueblos de las montañas antioqueñas tan cercanos a su corazón:

Por lo menos en este aspecto soy hombre afortunado: en lugar de uno, tengo dos pueblos, Jericó y Jardín. A mi manera —o a la de mis padres— nací en ambos, hechura de esa misma esencia de cercanías entrañables. Me fabricaron en Jardín, pero la abuela se estaba despidiendo de esta cosa de la vida, y por estar junto a sus últimas respiraciones viajé en mi madre, el vehículo más amoroso que un hombre puede tener. Así nací en Jericó, dentro de una casona diagonal a esa casa donde nació La Madre Laura, asunto que me comprueba cómo los santos nos buscamos para hacer milagros imposibles. Jericó me gusta, y de allá arrancaron los abuelos, mis hermanos mayores y quien supo ser mi primera novia, la de los descubrimientos iniciales de la sangre. El viaje a este pueblo representó en cierto modo un viaje de regreso. Como cuando voy a Jardín, «Siempre volvemos al lugar de nuestros afectos», decía Maïakovski, por eso el amor no se dispersa, sino que se multiplica: no dividamos por dos que, en mi caso, daría cero: multipliquemos y nos da todo lo importante en la vida de alguien que se atrevió a nacer, y tuvo más de un sitio para hacerlo. (Arch.)*

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