1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 Cogí el sobre. Tenía mi nombre escrito en la parte delantera, con letra cuidada y pulcra. No era la letra de papá. Papá hacía garabatos. Miré mi nombre.
—¿Qué es esto?
—Es una carta de tu madre.
—¿Una carta de mi madre?
—Te la escribió justo antes de morir. Dijo que quería que te la entregara cuando me pareciera el momento oportuno. —Tenía aquella expresión que indicaba «creo que me fumaré un cigarrillo». A veces fumaba. No mucho. Guardaba los cigarrillos en la nevera para que no se pusieran rancios—. Creo que este es el momento oportuno.
Me quedé mirando la letra de mi madre. No dije nada.
Papá sacó los cigarrillos de la nevera, cogió uno y encendió el mechero.
—Fumemos un cigarrillo —dijo.
Aquello no significaba en absoluto que fuera a dejarme fumar. Solo era una invitación para que me sentara en las escaleras traseras con él.
Maggie nos siguió afuera. Era como yo: no le gustaba que la excluyeran. Observé a papá encender el cigarrillo.
—Puedes leerla cuando sientas ganas. Ahora depende de ti, Salvi.
Estando allí sentados, se inclinó hacia mí y me dio un empujoncito con el hombro.
—Esto me está asustando —respondí—. ¿No crees que una carta de tu madre muerta asustaría a cualquiera?
—Bueno, tu madre… —Hizo una pausa—. No la escribió para asustarte.
—Lo sé —dije.
—No tienes que leerla ahora mismo.
—Entonces, ¿por qué me la das ahora?
—¿Crees que debía esperar hasta que estuvieras en la universidad? ¿Hasta que cumplieras treinta años? ¿Cuál es el momento ideal para hacer algo? ¿Quién lo sabe? Vivir es un arte, no una ciencia. Además, le prometí a tu madre que te la daría.
—Hiciste bastantes promesas, ¿no?
—Así es, Salvi.
—Y las has cumplido, ¿verdad?
—Cada una de ellas. —Le dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo por la nariz.
—¿Fueron difíciles de cumplir?
—Algunas sí.
—¿Te apetece contarme cuáles fueron?
—Otro día.
No era precisamente la respuesta que esperaba. Miré a papá. Tenía una sonrisa amplia.
—Bueno, sí hubo una promesa que fue fácil de cumplir.
—¿Cuál?
—Le prometí que te querría. Le prometí que te mantendría a salvo. Esa fue la fácil.
—A veces te doy muchos problemas.
—No —dijo—. Jamás me has dado problemas. Jamás.
—Bueno, casi le rompo la nariz a Enrique Infante. Y está el asunto de la piedra que tiré y rompió la ventana de la señora Castro. Y también, aquella etapa en la que me encantaba matar lagartijas. —De ningún modo iba a contarle que rompí la ventana de la señora Castro a propósito.
Papá se rió.
—Sí, lo de matar lagartijas… Eras solo un niño.
—Pero me gustaba matarlas. ¿Te acuerdas de cuando me pillaste y organizamos un pequeño funeral para la pobre lagartija muerta?
—Sí.
—Era tu forma de decirme que dejara de hacerlo.
Papá se volvió a reír.
—No eres perfecto, Salvi, pero eres tan honesto que en ocasiones me pregunto de dónde has salido. Fíjate en tu amiga, Sam. Ella sí da problemas. —Se rió, pero no fue una carcajada fuerte. Era una broma. Quería a Sam—. Oye —siguió diciendo—, como te he dicho, vivir es un arte, no una ciencia. Fíjate en tu Mima, por ejemplo. Ella es la verdadera artista de la familia. —Levantó la vista al cielo—. Si vivir es un arte, tu Mima es Picasso.
Me encantó la expresión de su rostro cuando lo dijo. Me pregunté si Mima sabía lo mucho que la quería. No sabía nada acerca del amor entre madres e hijos, y jamás lo sabría.
Papá apagó el cigarrillo.
—La cuestión con la carta es que tenía que decidir cuándo dártela. Es posible que no sea el mejor momento. Solo tú lo puedes saber. Léela cuando estés listo.
—¿Y si no lo estoy nunca? —Me lanzó una mirada, se inclinó hacia mí y me volvió a dar un empujoncito con el hombro.
Nos quedamos allí sentados un buen rato, sintiendo la brisa de septiembre y el sol de la mañana en el rostro. Quería quedarme allí para siempre, solo Maggie , papá y yo. Un perro, un padre y un hijo. Pensé que en realidad no quería crecer. Pero no había otra opción.
Papá tenía una cita pegada en una pared, junto a unos dibujos: «Quiero vivir en la quietud de la luz matinal». Me encantaba, pero estaba empezando a entender que el tiempo no iba a pararse por mí. Había fotos que demostraban que las cosas habían cambiado. Tuve siete años una vez, y no siempre tendría diecisiete. No tenía ni idea de cómo sería mi vida. No quería pensar en la carta. Tal vez hubiera algo en ella que cambiaría las cosas de un modo que no deseaba.
No sé por qué me dejó una carta.
Mamá estaba muerta.
Ni siquiera recuerdo haberla querido. Y la carta no iba a devolverla a la vida.
Estaba a punto de dejar la carta en el último cajón, donde guardaba los calcetines, pero pensé que no era lugar para ponerla a buen recaudo, porque todos los días me ponía calcetines y, cada vez que abriera el cajón, vería la carta. Así que caminé de un lado a otro de la habitación intentando pensar en el lugar perfecto para guardarla. Maggie estaba tumbada sobre mi cama, mirándome. A veces me daba la sensación de que la perra me tomaba por loco. Por fin metí la carta en la caja donde guardaba todas mis fotografías. No sacaba aquella caja muy a menudo. Era el lugar perfecto.
Le escribí a Sam:
Yo:PDD: miedo
Sam:Miedo?
Yo:Sí
Sam:Explícate
Yo:Es una palabra que da miedo. Ja, ja, ja
Sam:Qué gracioso. Tienes miedo?
Yo:No he dicho eso
Sam:Dilo
Yo:Alguna vez has tenido miedo de algo?
Sam:Por supuesto. Y tú?
Yo:Sí
Sam:Cuéntamelo
Yo:Solo pensaba en voz alta
Sam:Te lo acabaré sonsacando
Mensaje de Sam:
Sam:Qué pasa?
Respondo el mensaje:
Yo:Me he dado una ducha rápida. Sin planes. Y tú?
Sam:Hacemos algo?
Yo:OK
Sam:Tienes huevos?
Yo:Sí
Sam:Beicon
Yo:Sí
Sam:
PDD: desayuno
Yo:Nos vemos en 5 min
Sam… Esa chica vivía con hambre. Su madre jamás tenía comida en casa. Y no era porque fueran pobres. No eran ricas, pero no necesitaban precisamente recurrir a vales de supermercado. A la madre de Sam le iba más la comida rápida para llevar. Papá y yo casi nunca comprábamos comida para llevar. A veces pedíamos pizza ; a veces, comida tailandesa. Si no, cocinábamos. Me gustaba.
Cuando me crucé con papá de camino a la puerta de entrada, estaba hablando por teléfono.
—¿Con quién hablas? —pregunté.
Por algún motivo, siempre quería saber con quién estaba hablando por teléfono. No era asunto mío, pero tenía el (mal) hábito de preguntarle.
—Con Mima —susurró.
Negó con la cabeza y siguió hablando.
Creo que a veces era un incordio para mi padre. Funcionaba en ambos sentidos. A veces él también era un incordio para mí. Por ejemplo, el hecho de que no me comprara un coche, aunque tuviéramos dinero; eso me molestaba de verdad. Y por más que sacara el tema, lo derribaba igual que a un pato durante una cacería. «Pero tenemos dinero suficiente», le decía yo. Y él: «No, yo tengo dinero suficiente. En cambio, tú ni siquiera puedes pagarte el móvil». Me miraba con su sonrisa mordaz, y yo le devolvía la misma sonrisa.
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