Si la palabra cinismo no existiera, Sam la habría inventado, e iría enseñándosela a todo el mundo. Pero a mí no me engañaba: en el fondo era muy dulce. Mucho. Aunque tenía sus malos momentos. La conocía desde el parvulario. Al final del día, lloraba cuando me despedía de ella. Desde entonces, siempre había escuchado lo que opinaba Sam, incluso cuando sabía que no tenía razón. Sam era una persona emocionalmente confundida y confusa. Esto tenía que ver con la dinámica de su familia. Sí, claro, ¿qué demonios sabía yo? Una vez se enfadó de verdad conmigo. Le dije que tenía que calmarse, y me dijo que era un «anoréxico afectivo». No creo que lo dijera como un cumplido. A veces me preguntaba por qué la había elegido como mejor amiga.
Mima decía que Dios me regaló a Sam.
Era algo bonito. Y también decía que yo era un regalo de Dios para ella, y para mi padre.
Supongo que Dios acostumbraba a regalar cosas, pero también a quitarlas. Primera prueba: se llevó a mi madre. Aunque, si no se hubiera llevado a mi madre, no tendría a mi padre. Y no tendría a Mima.
La primera semana caótica de instituto había terminado. Y con solo dos peleas. ¡Hagamos de este año el mejor de todos!
Estaba sentado en el taller de papá: por un lado, observándolo pintar; y, por otro, echándole un vistazo a la lista de universidades a las que enviaría mis solicitudes de ingreso. Todo el verano había girado en torno a las solicitudes para la universidad: formularios de ayuda financiera, formularios para esto y para lo otro, búsquedas en internet, envío de correos electrónicos a los orientadores de admisión, programas y planes de estudio, y así sucesivamente. Sam estaba completamente entregada a la tarea.
Un día vino a casa y se ensañó realmente con su madre.
—Esa bruja me ha frenado el trámite de inscripción. Dice que las universidades a las que he enviado la solicitud están fuera de mis posibilidades, y que de dónde narices creo que va a sacar el dinero para pagar todo eso. Y que quién narices me creo que soy. La odio. La odio, en serio. Me ha dicho que iré a la Universidad de Texas, y que no hay más que hablar. La odio.
No era la primera vez que oía que la odiaba.
Por mi parte, en casa intentaba guardar la mayor discreción posible respecto al proceso. No quería mudarme. Estaba pensando que podía tomarme un año de descanso y quedarme en casa, sin más. Como si eso pudiera ocurrir.
Así que finalmente hice mi lista. Lo único que me faltaba era conseguir mis cartas de recomendación y escribir un maldito texto explicando por qué debían aceptarme. Tenía tiempo. Puse la lista sobre el escritorio de mi padre.
1. Universidad de Texas
2. Universidad de California, en Los Ángeles
3. Columbia
4. Universidad de Chicago
5. Universidad de Nueva York
6. Universidad de Nuevo México
7. Universidad de Arizona
8. Universidad de Colorado
9. Universidad de Washington
10. Universidad de Montana
El futuro. Todo en una sola lista. El cambio. Mierda. Miré a papá, absorto en su trabajo. Me gustaba verlo pintar: el modo en que sujetaba el pincel, cómo su cuerpo entero parecía cobrar vida, cómo conseguía que pintar pareciera tan fácil.
—La lista final está sobre tu escritorio —anuncié.
—Ya era hora —dijo.
—Puedes dejar de fastidiarme.
—Yo no te fastidio —afirmó.
Sabía que estaba sonriendo. Él sabía que yo también estaba sonriendo. Continuó trabajando como si nada. Y luego me preguntó algo que jamás me había preguntado:
—¿Alguna vez piensas en tu verdadero padre, Salvi?
No dejó de pintar, y no pude ver su rostro.
Sentado en su viejo sillón de cuero, le dije:
—Tú eres mi verdadero padre… Y sí, siempre pienso en ti.
La luz de la habitación hacía que su cabello canoso brillara como una llamarada. Dejó de pintar por un momento e intenté descifrar la expresión de su rostro. Sabía que lo que acababa de decir lo hacía feliz. Luego continuó pintando en silencio, como si nada. Lo dejé en paz. A veces hay que dejar que las personas tengan su espacio, incluso cuando estás en la misma habitación que ellas. Fue papá quien me lo enseñó. Fue él quien me enseñó casi todo lo que sé.
No recordaba ni un momento en que papá no hubiera estado conmigo. Y había un motivo para ello: siempre lo había estado. Estuvo allí cuando nací. Estuvo con mi madre en el hospital; fue su coach . Fue testigo de mi llegada al mundo. Esa es la palabra que usa. Dice: «Yo estuve allí para ser testigo de aquel hermoso suceso».
Así que estuvo allí desde el principio.
La cuestión es esta: era cierto que a veces sí pensaba en mi padre biológico, especialmente, por algún motivo, en los últimos tiempos. Y me sentía como un traidor. En ese momento, le había mentido a papá. Supongo que fue una mentira a medias. Llamémosla, mejor, una media verdad. Si algo era una mentira a medias, era una mentira y punto.
A Mima le caía muy bien Sam, y a Sam le caía muy bien Mima.
Cuando éramos pequeños, en ocasiones Mima se quedaba el fin de semana para cuidarnos si papá tenía alguna exposición fuera de la ciudad. Era fantástica con Sam. Me encantaba observarlas.
Estaba hablando por teléfono con Mima. Mis llamadas la hacían sentir bien. A mí también me hacían sentir bien. ¿De qué hablábamos? De cualquier cosa. No importaba. Me preguntó por Sam.
—Le gustan los zapatos —comenté.
—Es una chica —respondió Mima—. Algunas chicas son así, pero es buena chica.
—Sí —dije—, pero le gustan los chicos malos, Mima.
—Bueno, tu Abu era un chico malo cuando era joven.
—¿Y te casaste con él de todos modos?
—Sí, era guapo. Yo sabía que era un buen hombre, aunque muchos no lo creyeran. Yo sabía lo que había visto en él. Terminó sentando la cabeza.
Los recuerdos que yo tenía de mi abuelo no incluían la expresión «sentar la cabeza».
—Es que a veces Sam me preocupa —dije.
—Si te preocupa tanto, ¿por qué no eres tú su novio?
—No tenemos ese tipo de relación, Mima. Es mi mejor amiga.
—¿Acaso tu mejor amigo no debería ser un chico?
—En realidad, Mima —dije—, no creo que importe que tu mejor amigo sea un chico o una chica, mientras tengas un mejor amigo. Y, de todos modos, las chicas son más amables que los chicos.
No sé por qué, habría jurado que Mima estaba sonriendo.
Sábado. Me encantan los sábados.
Papá entró en la cocina y se sirvió una taza de café. No miró el periódico, lo cual resultaba extraño. Papá es un animal de costumbres. Tiene sus rituales diarios: el café y el periódico de la mañana. No leía periódicos online, era de la vieja escuela. Llevaba unas Converse de caña alta. Llevaba unos Levi’s 501 o pantalones caqui con dobladillo y pliegues. Y corbatas estrechas. Siempre. De la vieja escuela. Los domingos leía el New York Times ; aquella era, definitivamente, una de sus costumbres. Pero hoy papá ni siquiera había hojeado el periódico. Acariciaba a Maggie , pero no parecía estar en la habitación. Tenía una expresión muy seria en el rostro. Seria, pero no en el mal sentido.
Finalmente, hizo un gesto con la cabeza. Yo sabía que había mantenido una conversación consigo mismo y que había zanjado algún tipo de cuestión. Se levantó de la mesa, abandonando su café. Maggie lo siguió. Unos minutos después, papá apareció de nuevo en la habitación con la perra. Llevaba un sobre en la mano.
—Toma —dijo—. Creo que es hora de darte esto.
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