Benjamin Alire Sáinz - La inexplicable lógica de mi vida

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Sáenz explora las relaciones de un estudiante de bachillerato a punto de graduarse, en una historia de aprendizaje y crecimiento llena de calidez y compasión. Ha llegado el otoño y, con él, el último año de instituto. Según su inseparable Sam, para Salvador y ella empieza la vida. La universidad y la madurez son promesas a punto de cumplirse. Salvador sabe que todo va a cambiar, pero no sospecha hasta qué punto. Ya el primer día de clase se descubre pegando a un chico que ha insultado a su padre. Jamás había sentido esa violencia. ¿Habrán aflorado los genes del desconocido padre biológico? A golpe de desilusiones, conflictos y pérdidas, el mundo de Salvador y sus amigos se transforma vertiginosamente. Él desea reconstruirlo, en busca de una nueva lógica que explique su vida. En el camino dejará mucho atrás, pero también ganará. Aprenderá a identificar y vencer los miedos, y dará con una reconfortante certeza: el amor incondicional existe.

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—Me gustan sus tatuajes.

—¿Por qué te gustan tanto los chicos malos?

—Son atractivos.

—Siempre que te guste el estilo salvaje. Me refiero a que suele gustarte una estética determinada. — Estética era una palabra de Sal. Y luego le sonreí—. Además, yo soy atractivo… y no sales conmigo.

Ella también sonrió.

—Sí, la verdad es que eres atractivo. No muy modesto…, pero sí atractivo. Pero no tienes tatuajes, y no tienes lo que se necesita para servir como novio. Sí tienes lo necesario para ser un buen amigo.

Eso me alegraba. Me gustaba nuestra amistad tal como era. Para mí funcionaba. Nos funcionaba a los dos. Pero ¿los tipos con los que ella salía? Más valía perderlos que encontrarlos. A todos. Eran horribles.

—Oye, Sammy —dije—, esos tíos siempre acaban haciéndote daño. Y tú acabas llorando, triste, deprimida, de mal humor y todo eso, y yo acabo consolándote.

—Bueno, como no tienes una vida, tienes que sacar tu dosis de emoción de algún lado.

Volví a entornar los ojos.

—La emoción no es lo mío.

—Sí lo es, Sally. Si la emoción no fuera lo tuyo, no serías mi mejor amigo.

—Cierto.

Quería a Sammy.

Realmente la quería. Y quería contarle lo del tipo al que había pegado por haberme llamado «puto gringo». Quería contarle que tenía una furia dentro que no lograba entender. Siempre había sido un chico paciente, y de pronto había empezado a pensar que estaba rodeado de idiotas. Mi compañero de clase de lengua me pasó una nota pidiéndome el teléfono de Sam. Se la devolví: «No soy su proxeneta, y debería darte una paliza». Y decían que era relajado y tranquilo.

Pero la imagen que Sam tenía de mí era la de un chico bueno, y estaba enamorada de esa imagen. Estaba enamorada del Sally sencillo, sensato, sin complicaciones. Y no sabía cómo decirle que yo no era todas esas cosas bonitas que pensaba de mí. Que las cosas estaban cambiando y que podía sentirlo, pero no expresarlo con palabras.

Me sentía un impostor.

Pero ¿y si encontraba las palabras? Entonces, ¿qué? ¿Qué haría si dejaba de quererme?

PDD: quizá

Papá y yo estábamos frente a la mesa de la cocina. Él preparaba espaguetis con albóndigas para cenar. Lo observaba mientras formaba las bolitas de carne. Tenía las manos grandes y ásperas. Supongo que era porque siempre estaba montando bastidores, tensando lienzos, pintando. Pintando, pintando y pintando. Me gustaban sus manos.

Escuchábamos a los Rolling Stones. Me gustaba su música, pero era la suya, no la mía.

—Papá —dije—. ¿Por qué no escuchamos otra cosa?

—¿Tienes algún problema con mi música?

—Has de renovarte.

—Hum. No estoy seguro de que quiera hacerlo.

Sonreí. Él sonrió.

—Cada generación cree que es el barco más moderno que ha navegado por el río.

—No es cierto.

—Sí lo es. Cada generación cree que reinventará el mundo. Tengo novedades: el mundo existe desde hace millones de años.

—Pero cambia continuamente. Además, ¿qué tiene de malo creer que puedes mejorar el mundo? Solo un poco.

—Nada. Cuando yo estaba en la universidad, estar a la vanguardia tecnológica era tener una máquina de escribir eléctrica.

Me reí.

—Jamás hubiera podido imaginar lo rápido que cambiarían las cosas.

—¿En qué sentido?

—Los móviles, los ordenadores, las redes sociales, las actitudes…

—¿Qué actitudes?

—El tema de los gays, por ejemplo.

Papá casi nunca hablaba de los gays, solo cuando era necesario.

—¿Sabes? Cuando yo era pequeño, era tan difícil… Realmente difícil. Y ahora ha cambiado. Mucha gente joven no cree que ser gay sea nada especial.

—Es cierto —dije—. Ahora tenemos matrimonios gays y todo eso. —Entonces lo miré a los ojos—. Papá, ¿alguna vez te casarás?

Se encogió de hombros.

—Claro que para eso deberías tener un novio.

Me arrojó una albóndiga, que rebotó con un golpe seco sobre la mesa.

—¿Acaso me vas a regañar? —Vi cómo en su rostro aparecía una mirada triste y serena.

—Tú sabes que, para sobrevivir, siempre vamos a depender de la buena voluntad de los heterosexuales como tú. Y esa es la maldita verdad.

Odiaba aquella situación. Veía el sentimiento de injusticia en sus ojos. Quería decirle que todas las cosas terribles que habían sucedido en épocas anteriores se habían acabado. Y la nueva época, aquella en la que vivíamos ahora, aquella que estábamos creando, sería mejor. Pero no se lo dije, porque no estaba seguro de que fuera cierto.

En realidad, no me gustaban los cambios, pero acababa de soltarle un sermón a papá sobre ello. Quizá los cambios fueran algo bueno. Como lo del matrimonio gay, la igualdad de género y todo eso. Pero no estaba seguro de que me gustaran todos los cambios. Me refiero a los que me sucedían a mí. Quizá tuviera miedo de la persona en la que me estaba convirtiendo. Mima decía que nos convertimos en quienes queremos ser, y aquello significaba que lo podíamos controlar. Me gustaba el control. Aunque quizá controlar la realidad fuera solo una ilusión. Y quizá haya tenido siempre una idea equivocada sobre quién era yo en realidad.

Decidí enviarle un mensaje a Sam y decirle que la palabra del día era quizá .

Reglas no escritas

—¿Le has contado a Sam lo de la carta de tu madre?

—No.

—Creía que se lo contabas todo.

—Nadie se lo cuenta todo a todo el mundo.

Papá asintió.

—Lo tendré en cuenta.

—Tú no me lo cuentas todo.

—Por supuesto que no. Te cuento lo que considero importante. Y tu carta…, yo diría que es bastante importante.

—Pues supongo que sí, pero Sam no haría más que presionarme para que la lea. No quiero que tome la decisión por mí. Seguramente, diría algo tipo: «Bueno, vamos, déjame leerla», y luego comenzaríamos a discutir. No dejaría de atormentarme hasta que la leyera. Sam es muy insistente, y tiene la habilidad de empujarme a hacer cosas que no quiero hacer.

—¿Como qué?

—Da igual, papá.

—No, no. Ahora ya has empezado. Tienes que darme un ejemplo. —Aquella era una de las reglas no escritas: no podías sacar un tema sin terminarlo. Aunque no siempre cumpliéramos nuestras propias reglas.

—Está bien —dije—. Sam me enseñó a besar.

—¿Qué?

—No puedes enfadarte.

—No estoy enfadado.

—Ese «¿qué?» sonaba a enfado.

—Ese «¿qué?» sonaba a sorpresa. Creía que tú y Sam solo erais amigos.

—Y lo somos. Mejores amigos. Oye, papá, estábamos en séptimo y…

—¿En séptimo?

—¿Quieres oír la historia o no?

—No estoy seguro.

—Demasiado tarde.

Sacudió la cabeza, pero se estaba riendo.

—Soy todo oídos.

—Había una chica que me encantaba, se llamaba Erika. A veces nos cogíamos de la mano, y yo quería besarla. Se lo conté a Sam, y ella dijo que me enseñaría. Le dije que no me parecía muy buena idea, pero me convenció. En realidad, me presionó de una manera terrible. Pero al final no fue nada del otro mundo.

—Así que te enseñó a besar.

Me reí.

—Fue una buena maestra.

Papá también se rió. Me volvió a mirar y sacudió la cabeza de nuevo; no estaba disgustado.

—Tú y Sam. Tú y Sam. —Luego sonrió—. ¿Llegaste a besar a la chica en cuestión, Erika?

—No soy de los que van contándolo todo por ahí —dije sonriendo.

Papá solo se rió. Me refiero a que se rió de verdad.

—Harías lo que fuera por Sam, ¿verdad?

—Prácticamente sí.

Asintió.

—Admiro tu lealtad, pero a veces me preocupa.

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