Desde tiempos primigenios, el ser humano ha intentado hacer corresponder dos clases de ritmo: el ritmo propio con el del universo, el del microcosmos con el del macrocosmos. De sus propios gestos y actitudes, la humanidad sacó los otros elementos con significado ético que componen la danza: amor, odio; afirmación, negación, etc. Estos forman parte esencial de danzas elementales de reverencia al ser supremo, siempre unidas a la música:
La danza es una de las manifestaciones de la vida humana que mejor refleja el sentimiento religioso, los perfiles de la vida social, las expresiones más tranquilas e inocentes y el desenfreno y relajación de costumbres públicas y privadas. Ha patentizado siempre los grupos de refinamiento social de un pueblo y ha sido una expresión eterna de la cultura y tendencia ética de cada una de las razas […] Al participar la danza de la vida de la humanidad desde sus orígenes, nace del hombre para el hombre, en él germina y en él progresa. (Medina, en Ospina 1987, 9)
Mirar con más detalle la práctica danzaria dentro del ámbito terapéutico y educativo me permitió valorarla no solo como expresión artística, sino también como una expresión humana con dimensiones y posibilidades complejas:
La danza puede definirse como la expresión espontánea de los músculos bajo la influencia de alguna emoción intensa, como la alegría social o la exaltación religiosa. También puede definirse como combinaciones de movimientos armoniosos realizados solo por el placer que ese ejercicio proporciona al danzante o a quien le contempla. Se trata de movimientos cuidadosamente ensayados que el danzante pretende representen las acciones y pasiones de otras personas. En su sentido más elevado, parece ser para el gesto prosa lo que el canto para la exclamación instintiva de los sentimientos. (Smith y Filson, en Leese y Packer, 1991, 15-16)
He observado que la práctica danzaria en general y la práctica de la danza folclórica en particular, bien sea en ámbitos cotidianos, terapéuticos o formativos, se puede poner al servicio de la transformación existencial, o cuando menos experiencial, de seres humanos violentados, abandonados o segregados de la dinámica social. Danzar con niños y jóvenes víctimas de la violencia y el abandono, indigentes callejeros y pacientes de entornos psicoterapéuticos ha afianzado en mí la inquietud por el potencial transformador de la experiencia danzaria a partir de la mutación perceptiva generada por entornos y prácticas mediadas.
LA TENSIÓN ENTRE LAS PRÁCTICAS ACADÉMICAS DEL ARTE DANZARIO Y LA PRÁCTICA VIVA DE LA DANZA
El folclore y la creación danzaria fueron la materia prima de mi quehacer como bailarina en salones de ensayo y escenarios. Ambos constituían el elemento formativo desde el cual se me interrogaba en mi tarea pedagógica, dado que en aquel momento se hacía relevante para muchos de los estudiantes de la danza folclórica dominar un número elevado de coreografías aprobadas por directores de grupos famosos y que dieran cuenta de la “verdadera” tradición de los pueblos que habitaban el país. Esta tradición se diferenciaba de las recreaciones folclóricas hechas para los modernos escenarios, que causaban resistencias entre los cultores de las formas ancestrales que portaban el sentido original. Busqué de muchas formas dar respuesta a estos requerimientos, lo que me condujo a diversos lugares de mi país. Poco a poco fui encontrando la gran multiplicidad de versiones, recreaciones y nuevas danzas que se generaban en medio de fiestas, carnavales, concursos y reinados que convivían con prácticas no coreografiadas y vivas en la cotidianidad de los pueblos. En este contexto, el debate por la-verdadera-danza-folclórica estaba a la orden del día: giraba en torno a los contenidos que debían enseñarse y a las experiencias que debían conducir al aprendizaje de los “verdaderos” movimientos y coreografías de la tradición danzaria de nuestros pueblos, bajo el supuesto de que había una sola forma-verdadera en ellos que portaba el sentido original de sus contenidos.
Me preguntaba entonces qué ocurría con las variaciones de “lo vivo” en la cultura y su movilidad en el tiempo y en el espacio, si los estudiantes deberían tan solo repetir coreografías o si acaso no les concernía también interrogarse acerca de la problemática de la práctica danzaria. Particularmente, inquiría por la diferencia entre la danza del folclore de los escenarios y la tradición danzada viva en la cotidianidad de nuestros pueblos o por la formación y entrenamiento para la interpretación de una danza tan variada en símbolos, contenidos, orígenes y devenires como es la de Colombia. Me resonaba el cuestionamiento por la diferencia que había entre los artistas bailarines y los bailadores de la tradición y entre la práctica viva de la danza, la práctica folclórica y las obras creadas como arte escénico. De igual manera, me asombraba que “la obra” o el concurso fuesen los únicos lugares de legitimación de los hacedores de danza tradicional y, con cada nueva visita a los festivales, me preguntaba si acaso el sentido existencial del performance de la tradición realmente se mantenía en la cuestionada competencia de los concursos.
El devenir por los caminos de formación de profesionales de la danza en las universidades portaba de suyo otros interrogantes que poco a poco condujeron a nuevas búsquedas. 3Frente a todo esto, me cuestionaba, en suma, dónde quedaba el “sentido original”, primigenio, del encuentro creativo y el compartir en comunidad que soportaba la transmisión de conocimientos ancestrales y daba forma identitaria a las personas e intercambios humanos, y cómo generar estas vivencias y estas formas corpo-orales en los procesos de aprendizaje de la tradición danzada en la academia.
En los muchos caminos emprendidos intentando dar solución a tal variedad de interrogantes, entendí que la experiencia danzaria de la academia obedecía a otras lógicas e intenciones formativas distintas de aquellas que se dan en la tradición viva de los pueblos y que cada una tiene su propia forma-sujeto moldeada en la grafía de su performance. Su práctica causa y moldea la percepción de sí mismo bajo premisas diferentes, e incluso puede empoderar a sus practicantes hasta convertirlos en agentes de su propia resistencia y transformación subjetiva.
LA RESOLUCIÓN DE LA TENSIÓN: EL POTENCIAL FORMADOR Y TRANSFORMADOR DE LA EXPERIENCIA DANZARIA EN LA CONFIGURACIÓN DE SUJETOS
Mi comprensión sobre el entorno experiencial y su potencial transformador de los sujetos me condujo a interrogar de nuevo el ámbito educativo de la danza y la condición vivencial que se requeriría para formar artistas. La reflexión acerca del Arte Danzario y los matices de su práctica motivó la búsqueda investigativa de un currículo de danza pertinente para nuestro contexto, la que a su vez condujo a la consolidación de una nueva carrera profesional para el país que tiene como horizonte formar artistas a partir de un trabajo sobre sí, lo cual implica no solo la transformación física para la ejecución virtuosa del movimiento, sino, ante todo, la generación de espacios de transformación de la propia percepción desde y hacia el desarrollo de la posibilidad crítica y creativa. El cotidiano interrogante en este espacio es acerca de la experiencia transformadora de sí mismo que puede generarse a partir del encuentro formativo consolidado en las cambiantes vivencias educativas que buscan hacer artistas contemporáneos de la danza.
La constante en mi búsqueda y práctica profesional como bailarina, psicóloga y docente ha sido entonces tratar de subvertir el potencial formador y transformador de la experiencia danzaria en la configuración de seres humanos, bien fuese, en un primer momento, pensada desde la transformación perceptiva de sí mismo en términos de autoimagen y autoestima o, en un segundo momento, como la experiencia mediada que pretende dar forma a los sujetos en los procesos académicos. Observar y vivenciar el performance de la danza viva en el cotidiano de los pueblos y el performance de los extracotidianos folclorismos escénicos me permitió contrastar estas prácticas como ámbitos experienciales distintos, cuya intención estructuradora es diferente e incluso opuesta en la generación de tipos de subjetividades. Asimismo, mi práctica en la formación de los artistas danzarios y la observación del performance escénico de lo folclórico vuelto arte en los escenarios contemporáneos me resultan experienciaciones diferentes de las anteriores y, por lo tanto, con efectos igualmente contrastantes en la forma-sujeto que promueven.
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