Y es que este estudio muestra fehacientemente la fortaleza de la danza. En ella, los cuerpos son cartografías sensibles que se ven precisados a dialogar estéticamente con el ritmo, el canto, el tambor, la percusión, la galantería, a través de lo cual manifiesta el frenesí y la voluptuosidad, aunado al acto creativo del canto y de la rima engarzada en la memoria y en los contextos sociales y comunitarios. Además, se aprecia la constitución y el trasegar de cartografías dancísticas que, de manera vital, ha recorrido nuestra autora, desde las andanzas andinas, llegando a la cumbia, al porro, a los ritmos carnavalescos y, por supuesto, al bullerengue, anclaje existencial de su sentido de vida compartido con otros danzantes, con otras cantaoras, con muchos percusionistas y tamboreros. Y estos ires y venires lúdicos y dancísticos han permitido ir develando el mapa diferencial, pero algunas veces conectado, de las estéticas corpóreas locales y regionales.
Los mapas de las danzas y, en particular, del ritmo del bullerengue, terminan por hacer visible una matriz de tantas, que a muchos les causa sospecha, a otros los llega a sorprender y a ejecutantes o practicantes les reafirma una identidad ávida de reconocimiento y legitimidad. Nos referimos al hecho de que el bullerengue es una danza de origen africano, de sello bantú, que en el discurrir de su historia cultural se asocia o traba estéticas con el ritual fúnebre de lumbalú, con las danzas que evocan a Yemayá, “la madre de los siete orishas”, al decir de la autora.
Al reconocer y advertir que esta danza de matriz africana termina por confeccionarse en el ancho mundo del caribe con pautas indígenas, hispánicas y, para algunos, hasta islámicas, la autora señala que el bullerengue es el proceso que ha creado una danza que, en su trasfondo vital, ha operado una catarsis individual y colectiva que enlaza dramas y tragedias presentes en la esclavitud y en las violencias endémicas del siglo pasado y de lo que va corrido de este. Danza y catarsis develan la fortaleza de las comunidades, expresión de su creatividad y vitalidad necesarias para trascender esas violencias, pero también el abandono, la pobreza, el destierro y unas élites que, junto al Estado, agencian una cultura de la impunidad. Al inicio de su obra hay un instante en que la maestra de danza, con la experiencia vital que le asiste y con contundencia, establece la configuración de esa red vital que se estructura en la danza catártica:
[...] canto danzado que resuena y unifica el tejido de los vibrantes cuerpos danzantes. Al iniciar cada fiesta surge poderosa la voz de las cantaoras convocando al encuentro, voces milenarias cargadas de fuerza que narran con formidable vitalidad la larga historia de violencia y marginalidad étnica y territorial del pueblo africano en estas tierras.
El proceso original de la danza muestra esa capacidad creativa, manifiesta en los tres bailes cantados del bullerengue, ilustrados, analizados y ejemplificados por la autora para el caso del fandango, la chalupa y el sentao. Cada baile posee su propia personalidad, tanto en el performance ancestral, como en la manera como se han manifestado en los festivales caribeños de la danza.
Amén de una capacidad teórica realmente impresionante, Martha Ospina despliega varias operaciones metodológicas útiles y pertinentes, empezando por la interiorización de esta, llegando a la puesta en escena de testimonios, narrativas, imágenes, audios, videos, documentales y fuentes escritas, desde donde se operó una urdimbre factual propia de la red existencial, para usar el concepto del filósofo congolés Albert Kasanda, inherente al bullerengue. El objetivo consistió en reunir, en hacer converger todos los cuadros descriptivos de tal forma que se hiciera visible la red significativa del bullerengue, con todas sus concatenaciones, tensiones e intersticios. Al respecto, si se quisiera destacar un logro evidente del estudio, este radica en que el bullerengue, como praxis y genealogía cultural, es desglosado en todos sus matices y perspectivas, con lo que se logra una integralidad crítica y analítica. Acá cabe destacar el protagonismo que se le da a los testimonios y a los registros audiovisuales de los músicos y de las cantaoras, artesanos musicales de la danza.
Como el bullerengue, este texto tiene su propia ruta, comenzando por la argumentación del campo metodológico que permite abordar la danza como performance, de tal suerte que se constituye en un objeto lúdico y danzario de estudio y de análisis. Luego se materializa la genealogía de la danza, tanto en sus variaciones regionales, en sus expresividades, en sus tensiones con los ámbitos institucionales del poder y en sus desdoblamientos estéticos, donde se encuentra una especie de ausencia en los estudios que se han llevado a cabo. Acto seguido, se adelanta un contraste crítico entre el solar o patio vivo de la danza y su contrarrelato institucional ejemplificado en la tarima y el festival convencional. El solar frente a la tarima, que no es otra cosa que lo ancestral frente a la modernidad, o sea, solidaridades versus competencias, lo que transfigura las crisis y los reacomodos de la danza “viva” y de los folklorismos.
De las confrontaciones entre lo vivo y lo moderno en la danza se procede a desglosar las maneras en que los folklorismos producen y configuran subjetividades, dinámicas que, de muchas maneras, se condensan en la perspectiva del arte como esa matriz que provoca y produce estéticas y subjetividades. Pero, además, en la generación de las subjetividades desde el arte, viene el poder a ocupar un lugar central y destacado, donde se perfila la conformación de regímenes hegemónicos y disidentes en el amplio escenario de los performances.
Posteriormente, se le dedica un apartado significativo al ethos africano y bantú del bullerengue. Ese ethos se traduce o se comprende mejor como africanía, es decir, lo que significando ser de origen o de matriz africana se ha transformado, en este caso, en el Caribe colombiano, en un juego de préstamos e intercambios culturales de amplio espectro regional y genealógico con otros colectivos y otras matrices culturales. Esa africanía tiene una centralidad ontológica fundamental en la religión y la filosofía bantú que, como ya lo anotábamos, despliega una red existencial que entreteje lo material con lo inmaterial, lo vivo con los antepasados, memorias sociales y memorias míticas o rituales, lo que permite entender la manifestación en esta danza del Caribe de corporalidades, gestualidades, espiritualidades, vitalidades, sensualidades y expresiones memoriosas. Quizás estas corporalidades de cuño africano, pero acicaladas en el calor del Caribe, permiten percibir de manera objetiva el carisma erótico que subyace o se visibiliza en el bullerengue.
El texto se cierra dedicándole un extenso abordaje al bullerengue como praxis social, cultural y colectiva. Finalmente, la danza es develada, por no decir desnudada, en sus más diversas manifestaciones subjetivas, experienciales, sensibles, cromáticas y comunitarias, entre otras. La danza es explorada como parte de una estructura y una jerarquía sociocomunitaria, pero también como factor protagónico de diversos escenarios performativos que proceden del sitio o solar y arriban a la tarima urbana. Ese capítulo final perfila los pliegues y los despliegues que tornan transversal la danza en los más variados e intrincados caminos de la memoria y sus desvelos, las narrativas cantadas, las ruedas y sus sociabilidades, las dinámicas colectivas, festivales y escenarios, los performances, los negrismos bullerengueros, géneros y sexualidades, planos dialógicos y, en fin, todo aquello que la hace ser “una danza viva”.
De esta manera, solo nos resta indicar que este libro da cuenta del bullerengue en todas sus manifestaciones posibles o, al menos, en las más significativas que posibilitan adentrarnos en los meandros de una danza que interviene en la configuración del sujeto caribeño y que, como tal, contribuye a entender el “alma” nacional diversa y diferente. Sin embargo, es un estudio que, de principio a fin, no le da tregua al lector en el sentido de no conformarse con la descripción cultural, sino que, en cambio, configura un análisis contencioso confrontando orillas y oposiciones, tensiones entre lo ancestral y lo moderno, desencuentros entre lo hegemónico y lo disidente, entre la lúdica folclorizada y la catarsis creativa. Todo ello porque el bullerengue no es otra cosa que un corpus poliédrico y fractal en sus adherencias intrínsecas y en sus difíciles relaciones con una exterioridad amenazante. Y la maestra de danza logra llevarnos por todas esas “veredas” que ella misma ha recorrido, vivenciado, desde su subjetividad más interna, hasta su arribo a la danza transitando condiciones de todo cuño.
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