Rubén Dri - La utopía de Jesús
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Hay un mito griego que expresa esta inmovilidad: el mito trágico. Consiste en que el hombre pretende traspasar los límites que le han sido asignados por el destino. Esos límites se expresan en la filosofía griega como “la esencia”. Cada uno tiene una esencia, un destino. La meta del hombre es “conquistar los límites de su esencia”. Si los traspasa sufre un castigo, que es lo que siempre le sucedía al héroe de las tragedias griegas, que por soberbia quería romperlos. Esto es lo que explica la célebre “medida y armonía” de los griegos. La medida estaba fijada por el destino y la armonía por la medida. La soberbia era una desmesura y, como tal, inarmoniosa. La prudencia exigía observar los límites de la propia esencia.
Esto tiene traducción en la ética. Una ética que busca la inmovilidad, los límites de su esencia, es necesariamente una ética de las virtudes. En efecto, la virtud es un hábito, una manera constante, permanente de actuar, en un determinado orden de cosas. La ética de una sociedad inmovilista no puede ser una ética de la libertad, sino de la virtud, o sea, una imitación de la inmovilidad de las cosas.
¿Cuál es la base material de la que nace el inmovilismo? Es en primer lugar la insuficiencia de la praxis humana para dominar la naturaleza. El hombre se siente como arraigado, dependiente de la naturaleza. En segundo lugar, el lento movimiento de las primeras comunidades, incluso de las sociedades esclavista y feudal, hasta el advenimiento de la burguesía.
Hasta la aparición de esta última, la sociedad parecía como inmovilizada. Las concepciones históricas nacen con la burguesía pues “ella no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales... una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores”.[22]
En tercer lugar el miedo de las clases dominantes al cambio. Ello hace que los pensadores en sus sistemas filosóficos fundamenten y justifiquen el inmovilismo.
Esta concepción inmovilista culmina con el concepto de Dios como motor inmóvil. Como Dios es el ser perfecto, no puede moverse, pues moverse significa cambiar para adquirir algo que no se tiene, lo cual entraña imperfección. Dios mueve al mundo permaneciendo inmóvil como causa final. Todo el mundo se pone en movimiento gracias a ese motor. Llevando esta comparación hasta sus últimas consecuencias se debe concluir que Dios no conoce el mundo, y a ello en realidad llegó Aristóteles. Entre Dios y el mundo hay una separación ontológica, una ruptura cualitativa. Dios es forma pura, espíritu puro, sin ninguna contaminación con la materia. Es el mundo el que aspira a Dios. Éste está arriba, despreocupado, pensando en sí mismo, gozándose a sí mismo. Ni siquiera sabe lo que pasa abajo.
3. JERARQUÍA
El universo religioso es rigurosamente jerárquico. El término “jerarquía” proviene de hieros (sagrado) y de arjé (mando). Todo viene de arriba hacia abajo, de lo superior a lo inferior. Arriba está Dios y abajo se van escalonando los seres hasta llegar a los inferiores. Aristóteles explica esta jerarquización del mundo mediante los grados de composición de materia y forma que tienen los seres.
Arriba de todo, como ya sabemos, está Dios que es forma pura. Debajo de todo está la materia pura y, entre uno y otro, los seres compuestos de materia y forma. Si predomina la forma están más arriba; y si la materia, más abajo.
Es evidente que con esta visión del mundo la virtud de la obediencia adquiere una importancia de primer orden. Como todo viene de arriba hacia abajo, el inferior obedeciendo al superior, en último término cumple con la voluntad de Dios.
Resulta claro que la base material de esta concepción la constituyen las jerarquías sociales. Una sociedad jerárquicamente constituida no puede menos que tener una visión jerárquica del mundo. Parafraseando a Marx podemos decir que no son las jerarquías angélicas las que nos explican las jerarquías feudales, sino que éstas nos dan razón de aquéllas.
En contraposición a la concepción sacerdotal, la profética es monista, histórica y diaconal.
1. Monismo. Frente a la concepción sacerdotal que divide el mundo en dos partes irreconciliables, el profetismo siempre lo consideró como una totalidad. Podemos hablar, por lo tanto, de una visión integral o totalizante, que tal vez serían términos más apropiados que monismo. Sin embargo, seguimos utilizando éste por ser el término que directamente se contrapone a dualismo.
No existen para los profetas dos realidades distintas, lo sagrado y lo profano, sino una sola realidad compleja, con múltiples dimensiones, en la que ellos están inmersos y sobre la cual ejercen una profunda y apasionada crítica. Pero ésta se realiza no desde arriba y afuera, sino desde abajo y desde el interior de la misma.
La profecía es inmanente a la realidad –se entiende que hablamos de la realidad humana, social, la del pueblo–; se desarrolla como el germen, o la semilla, principios inmanentes de un árbol; o como la sal que sazona los alimentos penetrándolos totalmente y disolviéndose en ellos. No por casualidad Jesús retomará estas comparaciones empleándolas para simbolizar la acción del Reino de Dios.
Pero la profecía es también trascendente, se orienta a trascender la presente situación pero no hacia arriba sino hacia el futuro. El Futuro Absoluto, la realización del Reino, es la perspectiva desde la cual el profetismo contempla toda la realidad.
Los profetas no conciben al hombre como un ser dividido en alma y cuerpo, sino como una totalidad. Lo llaman ya sea rúaj o nefesh, ya basar. Podemos traducir rúaj por espíritu,[23] nefesh por alma, y basar por carne. Las traducciones e interpretaciones de la Biblia bajo la influencia de la filosofía griega tradujeron alma por nefesh o rúaj, y cuerpo por basar. Debido a la separación entre alma y cuerpo en la concepción griega, como hemos visto particularmente en Platón, la traducción implicó una interpretación distorsionada de la concepción bíblica.
En hebreo “carne” y “alma” significan lo mismo: el hombre en su totalidad. Lo único que cambia es la perspectiva desde la cual se lo enfoca. “Carne” alude al aspecto de debilidad que presenta el hombre, mientras que “alma” o “espíritu” significa más bien su dignidad y fortaleza.
En la mentalidad monista no caben los espacios sagrados, separados de los profanos. Esto aparece con claridad en el diálogo de Jesús con la mujer samaritana según la narración del Evangelio de Juan. La mujer plantea la cuestión religiosa que se debatía entre judíos y samaritanos. Lo hace en estrictos términos dualistas que exigen la acotación de un espacio sagrado para lo religioso, con la consiguiente rivalidad para tener el espacio sagrado por excelencia. Dice: “Señor... veo que eres profeta. Nuestros padres siempre vinieron a este cerro para adorar a Dios y ustedes, los judíos, ¿no dicen que hay que adorar en Jerusalén?” (Jn. 4, 19-20). Ella se refería al monte Garizin, el monte sagrado por antonomasia para los samaritanos, frente a los judíos que tenían al templo de Jerusalén como el lugar sagrado por excelencia.
La respuesta de Jesús es sumamente clara. Rompe con el dualismo: “Créeme, mujer, que ha llegado la hora en que ustedes, ni en este cerro ni tampoco en Jerusalén, adorarán al Padre... llega la hora y ya estamos en ella, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en Verdad” (Jn. 4, 21; 23).
Ni en el monte Garizin ni en el templo de Jerusalén. En ningún lugar determinado, en ningún espacio sagrado. La sacralización de la naturaleza llega a su término. Dios está presente en espíritu y en verdad. De acuerdo con lo que acabamos de ver en los profetas, no admite ninguna duda lo que esto significa: Dios no está presente en un lugar determinado separado del resto, porque está presente en los hombres en su quehacer concreto, que es histórico, social o político.
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