Un viejo tópico asocia huida a cobardía. Y sin embargo es todo lo contrario: huir es, en la mayoría de los casos, un acto de valor. No se trata de huir de los deberes y responsabilidades, naturalmente, sino huir de una circunstancia vital que resulta hostil. Pero en la mente del que planea la huida resuena de inmediato el viejo tópico, que emerge del sistema de valores y desvalores inculcado en la infancia: huir es de cobardes.
No, huir es de valientes. Porque la felicidad es un deber. Hay que huir valientemente de la infelicidad a la felicidad. A la morbosa fruición en el dolor hay que oponer la luminosa complacencia en la alegría. Si la vida es un valle de lágrimas, hay que construir con urgencia un puente que lo cruce y conduzca del llanto a la sonrisa.
No se trata de buscar «la euforia perpetua», como ha titulado un ensayo el filósofo francés Pascal Bruckner. En nuestro tiempo se ha pasado del valle de lágrimas al campo de rosas: la exaltación de la salud y la belleza, la intolerancia al dolor, la negación de la muerte. La vida no es lo uno ni lo otro: hay que dar a las realidades dolorosas su espacio propio, pero su espacio justo. Agotado ese espacio, hay que tener la valentía de huir.
La bella Circe, la de hermosos rizos ( kalliplókamos ), le recomienda a Ulises que huya de Escila, el monstruo con torso de mujer y seis perros unidos a su cintura. «La mejor cosa es la huida» ( fugéein kártiston ap’autés ), le dice. En un mundo lleno de héroes valerosos, como el de la Odisea , la diosa no vacila en aconsejar a Ulises que huya. En la moral heroica cabía también la huida, cuando esta era la conducta adecuada. El propio Ulises huye de Circe. La diosa se había enamorado de él y él había sucumbido a su dulzura, pero en Ítaca le esperaba Penélope.
Salir del mundo, salir de la vida
El que huye del mundo toma una decisión consciente y libre que le conduce a una situación que considera mejor para su vida: en unos casos el destino es la soledad y en otros es la compañía, y cada una con múltiples variantes. Hablar de mundo , ya lo hemos dicho, es una forma abreviada de referirse al entorno hostil. Pues bien: cabría considerar, a primera vista, que falta en estas páginas un capítulo dedicado a la huida más drástica del entorno, que es el suicidio.
Pero no es así. La huida y el suicidio son fenómenos radicalmente inversos: primero, porque el suicida no adopta una decisión consciente y libre, y segundo, porque el suicida no quiere huir —no quiere quitarse la vida—, sino que quiere liberarse de una situación para la que no encuentra salida.
En la casi totalidad de los suicidios existe un trastorno mental (depresión, abuso de sustancias, bipolaridad, esquizofrenia) o un trastorno de la personalidad (perturbación emocional, afectiva, social), que condicionan la decisión del suicida, que deja de ser enteramente consciente y libre.
El casi que completa la totalidad de los casos queda para el llamado suicidio lógico : el de quien se plantea con rigor filosófico si la vida vale o no vale la pena ser vivida, y adopta la decisión práctica coherente con la respuesta teórica. La formulación del suicidio lógico la hizo Dostoievski en el Diario de un escritor (1876): si el entorno es «estúpido, duro y vejatorio», y no puedo aniquilar el entorno, me aniquilo a mí mismo, porque no quiero padecer esa tiranía. Cumpliendo la exigencia de Nietzsche de que el auténtico filósofo debe predicar con el ejemplo, tanto el alemán Philipp Batz (después de los razonamientos expuestos en La filosofía de la Redención ( Die Philosophie der Erlösung , 1876), como el italiano Carlo Michelstaedter, una vez expuestas sus ideas en La persuasión y la retórica ( La persuasione e la rettorica , 1913), se suicidaron. Pero el suicidio lógico dejará siempre abierta la contradicción entre esa fría lógica que lo determina y los mecanismos naturales del comportamiento, contradicción que hace difícil que la idea misma del suicidio lógico pueda ser entendida en un plano puramente abstracto (es decir, sin tener en cuenta los aspectos psicológicos o psiquiátricos de la persona en concreto).
Queda el segundo rasgo del suicidio que lo diferencia de la huida, y es que el suicida no quiere huir —no quiere quitarse la vida—, sino que quiere liberarse de una situación para la que no encuentra salida. Es decir, no es solo que la voluntad del suicida no sea consciente y libre, sino que, además, el suicida no quiere tomar ese camino que le saca de la vida: es que no encuentra otro. A ese estado se le ha llamado la «visión de túnel». Todo su entorno lo percibe cerrado, negro, impenetrable, y la única salida visible, la absolutamente única, es el suicidio.
Huida y evitación
Huida y evitación son dos fenómenos muy próximos, hasta el punto de haberse afirmado que la evitación es una modalidad de huida. Pero no es así, y es necesario el deslinde de ambos conceptos.
La evitación tiene dos modalidades: la conducta de evitación y el trastorno de la personalidad por evitación (TPE, ÄVPS, AvPD, en las siglas adoptadas por el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales en sus diversas versiones lingüísticas). La conducta de evitación ( Vermeidungsverhalten, avoidance coping, comportement d’évitement ) es una respuesta normal a lo que se llama un estímulo aversivo —un estímulo que resulta desagradable para quien lo recibe—. La conducta de evitación puede ser de tres tipos: mental (se evitan determinados pensamientos), emocional (se evitan emociones negativas) y motora (se evita ir a un determinado lugar para eludir las emociones que se pueden suscitar en él).
Evitación y huida tienen una premisa común: en ambas se elude una circunstancia adversa. Pero la evitación es una conducta estática, de pura inhibición. Es cierto que también hay huidas con esas mismas características —estáticas e inhibitorias (más adelante se examina el emboscamiento , la actitud conmigo-queno-cuenten y la conducta que hemos llamado puerta cerrada )—, pero en ellas no se trata de un simple mecanismo psicológico de defensa —a veces incluso inconsciente—, sino de un comportamiento más elaborado de rechazo al entorno a su conjunto, y no a un concreto estímulo aversivo.
El psicólogo norteamericano Orval Hobart Mowrer ha escrito que la conducta de evitación puede ser un prolegómeno de la huida. Que desemboque o no en ella depende del resultado de la evitación: si se ha logrado eludir plenamente el desagrado que la desencadena, el sujeto se sentirá satisfecho y no desarrollará una conducta ulterior; si no lo ha logrado, lo que había sido hasta ahora un simple mecanismo de defensa dará lugar a una fase reflexiva, y el sujeto decidirá si emprende o no a la huida.
La conducta de evitación se convierte en patológica cuando su persistencia afecta desfavorablemente a la salud física o mental del individuo. Surge entonces el trastorno de la personalidad por evitación ( Ängstlich-vermeidende Persönlichkeitsstörung, Avoidant personality disorder, trouble de la personnalité évitante ). La distancia del trastorno por evitación y la huida es aún mayor que la distancia entre la conducta de evitación y la huida. La razón radica en que el sujeto afectado por ese trastorno sufre una ansiedad que le induce a un aislamiento social que él se impone a sí mismo, y en el que dominan los sentimientos de inadecuación y de ineptitud. No hay, por tanto, huida. El sujeto no se libera, aislándose, de su inadecuación al entorno, sino que se hunde aún más en ella.
Falsas huidas
Hay también huidas falsas, huidas que parecen legítimas y no lo son. Dos de ellas tienen profunda raigambre cultural: la huida de la libertad y la huida del placer.
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