Antonio Pau
Para Candela, que entiende a quien se aparta del camino impuesto. Como ella misma .
LA DICHA DE ENMUDECER
© Editorial Trotta, S.A., 2020
© Antonio Pau Pedrón, 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (e-pub): 978-84-9879-979-8
Depósito Legal: M-18489-2020
Prólogo
Marción de Sínope y el Dios bueno
Valentín el Gnóstico en su pléroma de eones
Apolinar de Laodicea y el Minotauro
Joviniano, monje casamentero
Pelagio le escribe a la niña Demetria
Vigilancio/Dormitancio
Pedro Valdo, predicador itinerante
Amalrico de Bène contado por sus enemigos
Arnau de Vilanova en la cabecera del rey
Fray Dulcino de Novara se enamora de la bella Margherita
El Maestro Eckhart, inspirador de Rilke
Frater Didacus de Marchena, monachus hæreticus
Isabel de la Cruz, la costurera toledana
Menno Simons, un hombre de paz
Miguel Servet sube a la colina de Champel
Socino, apaleado
Andreas Bodenstein se hace mozo de cuerda
Jacob Böhme, manso de corazón
Antonio de Rojas, por su atajo
María Jesús de Ágreda, entre hereje y venerable
Miguel de Molinos en la oficina de la nada
Janet Horn se calentó las manos en su propia hoguera
Ilustraciones
La perspectiva actual
Los herejes, los disidentes del pensamiento común, obligan a poner en duda las ideas generalmente admitidas que sobreviven en muchos casos por inercia. Los disidentes mejoran el pensamiento del que disienten. Quizá por esa razón escribió san Pablo: «Conviene que haya herejes». Y Eugenio d’Ors añadía: «Y conviene precisamente en interés de la fe. La fe es combate, y no hay combate donde no hay enemigo». Se trata de una constatación histórica: la fe se fue perfilando a golpe de herejía. Los duros concilios medievales que condenaron a los herejes fueron como golpes de cincel que iban perfilando la estatua. Además, como advirtió Pascal, las herejías hicieron que los creyentes dejaran de creer por inercia y comprendieran mejor el objeto de su fe. Pero aquella idea — oportet haereses esse — es generalizable: es bueno que haya rebeldes, que haya contradictores, que haya disconformes, que haya discordantes, que haya insatisfechos, que haya discrepantes. Porque hacen mejorar a la sociedad entera.
En una época como la nuestra, en que hay temor de expresar lo que se salga del pensamiento único y en que la conducta se procura mantener en el cauce de lo políticamente correcto, los herejes son un modelo. Un auténtico modelo de comportamiento social. Herejía deriva del griego haíresis , que significa opinión, creencia, criterio. Todas esas cosas las tuvieron los herejes. Y además tuvieron el valor de decir lo que pensaban y de morir por sus ideas. A muchos de ellos les hubiera resultado fácil retractarse en el último momento y librarse de la cárcel o la muerte, pero no lo hicieron, porque lo que pensaban lo pensaban con honradez, y no se traicionaron a sí mismos.
Hoy, los disidentes pagan un alto precio de soledad y de vacío. Romper con el orden establecido lleva a sentirse desgarrado de la sociedad, e incluso a sentir el desgarro de sí mismo.
Ya no se habla de herejías ni de herejes. En nuestro tiempo la idea de herejía se ha desvanecido, afortunadamente. Sigue estando la definición en el Codex, pero la palabra tiene demasiados ecos lúgubres para que se siga usando en su sentido propio. Además, muchos herejes históricos estarían hoy dentro de la más absoluta ortodoxia, y se corre el riesgo de volver a cometer el mismo error. Pero la palabra sigue viva en un sentido más coloquial para referirse a los que se apartan de las reglas escritas o no escritas de los grupos humanos.
En estas páginas se esboza la vida y el pensamiento de veintidós herejes. ¿Por qué veintidós? Quizá porque veintidós fueron las vidas imaginadas por Marcel Schwob, con las que este libro está remotamente emparentado. Solo remotamente: aunque parezcan fantásticas e inverosímiles, las vidas de estos veintidós herejes son absolutamente reales. Pero de esa realidad que, como tantas veces, se aproxima a la ficción.
Las vidas y los pensamientos solo se esbozan: son dibujos de trazo grueso, que marcan los rasgos esenciales de cada personaje. Como si solo tuviéramos un rato para conocer a cada hereje, porque nos lo hubieran presentado en una reunión de amigos que terminara pronto.
Casi todos los herejes que aparecen en estas páginas padecen un mismo mal, y un mal que en muchos casos les lleva hasta la muerte. Es ese espíritu geométrico que desfigura la visión del mundo, tanto del visible como del invisible. Ya lo advirtió Fénelon en su célebre carta al marqués de Blainville: «Sobre todo, no se deje usted hechizar por la atracción diabólica de la geometría. Nada apagaría tanto en usted la gracia, el recogimiento y la vida del espíritu». Porque una cosa es la razón y otra, esta sí que nefasta, el racionalismo.
Unamuno, al que el obispo Antonio Pildáin llamó, en una célebre carta pastoral, «hereje máximo y maestro de herejías», escribió unas palabras en su Diario íntimo que sin embargo revelan, como pocas, lo que les falta a los herejes: «Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad».
En los complejos y sinuosos procesos de herejía a los que se alude en este libro se hablaba de palabras oídas desde lejos, de gestos interpretados con suspicacia, de conductas que se salían de la regla, y a veces, también, de creencias intrépidas o extravagantes. Pero en esos procesos Dios no estaba. No existía la misericordia ni el perdón. Porque una cosa era precisar la doctrina y otra cosa era encender la pira. Lo primero no exigía lo segundo. Habría bastado con cincelar la estatua sin necesidad de clavar el cincel.
MARCIÓN DE SÍNOPE Y EL DIOS BUENO
Marción de Sínope era naúklēros , término con el que se designaba al empresario que se dedicaba al transporte naval, ya lo hiciese con barcos propios o con barcos ajenos. El naúklēros solo se dedicaba al transporte de mercancías. Al que transportaba personas, y con barcos ajenos, se le llamaba émporos , y si lo hacía con barcos propios, prēkt r . Pero en todo caso ha quedado constancia de que Marción, con su negocio de transporte, se había hecho rico.
Marción llegó desde su tierra natal Sínope —a orillas del mar Negro— a Roma entre los años 135 y 140; no se sabe exactamente, pero en todo caso gobernaba la Iglesia el papa Higinio. Sí se sabe que llegó a Roma con un capital entonces abultado, que llegaría a los 200 000 sestercios, con el que favoreció a la Iglesia. Varios años después, en el año 144, rompió con la Iglesia, y la comunidad formada por sus seguidores —los marcionitas— empezó a tener una estructura y una organización tan firmes que hizo temblar a la naciente Iglesia de Roma, todavía sin institucionalizar. A ello contribuyó que numerosos obispos y sacerdotes pasaran a la Iglesia marcionita. Marción no era un gran teólogo, pero era un buen empresario, y por eso supo organizar pronto y bien su Iglesia. San Optato de Milevi dice de Marción que «de obispo pasó a ser un apóstata»; pero san Optato escribe en el siglo IV, dos siglos después de su muerte. Sigue en duda que Marción llegara a ser obispo, aunque resulta extraño que un simple laico atrajera a su Iglesia a obispos, por seductora que fuera su doctrina. Una vez organizada su Iglesia no hay ya rastro de Marción, aunque sí de sus ideas, que se extendieron hacia el oeste del Imperio, hasta llegar a Siria y Armenia varios siglos después.
Читать дальше