Luce López-Baralt - La cima del éxtasis

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Este es un libro cuya escritura comporta una dificultad extraordinaria, pues en él la autora intenta comunicar los secretos de la experiencia mística unitiva. En este caso, de la suya propia. Como estudiosa del fenómeno místico, sabe bien que es del todo imposible dejar dicho algo de esa vivencia directa, que se registra al margen de los sentidos, del lenguaje y de la razón. Lo supieron por experiencia propia los místicos de las más diversas persuasiones religiosas, que la autora ha estudiado con pormenor a lo largo de décadas. Pero ahora se ve precisada a dialogar de tú a tú con los contemplativos que antes fueran motivo de sus estudios filológicos. Este libro marca un hito en la obra, ya tan extensa, de Luce López-Baralt, pero guarda relación de parentesco con el poemario místico
Luz sobre luz, en el que dio cuenta de la misma vivencia trascendida, del todo imposible de poner en palabras.

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Siempre me pareció enigmática la imagen de esta variopinta colección de objetos con los que santa Teresa intentó dar a entender algo del dinamismo del éxtasis infinito que le había acontecido.

Hasta que me fue dado experimentar la misma vivencia mística, atorbellinada e indecible, de la Reformadora.

Fue entonces —y solo entonces— que pude calibrar la magnitud de su hallazgo simbólico: la multiplicidad de conocimientos revelados que siempre implica el éxtasis transformante, justamente por su poblado dinamismo, se podría comparar, en efecto, con la «baraúnda» de adornos multicolores que aturdió a santa Teresa, que confesó ser incapaz de siquiera traerlos a la memoria.

Como a la santa, también a mí me había subyugado un particular espacio de inquietante hermosura, sobre todo por su jubilosa fuerza dinámica. La sobrecogedora pieza arquitectónica hispanomusulmana cuya belleza me imantó instintivamente fue el recibidor del palacio califal de la antigua Medina al-Zahra’ en Córdoba. Cuando me enamoré del legendario majlis de Abderramán III, ignoraba que, andando el tiempo, me habría de ser útil para comunicar —más bien, para sugerir— algo de mi propia vivencia mística. En un fogonazo de intuición súbita, entendí que el espacio palatino que tanto me inquietaba guardaba una relación sutil con la experiencia vertiginosa y, a la vez, infinitamente reconciliatoria del éxtasis que me había acontecido. La sacudida estética me sobrevino mientras presentaba en Madrid el libro Los bellos colores del corazón. Color y sufismo de la artista y escritora Ana Crespo. Aunque este inspirado compendio de la metafísica del color en el sufismo no aludía, curiosamente, a la imagen palaciega andalusí, hizo un impacto directo sobre mis emociones más recónditas y me suscitó una Medina al-Zahra’ ya convertida en símbolo místico. No me extrañó la intuición reveladora, pues para el sufismo la creación artística pertenece al terreno de la Luz.

De ahí que decidiera servirme de este particular espacio cordobés como símbolo de lo que había experimentado. Advierto enseguida al lector que no intento explicar aquí mi experiencia teopática con figuraciones artificiales: lo que realmente intuí fue que la imagen oriental elegida correspondía íntimamente a lo que Dios me concedió experimentar más allá del espacio-tiempo, de la razón, de los sentidos y del lenguaje. Sentía de algún modo que la representación elegida reflejaba lo vivido de manera inextricable: el símbolo, ya se sabe, suele ser intrínseco a la experiencia misma que «traduce». Este espacio arquitectónico que digo, inundado de luz y dotado de un sobrecogedor dinamismo, me ha sido pues de gran ayuda, como verá el lector, para comunicar algo de aquellas verdades reveladas, infusas, abisales e infinitas que lograron, en un instante en cúspide, darme a entender que todo en el universo está interrelacionado, sustentado y redimido en la Unicidad última del Amor. La vivencia extática vivida, como toda experiencia mística auténtica, no estuvo sujeta al discurrir racional: el razonamiento analítico no es permisible durante la iluminación, y de ahí que el arte alcance a sugerirla mejor que la razón pura. Intentaré pues evocar mi vivencia fruitiva del Todo sirviéndome de este espacio dinámico y dúctil del palacio omeya, elegido de manera instintiva, ya que me sugiere un instante que contiene todos los instantes; un tiempo colmado de sí que se convierte en presente puro; una Belleza inacabable, inconmensurablemente feliz.

Aunque nos sirvamos de imágenes sugerentes, sé bien que el esfuerzo por comunicar una experiencia infinita y supraracional siempre será insuficiente. Ninguna imagen alcanza a suscitar una idea ni siquiera aproximada de lo acontecido. ¿Cómo romper entonces el espejismo de esta conciencia transitoria en el que estoy inmersa, y celebrar la epifanía del Uno? En análogo trance, santa Teresa de Jesús suplicó a Nuestro Señor que «hablase por ella» ( Moradas I, 1) porque no atinaba con una imagen adecuada para comunicar la magnitud de la vivencia que le había acontecido. Rusbroquio supo a su vez que no hay símil capaz de contener el abismo insondable de Dios, por lo que en el Libro de la más alta verdad nos previene «a estar libre, desprendido de toda imagen».

San Juan de la Cruz, prudentísimo director espiritual, sabía, por su parte, que le era preciso prevenir a sus dirigidos contra la tentación de encerrar la experiencia de Dios en imagen: «Dios, siendo como es incogitable, no cabe en la imaginación» (Ll III, 52). El poeta, doctor de las Nadas y perito en vacíos, martillea una y otra vez su lección, alejándose incluso de la meditación con imágenes, incluidas las centradas en la humanidad sufriente de Cristo, a las que tan adepta fue santa Teresa. La espiritualidad rarificada del Reformador lo lleva a alejarse de cualquier intento de corporeizar a Dios: «[…] los que imaginan a Dios debajo de algunas figuras […], como un gran fuego o resplandor, o otras cualesquiera formas [palacios de perlas y montes de oro], y piensan que algo de aquello será semejante a Él, harto lejos van dél» ( Subida II, 12, 4 y 5). El santo desoye incluso las imágenes bíblicas que ofrecen una visión del Supremo a la manera de un antiguo rey oriental, como hace el profeta Daniel (7,9) cuando propone el símil de un Anciano sentado mayestáticamente cuyas «vestiduras eran blancas como la nieve y su cabellera parecía lana pura; el trono era todo centelleante, y las ruedas fulguraban de resplandores. Un río de fuego impetuoso salía de su conspecto».

San Juan va por otros caminos, no hay duda. Para apuntar al carácter escueto y esencial de su unión teopática, se justifica en la experiencia vivencial de lo sagrado que tuvo Moisés, argumentando que «en este estado de unión [de] que vamos hablando, no se comunica Dios al alma mediante ningún disfraz de visión imaginaria o semejanza o figura, ni la ha de haber; sino que [lo hace] boca a boca, esto es, esencia pura y desnuda del alma…» ( Subida XVI, 9). Dios comunica al alma Su esencia inaprehensible «de boca a boca», es decir, sin intermediarios ni imágenes. Me consta de primera mano que esta alta Verdad es indiscutible, y muchos místicos enterados así lo reconocen. Ibn ‘Arabi se refirió al mismo extremo místico del «testimonio o atestiguación directa» ( shuhud ) en sus Iluminaciones de la Meca , cuando habla de la intimidad mutua y esencial que el alma experimenta con Dios. En este diálogo silente, el siervo recibe su conocimiento infuso directamente de la Esencia divina. «No son menester terceros», insiste santa Teresa, que aconseja a sus monjas, con inesperada valentía: «no te quedes con intermediarios». Bien se sabía que en esta vivencia directa de la Divinidad ya no hay rastro de bulto corpóreo. Y ello, pese a su proclividad a las imágenes tangibles a la hora de prescribir métodos de meditación a sus monjas.

Dios, como lo sabrá quien hubiera experimentado el éxtasis transformante, no se puede reducir a imagen. Pero asimismo me consta que, irónicamente, no podemos insinuar nada de Él si no es a través de desvalidos símbolos imaginarios que intentan en vano sugerir algo de Su abrazo inimaginable. Los contemplativos de todas las épocas y persuasiones religiosas prodigan precisamente las representaciones figuradas para insinuar el encuentro con la Verdad última. Aunque me es preciso insistir en que estas imágenes simbólicas resultan inútiles —y que, incluso, podrían rozar la desacralización— puede estar seguro mi lector que no tengo —que ningún místico tiene— otra opción para sugerir el Todo. Es nuestra única alternativa frente al silencio, que es en el fondo la actitud más respetuosa para con una experiencia espiritual de esta magnitud. Nos enfrentamos a un dilema que no tiene solución. Sin embargo, como el evento vivido nos desborda, sentimos la urgencia de celebrarlo y de compartirlo, a despecho de su inefabilidad intrínseca. José Ángel Valente lo resume como nadie: «el místico se debate entre la imposibilidad de decir y la imposibilidad de no decir».

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