—¿Viste? Sí te relaja, todo lo que te hace reír desde lo profundo de tu ser causa un gran impacto en tu estado de ánimo y, por lo tanto, en tu físico, la forma de pararte, caminar y hablar. No olvides que prometiste ponerlo en práctica —argumentó con una seriedad única.
Me puse en la posición que me había enseñado y comencé a mover mis caderas de derecha a izquierda, era un paso muy gracioso y pude escuchar cómo algunas vértebras sonaron con el movimiento, ambas terminamos riéndonos y practicamos la legendaria técnica de relajación de Erín. Mi compañera de habitación llegó unos diez minutos después que Erín se fue a su habitación, parecía estar bajo los efectos del alcohol, porque no más puso un pie en la habitación, colapsó.
Observé cómo se arrastró al baño y un segundo después vomitaba. Llevábamos una semana aquí y ella llegaba ebria por segunda vez. Cuando todo se quedó en silencio, entré al baño, menos mal la tapa del inodoro estaba abajo y no pude ver nada asqueroso. Ella se acurrucaba casi abrazando el borde del pequeño mueble del lavamanos, la tomé de los brazos, al principio opuso cierta resistencia y luego cedió.
Tomé una toalla pequeña que humedecí, limpié su rostro y cuello, le quité la camiseta que tenía ciertas gotas de vómito y casi la cargué hasta su cama, en cuestión de segundos se quedó dormida, ni siquiera sabía cómo se llamaba y ya me sentía como su mamá.
Salí de la habitación para llamar a mi madre. Escuchar su voz era reconfortante, tener a mi padre por seis meses le ayudaba mucho a acostumbrarse a que yo no estaría ahí por un buen tiempo, solo me preocupaba qué ocurriría con ella una vez que papá regresara a su trabajo. Le conté sobre Erín y su personalidad chispeante y casi infantil, le pareció una persona muy genuina y le encantó que entablara una amistad con ella, después de todo, en una semana era la única persona con la que había compartido cierto tiempo. Fue muy difícil los primeros días, parecían que todos ya se conocían, me sentía excluida, pasaba de las clases a mi habitación y no salía para nada, llamaba a mi madre cada veinte minutos y al tercer día ya había pensado en renunciar. Fueron sus palabras las que me mantuvieron e hicieron aguantar un poco más, aunque al final ella sabía que la decisión era mía.
Conversé con ella una media hora y luego con mi padre unos cuantos minutos, volví a mi habitación donde mi compañera roncaba un poco, la empujé para que se diera la vuelta y todo quedó en silencio. Me acosté en mi cama, aunque físicamente estaba cansada, sentía mucha emoción, mi vida parecía ir en una dirección muy buena, tenía dos padres maravillosos, estaba cumpliendo el sueño que tenía desde que era una niña y estudiaba en la universidad que tanto quería.
Mi corazón se sanaba de las últimas heridas y mi mente ocupada ayudaba a que todo el proceso fuera llevadero, había conocido a una chica muy agradable y todo a mí alrededor al final producía felicidad, sin darme cuenta, sonreía y dejé que Morfeo me atrapara en sus brazos.
POTENCIAL
Sentí cómo el colchón se hundía muy cerca de mis pies, una mano helada tocó mi pantorrilla y fue un susto espantoso. Cuando me incorporé, miré a mi compañera de habitación, parecía un poco desorientada, tenía el maquillaje negro corrido hasta sus mejillas dándole un aspecto de panda un poco deplorable.
—¿Te encuentras bien? —Fue lo único que pude preguntar, realmente no la conocía, ni siquiera sabía su nombre.
Al segundo que entró en la habitación el primer día, se fue y no regresó hasta dos días después, jamás la había visto en ninguna de mis clases, como no obtuve respuesta, volví a preguntarle, parecía no estar muy segura de que responder.
—Sí. Estoy bien. No sé qué ha sucedido conmigo, llevo una semana aquí y ya he llegado ebria dos veces, y tuve relaciones con un chico que no recuerdo su nombre, ¿por qué hago esto? —Tenía la voz áspera, quizás por haber vomitado la noche anterior.
Todo lo que salía de su boca parecían pensamientos dichos en voz alta, sus ideas y preguntas a las que solo ella tenía respuesta. Volteó a verme después de unos minutos en silencio.
—Me llamo Susana. —Estiró su brazo que, por alguna razón, estaba cubierto de brillantina.
Le di la mano y traté de sonreír.
—Me llamo Luciana, pero me dicen Lucy.
Me sonrió y retiró su mano de la mía, se puso de pie y estiró su cuerpo.
Era delgada como todas las chicas aquí, tenía tatuada una pequeña mariposa en su hombro derecho y la palabra libertad en su espalda baja.
—Están bonitos tus tatuajes —halagué, sonrió ante mi comentario y se acercó a donde me encontraba ya de pie haciéndome una cola alta.
—Muchas gracias, el primero me lo hice a los quince y de ahí los otros poco a poco. —Subió su camiseta, un árbol de cerezo se extendía desde su cintura hasta las costillas.
—La flor de la inmortalidad.
—Así es, sabes la historia, por lo que veo. Ese me lo hice a los dieciocho, la mariposa dos meses después y la palabra libertad fue el primero.
Me sorprendía lo muy bien detallado que estaban todos, las letras tenían un trazo suave y delicado, en ella lucían como bellas pinturas.
Se puso de espaldas y subió la mitad de su blusa, en su espina dorsal se dibujaba un diente de león que parecía que el viento lo había soplado y esparcido por toda su espalda, pero de esa misma flor surgían aves que volaban con total libertad.
—Es hermoso.
—Y dolió muchísimo —añadió. Pude ver una débil sonrisa—; fue el último que me hice, tres días después de ser aceptada aquí. Significaba un cambio en mi vida, hacer lo que me apasiona y dejar atrás todo lo que me hacía daño, pero no lo cumplí.
Parecía avergonzarse, bajó su blusa y, con ella, su mirada. Se sentó en el borde de su cama.
—No te he agradecido, ¿verdad?
Sabía a lo que se refería, pero no necesitaba su agradecimiento.
—No tienes por qué hacerlo, tranquila. —Se puso de pie y me abrazó, le regrese él gesto.
Esos eran los momentos que los hombres quizá no comprendían, el grado de una mujer para dar las gracias iba más allá que la simple palabra. Dos sonoros y rápidos golpes en la puerta nos hicieron separarnos, cuando la abrí, una muy arreglada y lista Erín esperaba.
—¿Aún no estás lista?
Miré la hora, faltaba un cuarto para las ocho, nuestra clase iniciaba a esa hora y no teníamos tiempo extra, quien llegaba tarde sabía que no podía entrar ni reponerla. Me metí con rapidez en el baño, cuando salí ya con mi sostén y licra, encontré a Erín conversando de manera animada con Susana, que en ese momento le hacia una moña alta en su cabello negro. Me puse una delgada camisola blanca y busqué el bolso que me había obsequiado mi madre.
—Erín, ¿nos vamos? ¿A qué hora es tu clase? —Susana volteó a verme, parecía que no tenía idea.
¿Sería que en toda la semana no había asistido a ninguna? sentí compasión y enojo hacia ella.
—Alístate, en la parte de abajo hay un muro con los horarios, busca a tu grupo que es el que sale en tu hoja de matrícula y vas a clases, a la hora del almuerzo te veo en la cafetería. —Mi tono de voz fue un poco autoritario y todo salió como una orden, pero Susana sonrió en agradecimiento, Erín le dio un abrazo y salimos de la habitación.
Corrimos entre los estudiantes que se movían con muchísima pereza, bajamos las escaleras y evitamos el ascensor, de esa manera calentaríamos antes de iniciar la clase.
Sentí un calambre en la pierna justo cuando llegué al primer piso, faltaban dos minutos para las ocho y no podía darme el lujo de atender mi cuerpo. Ambas entramos a la misma vez en la puerta causando un gran alboroto, todos los alumnos ya formados en dos perfectas líneas nos miraron como si hubiésemos asesinado a alguien.
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