—Al parecer, tenemos los mismos gustos, al menos en accesorios —comentó con amabilidad.
Me mostró su bolso color chocolate oscuro, era igual al mío, solo que el de ella lucía un poco más gastado, pero al mismo tiempo muy bien cuidado, con algunos broches de una banda que no conocía, lo que le daba un toque aún más personal.
—Mi madre me lo obsequió.
—Dile que tiene un excelente gusto. Soy Erín, por cierto.
Sonreí ante su comentario y ella también.
—Lucy. —Extendió su mano que presioné con delicadeza—. Bueno, es Luciana, pero me dicen Lucy.
—Lindo nombre. —Rizó más los labios.
Su dentadura era perfecta y una pequeña arruga se formaba en su frente cada vez que la mostraba. Caminamos en silencio por unos minutos, pasamos los salones donde los profesores gritaban un tanto desesperados y las respiraciones cansadas de los bailarines se movían en el ambiente.
—Odio que los profesores se exalten con los principiantes, si ya supieran bailar no estarían aquí, ¿no crees? —musitó.
Me concentré en los gritos y efectivamente las clases eran de los nuevos, como yo.
—Tienes razón, cuanto más gritan, menos los escuchamos, pero así son algunos seres humanos, creen que a través de los gritos serán más escuchados, cuando no entienden que dialogando es como se aprende y enseña.
—Qué profunda eres, chica —observó.
Su comentario me causó gracia, no era la primera persona que me decía algo así.
—Muchas gracias, me gusta analizar las cosas desde un punto de vista diferente, no solo dejarme guiar por lo que todos pueden pensar o decir.
—Eso es excelente, algunas personas solo deciden seguir la corriente y jamás sacan sus ideas y pensamientos. Eso es muy triste, se van de este mundo siendo uno más sin dejar una huella o algún pensamiento que desafíe al de las masas.
—Por lo que veo, tú también eres profunda.
Se carcajeó. Continuamos con la charla sobre la originalidad y la falta de firmeza en los principios de cada individuo, un tema quizás un poco profundo para dos chicas menores de veinte años.
Cuando llegamos al edificio donde estaban las habitaciones, me invitó a la cafetería ubicada en el primer piso, estaba algo vacía salvo por una mesa donde conversaban en voz baja y con mucha rapidez cuatro chicas que nos observaron con cierto desprecio al entrar. Jamás las había visto en la semana que llevaba allí, pero parecía que Erín las conocía muy bien, pues dibujó una enorme sonrisa en su fino rostro, pero algo en ella no coincidía con esa muestra de afecto.
—¿Las conoces?
Erín sonrió un poco más.
—Bueno, la rubia de ojos azules se llama Gabriela y la morena se llama Noemí, están en tercer año y durante mucho tiempo eran las favoritas de los profesores, siempre obtenían los principales en las obras y tenían las notas más altas.
—¿Dijiste «eran»? ¿Qué pasó? —Una pequeña carcajada salió de ella.
—Pues que llegué yo —contestó sin una pizca de ironía— Verás, aunque son magníficas bailarinas, yo obtuve mi primer principal en primer año, algo que ninguna de ellas pudo lograr, obviamente no les agradó y desde ese momento no les caigo bien—explicó. Un suspiro se escapó de sus labios. Volteé a ver a las chicas que nos observaban con cierto recelo.
—¿Y las otras dos?
—Ellas forman parte del grupo del que veníamos hablando, pobres seres humanos que van detrás de la manada, sin tener voz ni voto. Es algo lamentable, realmente son muy buenas, una se llama Nidia, la de los labios muy gruesos y la del leotardo rojo se llama Megan. En mi opinión, son mejores que Gabriela o Noemí.
—Quizá si se separan un poco de ellas dos, podrían ver el potencial que tienen —susurré al ver con disimulo el grupo.
Erín me tomó del brazo y me miró con fijeza, una sonrisa un poco maliciosa se le dibujó en el rostro.
—¿Qué sucede? —musité, curiosa.
—Has dicho algo que jamás había pensado. Vamos a separar a Nidia y Megan de las otras dos víboras y enseñarles el enorme potencial que tienen, además de una gran bailarina, eres una gran persona, única —contestó con una exagerada amabilidad.
Solo logré sonreír ante su halago, no era muy buena agradeciendo ese tipo de comentarios. Conversamos por unas dos horas, en todo ese tiempo las pequeñas mesas se llenaron, en algunas los chicos hablaban de forma ruidosa y en otras hablaban demasiado bajo, que casi parecían que no se comunicaban. Algunas chicas simulaban comer, se servían en pequeños platos, de esos que se usan para los postres, daban dos bocados y luego dejaban todo, lo cual me parecía una verdadera tontería.
Erín parecía estar de acuerdo conmigo, entre las dos devoramos un delicioso club sándwich y con cada bocado, parecía que éramos asesinadas por las demás personas que aparentemente no entendían por qué comíamos así y, sobre todo, algo que contenía el muy temido pan.
Conversar con Erín era algo muy sencillo, su personalidad era efervescente y tenía tantos gestos que a veces resultaba muy difícil saber qué deseaba transmitir. Reía muchísimo y su carcajada se elevaba aun entre las voces de los grupos chillones. En un par de horas supe muchas cosas de ella. Vivía sola con su padre, que trabajaba para un banco muy importante de la ciudad; estudió desde los cuatro años ballet y estuvo en un curso intensivo por dos años antes de entrar a la universidad, cosa que no le costó mucho como a mí, económicamente pertenecía a la clase alta de la sociedad, pero parecía no tomarle mucha importancia al dinero.
Visitaba dos veces a la semana a una pequeña escuela donde daban clases de baile a niñas no mayores de diez años. Se entusiasmó muchísimo cuando acepté su invitación de ir con ella el siguiente miércoles. Trató de explicarme por diez minutos una extraña técnica de relajación, al final se dio cuenta que era inútil y decidió enseñármela en un lugar más privado, dado que según ella era demasiado especial para ser compartida con cualquiera.
Preguntó muchísimas cosas de mi familia, cada respuesta que daba formulaba una nueva pregunta en su cabeza, le resultó fascinante el trabajo de mi padre, y admiró aún más a mi madre, pues la de ella había fallecido el mismo día que nació, aunque lo lamentaba, hablaba con mucho orgullo de su papá, de lo mucho que había aprendido de él y todos los sacrificios que como padre soltero tuvo que hacer.
Conectarme con Erín no resultó nada difícil, después de terminar la comida continuamos una hora conversando y luego nos dirigimos a las habitaciones. La mía era el número cuatro del segundo piso, la de ella estaba en el tercer piso. Cuando entramos en mi habitación, mi compañera aún no había llegado, me sorprendió ver que cerrara la puerta con cerrojo y se colocó en el centro de la estancia.
—Quiero enseñarte mi técnica, pero promete que vas a hacerla, ¿sí?
Verla en posición le dio más seriedad al asunto y solo asentí con la cabeza, me propuse memorizar cada paso y si a ella le funcionaba, debía ser muy efectiva.
—Primero debes ponerte derecha y recuerda alinear tu columna con tus caderas. Ven, hazlo conmigo.
Avancé unos pasos para quedar a corta distancia de ella, me puse lo más derecha que podía y traté de recordar la clase.
Ella separó sus piernas y yo hice lo mismo, subió sus brazos y los dejó caer hasta su cintura con las palmas hacia arriba, flexionó las rodillas. En toda la posición no había un solo movimiento que indicara que iba a relajar alguno de los músculos, parecíamos dos locas haciendo una posición rara de yoga.
—Muy bien, ahora la parte más importante y debes hacerla con fuerza para estirar todos tus músculos. —Asentí.
En eso, sus caderas se movieron como una licuadora de izquierda a derecha, lucía demasiado graciosa. Sacudía toda la parte inferior de su cuerpo mientras una enorme sonrisa se dibujaba en su rostro, no pude hacer nada más que soltarme a reír.
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