Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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—¿Qué más podemos pedir? —dijo Yamen señalando con su espada a su alrededor—, hasta la Naturaleza se pone de nuestra parte.

Honestidad y valor. Se situaron en el centro y a partir de ese momento se inició un proceso que pronto comportó diferentes sorpresas para ambos. En el caso de Arlot comprobar la habilidad con que su amigo manejaba una espada real y no de las de madera que empleaban en las clases de Páter. No había puesto en duda sus conocimientos al respecto una vez le había confiado las muchas horas de enseñanza que su padre le había dedicado, pero no se esperaba tanta soltura y contundencia en los golpes. Cuando se lo dijo, Yamen, entre carcajadas, le explicó el motivo.

—Mi padre me solía decir que tendría que sumar la mayor habilidad posible en los movimientos para multiplicar mi fuerza y hacer que me respetaran. Son tiempos de fuerza bruta, me decía y no con alegría. Aprendí a moverme y desde que murió seguí practicando con una de sus espadas. Ya no la tengo, la cogieron los soldados el mismo día en que se llevaron a mi madre. Pero me quedó el consejo y lo guardo como un tesoro porque sé que algún día me será de utilidad. También me decía que mi aspecto, por entonces era un niño bastante enclenque, jugaría a mi favor porque mis rivales se confiarían. Cuando comprendan que se han equivocado, será demasiado tarde y no podrán reaccionar. Sí, eso me decía.

También él había perdido a su padre de una forma violenta, pensaba Arlot cada vez que intercambiaban recuerdos sobre sus respectivos padres, aunque su caso resultaba distinto. Nunca había manejado una espada formalmente al margen de los cuatro o cinco movimientos aprendidos de Páter con las de madera o de jugar con sus amigos empleando ramas que simulaban armas. El herrero, a pesar de forjarlas, no tenía ninguna inclinación hacia su uso. En consecuencia, se podía decir que Arlot al principio actuaba con cierta torpeza, con cierta torpeza y una contundencia que daba con su amigo en el suelo cuando no podía esquivar el golpe y se veía obligado a bloquearlo. Por ello, desde el primer día y tras el último revolcón, Yamen exigió un paréntesis para acordar unas reglas básicas.

—Te adiestro con un golpe y tú lo practicas conmigo, pero solamente apuntándolo, no dándolo. Viejas o no, son dos espadas de verdad. Con lo de parar o esquivar, te dejo el campo libre.

Iniciado el otoño, ya se había sumado el resto del grupo a las prácticas, y pronto todos alcanzaron un nivel suficiente para que quien había ejercido de maestro de ceremonias hasta entonces, y tras una solemne declaración de ya poco os puedo enseñar, renunciara al cargo, al menos nominalmente. Para entonces, siguiendo sus consejos, las prácticas las realizaban en un claro de mayor extensión y más alejado de la aldea, en el interior de un bosque llamado Silencioso.

—La gente parlotea y parlotea, en ocasiones a gritos, y las orejas de la guardia del marqués son enormes. Usar armas sin pertenecer a la milicia, sin ser como mínimo caballero reconocido, traería problemas—. Y al decirlo miraba a Arlot.

Finalizó el otoño y llegó el invierno. Las montañas que cerraban en forma de herradura el valle donde se encontraba la villa se encapotaron con nubes tristes y perezosas, los árboles se adornaron con escarcha y el bosque se pobló de seres que vaciaron el cielo de pájaros y acallaron el bullicio de las calles. Las gentes de la villa se cubrían con pieles de oveja y dedicaban parte del domingo a recoger ramas con las que combatir un frío que no tardó en desatar una ola de enfermedades. Añoraron entonces a la hechicera, a sus remedios, y se encomendaron a un Dios que no acababa de mostrarse misericordioso con sus sufrimientos. Pero la vida continuaba y su rueda giraba ajena a fríos y malestares, en especial para quienes no acudían a los campos, ahora cubiertos por un manto de escarcha y nieve, y se dedicaban a otros menesteres. También había quien, lejos de las plantaciones y las siegas, de las recogidas y los traslados, prescindían de la estación más allá del frío o del calor. Entre ellos se encontraban el herrero y su hijastro.

—Al menos —comentaba con frecuencia el primero sin señal alguna de satisfacción—, mientras trabajamos no tenemos frío, otros lo pasan peor.

Arlot guardaba silencio porque el frío y el calor ocupaban el último lugar de sus preocupaciones. Según sus planes, el momento de la partida se acercaba y con él el temor de caer en un error. Le preocupaba que su decisión no alcanzara otro resultado que entristecer a quienes le querían, y también acabar perdiendo la vida en un empeño que en ocasiones reconocía como delirante. Ajena a sus dudas, viéndole progresivamente taciturno, su madre le animaba a la hora del desayuno o de la cena asegurándole que con la primavera la vida sería más fácil. Como siempre sucede.

—Ahora toca pasar los días lo mejor posible —decía.

—Y las noches —añadía Yamen—, sobre todo las noches cuando en el hogar quedan las brasas. Según mi madre el sueño, si es plácido, cura mejor que cualquier hierba según qué enfermedades.

Arlot continuaba guardando silencio. El invierno o la primavera, el frío o el calor. Tanto daba. Esperaba la llegada de la primavera, los días que siguieran a su cumpleaños. Para entonces tendría diecinueve años, y ese era el momento escogido para ir en busca de Diablo. Había renunciado a conseguir un caballo para el viaje porque si lo robaba, única forma de disponer de uno, no tardarían en relacionar la desaparición con la suya y le perseguirían. Pagaría él y pagarían sus seres queridos. También había renunciado a llevar algunas monedas para el viaje. Sus padres recibían una paga por sus servicios y sabía que las guardaban bajo tierra en un rincón de la cabaña. Sin embargo, no pudiéndoles anunciar su marcha puesto que se negarían o los convertiría en cómplices, tomar aunque fuese una sola equivalía a robarles. En consecuencia, el viaje lo haría caminando y sin otro medio para conseguir comida que cambiar alguna de las piezas que había forjado en la herrería en sus momentos libres, en general utensilios tales como cuchillos, ollas o cuencos, algunos de los cuales ya había regalado a sus amigos. Sin embargo, manejando la vieja espada, sí valoraba una tercera necesidad, tal vez prioritaria, la de conseguir otra de mayor calidad. Los últimos meses había intensificado las prácticas, solo o con Yamen en el corral trasero, o con el resto de sus amigos en el bosque Silencioso. Mejoraba por días, de ello daban fe uno y otros, pero ¿sería suficiente? Recordaba el hacha de Diablo, sus dimensiones, y tenía dudas que la suya, con la que practicaba, resistiera más de dos golpes. Eso al margen de sus habilidades en su manejo. Yamen le había aconsejado que le pidiera una al herrero. Pero él no se decidía. Si lo hacía, habría preguntas. Lógico. ¿Para qué necesitas una espada mejor? Y si había preguntas, se vería obligado a responder. ¿Confesarle que para enfrentarse al duque de Aquilania? No, imposible, le tacharía de loco. En realidad y en ocasiones, cuando el desánimo apretaba, lo hacía él mismo. ¿En qué mente sana cabían sus planes? ¿Le había convertido el odio, el afán de vengar la muerte de su padre, en un desequilibrado? Sus amigos, con otras palabras, tachaban la empresa de muy arriesgada. Buscaban hacerle desistir, insistían en acompañarle. Él lo agradecía sin cambiar de opinión, sin vacilar un instante. Locura o no, buscaría al duque y se enfrentaría a él. Dentro de su plan pensaba marcharse dejando una nota de despedida a su madre y a su padrastro, escuetamente eso, una nota de despedida y de agradecimiento por lo mucho que habían hecho por él. No lo entenderían, pero extenderse en las auténticas razones de su marcha comportaría que su padrastro, sabiendo el lugar al que se dirigía, saliera en su busca, y eso era lo último que deseaba. ¿Qué hacer ante tal situación? ¿Obedecer y renunciar? ¿Enfrentarse y continuar?

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