Diego Hernán Arias Gómez - ¿Qué cambia la educación?

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Un cambio educativo implica transformaciones en la estructura de la escuela y del sistema, cuya motivación, adecuación e implantación requieren largos y penosos esfuerzos por revisar los contextos y las necesidades. Los falsos cambios se convierten en las más peligrosas amenazas, porque nada es peor que «creerse en la otra silla sin haber atravesado el río»; es decir, imaginarse, de manera ingenua, situado en un paradigma alternativo, cuando en realidad se hace lo mismo de siempre con nuevos nombres, y esto abunda en la educación. Máxime cuando las políticas de turno entronizan discursos y modas pedagógicas que, sin la complejidad de su aplicación, hacen pensar que ahora sí se hará lo que no se hacía, mientras todo sigue más o menos igual: estudiantes desmotivados, conocimientos caducos, estructuras rígidas y autoritarias, horarios fijos, evaluaciones unidireccionales, maestro despedagogizados y educación sin presupuesto intelectual y económico.La complejidad del cambio educativo implica entender y abordar los sujetos, los escenarios y las condiciones de quienes los ponen en práctica y de quienes los «padecen». Como cualquier cambio social, el cambio educativo depende menos de técnicas y recetas, y más de condiciones objetivas y subjetivas para su planeación, ejecución y evaluación. Así como ninguna experiencia es transferible en forma mecánica a otra realidad, el cambio educativo adolece de esquemas rígidos de identificación que garanticen su replicación y transferencia a cualquier lugar. El cambio, de ser posible, pasa inevitablemente por las personas; es más, lo que cambia realmente a las personas. Por tanto, no existe metodología a prueba de sujetos, ni tampoco existe cambio a prueba de seres humanos.

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El hombre es un ser social, que vive en sociedad, y una alteración significativa en esta última, representa, por lo menos desde una mirada histórica, un cambio en la condición humana.

La historia de la humanidad se ha dividido, precisamente, a partir de estos grandes hitos que generaron cambios trascendentales, como la utilización del lenguaje, el uso de los metales, la aparición de la escritura, la invención de la rueda, la masificación de la imprenta, la utilización de la pólvora, la creación de la máquina de vapor, o de la electricidad, por mencionar algunos ejemplos. Desde este punto de vista un cambio, en lo social, es una modificación sustantiva de las maneras de relacionarse el ser humano con los otros y con su medio.

Podría decirse, adicionalmente, que hay cambio, desde la perspectiva de las ideas, cuando hay modificación de un paradigma; es decir, de la estructura básica que permite a los seres humanos entender el mundo y actuar en él. Según Kuhn (1995), un paradigma es una realización científica de amplio reconocimiento que ofrece durante cierto tiempo modelos explicativos para una comunidad. Es una orientación teóricamente coherente, capaz de generar preguntas razonables y sugerir criterios de evaluación para las respuestas a esas preguntas (Olivé, 2004). Pero, sin ser una modificación paradigmática, también hay cambio cuando se altera una época, que es un periodo de más o menos larga duración y caracterizado por ciertas continuidades en las pautas básicas de producción y reproducción social. 1En todo caso, con el tiempo, el cambio de época es el que termina por modificar los paradigmas, que son los que formalizan los cambios y los que brindan las herramientas teóricas y conceptuales para entender y también para construir los cambios.

Puede diferenciarse el cambio cotidiano, normal, natural y ligado a la condición vital del hombre; y el cambio, en un sentido más profundo, histórico, que genera modificaciones en las pautas de comportamiento y acción humanos, en un horizonte más estructural, que genera cambios en los sistemas sociales, políticos, económicos que regulan las pautas de comportamiento, creencias, costumbres, juicios en el accionar humano.

Uno de los autores que más ha trabajado este segundo sentido es Norbert Elias (1997), quien en una monumental obra titulada El proceso de civilización, detalla la construcción del yo en Occidente, en el sentido de cómo ha devenido sujeto de pudor, coacción, vergüenza y sentimiento moral. El sujeto moderno, narrado por este autor, es un sujeto con creciente autoconciencia de sí y autorregulado, pues la transformación en las estructuras sociales tiene efectos en la estructura de la personalidad. Abandonadas las interacciones violentas propias de la Edad Media, la nueva estructura social requería personas reguladas, capaces de negociar y decidir en este contexto.

Una de las peculiaridades de la sociedad occidental es que, en el curso de su desarrollo, va reduciéndose este contraste entre la situación y el código de conducta de las clases dominantes y las dominadas. A lo largo de esta evolución van difundiéndose entre todas las clases los rasgos de las clases dominadas [...] La transformación de las coacciones sociales externas en autocoacciones, es una costumbre automática, perfectamente natural, de regulación de instintos y contención de afectos [...] que cada vez se generaliza más en Occidente (Elias, 1997, p. 467).

La cortesía, las buenas costumbres, el uso de cubiertos, la higiene y el sentimiento de culpa, el respeto-miedo al otro, son algunos de los hábitos sociales que los sujetos interiorizan y que van naturalizando hasta concebirlos como parte de su esencia. Este conjunto de dispositivos es denominado por el autor “proceso civilizatorio”. Proceso que es inculcado en Occidente desde la escuela en el que el control de las emociones espontáneas, la contención de los afectos, la ampliación de la reflexión más allá del presente

para alcanzar a la lejana cadena causal y a las consecuencias futuras; asimismo, son aspectos distintos del mismo tipo de cambio de comportamiento que se produce necesariamente, igual que la monopolización de la violencia física y la ampliación de las secuencias de acción y de las interdependencias en el ámbito social (p. 454).

En síntesis, una de las transformaciones más importantes de los últimos siglos tiene que ver con la autocoacción de impulsos y afectos que el individuo ejerce sobre sí mismo, fruto de cambios sociales estructurales y cuya modelación desde pequeño se configuran en una especie de segunda naturaleza.

Desde otro punto de vista, Thomas Popkewitz (1994) evoca a Foucault, para quien en el siglo XVII se dio un radical cambio social y en la comprensión del sujeto. El surgimiento de la Ilustración y del Estado-nación trajo por primera vez en la historia, para las personas, una identidad colectiva, que con la idea de ciudadanía, sería anónima y concreta a la vez. Anónima porque se crea la adscripción a unos derechos civiles que trascienden al sujeto y se crea pertenencia hacia un territorio y unos connacionales que no se conocen; y concreta porque se traduce en prácticas cotidianas que incluyen mecanismos de regulación como el censo, la circulación, la moneda y las elecciones. En tal sentido, el concepto de población permitió la aparición de nuevas técnicas de control gracias a la posibilidad de supervisión y administración de los individuos. Aquí, lo que Elias (1997) llama civilización, Foucault lo llamará modernidad, en la medida en que es una organización, desde el Estado, de corte institucional, preocupada por configurar en las personas de sociedad diferentes formas de disciplina gracias, entre otras, a la escolarización.

El cambio y la estructura

Al identificar el cambio como un ejercicio intencionado y relacionado con el asunto del poder, Popkewitz (1994) examina la forma como tras muchas invocaciones al cambio subyacen intereses por la estabilidad, la armonía y la continuidad institucional. Para el autor, la mayoría de investigaciones sobre el cambio desconocen el saber sobre las consideraciones de espacio y tiempo que forman parte de las condiciones sociales que lo posibilitan; es decir, los estudios se centran en lo particular y específico en detrimento de análisis sobre lo social e histórico. En este caso,

el discurso se centra en si los profesores son o no reflexivos o si la organización escolar permite o no la innovación, pero reflexión y organización carecen de referencia filosófica o contexto histórico que facilite la comprensión de cómo, por qué o qué está ocurriendo (Popkewitz, 1994, p. 31).

Convertir el problema del cambio, desde el aporte de Popkewitz (1994), en asunto de gestión de personal, de talento o de recurso humano, supone aceptar las relaciones sociales y de poder que están de trasfondo, y que de paso perfilan y exhiben a las instituciones como naturales, inamovibles y normales.

Para este autor, como para Elias (1997), la noción de estructura permite reconocer la forma como las pautas sociales y organizacionales que en algún momento sufrieron crisis y luchas internas, son presentadas luego como aceptadas y homogéneas por las personas. Por ello es clave entender que el concepto de cambio debe tener en cuenta los criterios de estructuración. La estructura, más allá del cambio, se entiende como el conjunto de regularidades, marcos y pautas de la vida social que permiten la vida y la comprensión del mundo. La estructura fija los límites de maniobra de los individuos en el horizonte de sus posibilidades y permisividades. La estructura representa para el sujeto, los marcos conscientes o inconscientes que determinan las prácticas. 2

Esta concepción estructural posibilita entender el presente como resultado inédito de la herencia del pasado. Se resalta lo inédito porque en esto cabe la novedad, aunque con unos límites dados por la estructura. La estructura, que es dinámica, determina las condiciones de posibilidad y los límites de modificación al interior de una realidad social dada.

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