Pablo Farrés - Las pasiones alegres

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En el universo distópico de este libro hay una Inteligencia Artificial con un plan siniestro, personajes con microchips implantados que les producen falsos recuerdos, secuencias de eventos en loop y desfasajes de tiempo y memoria. Las pasiones alegres es una obra magistral que revela los síntomas de una evolución tecnológica más avanzada que la humana, donde el límite entre ficción y realidad es cada vez más incierto.

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–¿Qué pasa?, ¿ya te levantaste?, ¿encendiste alguna luz?

Preguntó el otro y rápidamente Roy se dio cuenta de lo que hasta entonces no había sido más que parte del paisaje sonoro: la voz agónica, el hilito de voz que salía desde el fondo ronco de la cueva de la boca de Boris, era la voz de una mujer.

–Hablame, ¿decime qué estás haciendo? –insistió solo como un modo de corroborar lo que no había sido más que una intuición.

Roy no respondió. Sus manos ansiosas ya buscaban debajo de sus tetas surcar el vientre y alcanzar el pubis. Sus dedos se entregaron mansos a los rulos espesos que allí se amontonaban. Descendieron un poquito más y se toparon con el clítoris. Hurgaron entre los labios de la vagina. El índice y el anular se movieron hacia dentro, penetrando en la carnosidad. Sintió la sequedad de un pedregal blandito. Los dedos se metieron dentro hurgando en los recovecos, hasta donde el tope de su mano se lo permitía. Al sacarlos sintió una pasta gomosa que se había pegoteado entre ellos. Los alzó hacia sus ojos. Era una pasta blancuzca. Los acercó hacia el agujero que había quedado en el lugar de la nariz: tenía olor a podrido.

Lo sobresaltó la voz de Boris insistiendo en que le respondiera –aún ronca, aún agónica, parecía cada vez definir más su propia femineidad en los oídos de Roy. Levantó la vista, fijó los ojos en el televisor y hacia allí se arrastró usando sus brazos como palancas. La oscuridad tomaba el espesor de cosa elástica y babosa. Solo la estridencia azul fluorescente de la pantalla resplandecía en el lugar y caía sobre la espala y las nalgas de Roy. Boris seguía siendo una sombra entra las sombras hechas con la baba de la oscuridad. Roy tomó la linterna y la encendió. Un hilito mínimo brilló tenue a punto de perderse. Lo primero que hizo fue iluminarse la concha. Después los muñones que habían quedado en el lugar de sus piernas.

–Enfocame, quiero que me digas qué ves, qué quedó de mí –dijo el otro entre las penumbras.

Roy se dio vuelta buscándolo con el último hilito de luz que la linterna exhalaba ya agónica. Boris había perdido una pierna. La otra era de metal. No tenía ropas. El pecho y el estómago eran el paño de un puzle bio-tecnológico –aparatos de metal incrustados entre los colgajos de carne. No tenía pulmones sino un pequeño compresor hidráulico. Tampoco estómago; en su lugar, una placa informática allí encajada. Luego hacia los costados, dos planchas de acero sostenían el amontonamiento de intestinos. No parecía tener huesos. Los brazos eran dos palancas con tenazas en las puntas. El cráneo también de metal guardaba la compostura antropomórfica. No tenía nariz, no tenía boca, solo la entrada de un tubo que se perdía hacia el interior. Todavía tenía las cuencas vacías donde en algún momento debieron existir ojos. No tenía pene, solo una mata de pelos que dejaba adivinar la piel amontonada cerrándose sobre sí misma evocando un tiempo en que allí había existido una vagina

–Basura tecnológica, eso es lo que veo –dijo Roy y escuchó lo que esperaba: el tono agudo de su voz de mujer enmascarada bajo el ruido metálico de su garganta descascarada.

–Tenés una sola pierna, es de metal, hay pedazos de carne que todavía la recubren –agregó Roy mientras inducido por la visión se tocaba los muñones de las piernas y sentía las puntas metálicas de una osamenta futurista que sostenía su cuerpo.

–¿Y la otra?

–No hay nada.

–¿Y los brazos?

–No tenés brazos, solo dos palancas con unas tenazas en las puntas.

–¿Quedó algo más de carne?

–Solo en la pierna. Hay algunos pedazos más metidos entre los aparatos que tenés en el pecho. El resto es todo metal.

–Los ojos, decime si todavía tengo ojos.

–No tenés ojos, solo hay dos agujeros.

–Es increíble, ¿sabés?, no dejo de ver las cosas tal cual me las muestra el dispositivo. Veo perfectamente que estamos en la oficina de reuniones del Directorio. Por la ventana veo entrar los rayos del sol y los reflejos dibujados en el piso. Puedo contarte cómo son los dibujos de las cerámicas.

–Tampoco tenés nariz, ni orejas ni boca. La carne se habrá podrido y desgajado de a poco.

–Me describís como los restos de un cadáver incrustado en chatarra, pero me siento perfectamente, tan bien que ni siquiera me siento.

–¿Esto es lo que querías que vea por vos?

–No te das una idea de lo que significa lo que me contás. Toda mi vida sentí que estaba viviendo en ninguna parte. Como si mi existencia transcurriera en una pantalla de cine y yo la estuviera viendo desde alguna butaca. Pero allí, sentado en la butaca, sentía que no era nada, no tenía piernas, brazos, ni siquiera ojos, porque mi cuerpo era el que me mostraba la pantalla. No sabés lo que significa vivir en una nada oscura, sin sensaciones, sin la percepción de estar en alguna parte. Con el solo hecho que me digas que más allá de la película de mi cerebro estoy acá entre los restos que quedaron, que hay algo que todavía me sostiene, me alcanza para entender que todavía estoy vivo. Había llegado a pensar que ya había muerto, que solo quedaba esta película transcurriendo en la pantalla blanca. Solo me quedaba una voz mental murmurando su nada. Con que me asegures que al menos hay algo, cualquier cosa, aunque sea chatarra, aunque sea un pedazo de fierro, me basta para no volverme loco y saber al menos que soy yo el que está hablando.

En ese momento, escuchó el ruido de unas botas acercándose desde el otro lado de la habitación. Le pidió al otro que hiciera silencio. Los pasos fueron acercándose más y finalmente se detuvieron junto a la puerta. Roy apagó la linterna en el momento justo en que la abrían. Eran tres hombres. El resplandor de una luz que llegaba de la otra habitación iluminaba sus espaldas. Roy retrocedió arrastrando sus nalgas en el piso hacia el rincón más lejano. Boris se quedó quieto y siguió hablando como si no hubiera registrado la presencia de los otros tres.

Miraron a Boris, miraron a Roy. Uno de ellos se le acercó. Se le paró delante. La punta de la bota se refregó contra su vagina. El tipo se agachó. Se escupió la mano y apoyó los dedos sobre el clítoris. Luego, con el índice y el anular abrió los labios y fue metiendo un dedo tras otro hasta completar el puño entero. Roy veía su vagina y veía el brazo forzar el movimiento del puño moviéndose dentro. ¿Cómo se siente el no sentir el propio cuerpo?, ¿cómo se dice la sensación física de no tener ninguna sensación física? El tipo volvió a pararse. Se desabrochó la bragueta. Cuando estaba por sacar la verga, los otros dos que ya estaban rodeando a Boris, dijeron que todavía no era el momento. Primero debían hacer el trabajo.

Uno tomó a Boris entre los hombros, el que estaba con Roy sujetó su pie y finalmente el tercero sacó y limpió con su ropa la cuchilla que brilló ante el resplandor que venía del otro lado de la puerta. El trabajo: cortar la pierna de Boris, la única parte de su cuerpo que todavía podía tener alguna utilidad para aquellos tres, al menos contentarse con los pocas fetas de carne que podrían llegar a roer.

La osamenta de metal que sostenía la pierna de Boris se transformó en un verdadero obstáculo para la cuchilla que buscaba algún punto de articulación donde separar la pierna del resto. La cuchilla se hundía en una parte y otra. Se retorcía hasta donde podía y volvía hacia atrás. La amputación se había vuelto una carnicería y cuando la carnicería alcanzó el punto de su propio absurdo, los carniceros abandonaron la cuchilla y se dispusieron a separar la pierna con las manos rompiendo la articulación de metal.

Roy se mantuvo quieto en su rincón. Le llamaba la atención la indiferencia con la que Boris se entregaba a lo que le estaban haciendo como si verdaderamente aquello no lo afectara en lo más mínimo. Solo cuando pudieron cortar la pierna, la voz de Boris abandonó el silencio y se hizo escuchar en la oscuridad: “¿Te fuiste, Roy?, hablame, decime dónde estás”.

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