Pablo Farrés - Las pasiones alegres
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No estaba entonces hablando solo, hablaba con una tal Marian, aunque ninguna mujer y nadie más que Roy estuvieran en aquella habitación. Era como si estuviese recordando una conversación pasada, repitiendo una escena grabada en su memoria, pero viviéndola como si estuviera ocurriendo en ese mismo momento, como si ese fuese su presente y Marian estuviese allí escuchándolo.
Fue entonces que mientas el otro seguía hablando con Marian, a Roy le pareció recordar. No a la mujer llamada Marian. No se trataba de recordarla a ella sino de recordar el momento en que tenía el recuerdo de Marian. Como si su memoria solo tuviera el recuerdo de haber tenido alguna vez alguna memoria de aquella mujer.
Incluso, sin que el otro nombrara a su hijo, le pareció recobrar alguna imagen de su hijo, al menos el nombre Nolan. Pero, de nuevo, no era tanto recordar a su hijo ni recordar a una mujer, sino el de recordar haber tenido alguna vez el recuerdo de ellos.
La memoria de una memoria perdida. Una nada que es casi algo. Así funcionaba también su nombre: la marca de haber perdido la marca que lo hubiera llevado a alguna parte.
De nuevo el murmullo. Pero esta vez, ruido sobre ruido. Reconoció que otra voz hablaba en los recovecos de la voz del hombre gordo que seguía hablando y discutiendo con Marian.
Esa otra voz venía del otro lado de la pared, por debajo de la otra puerta de la habitación.
Roy avanzó hacia allí y se encontró con lo mismo: otro hombre sentado en un sillón descuajeringado, junto a una mesa en la que una lata abierta de alimento balanceado juntaba podredumbre y la desparramaba en el aire frío del lugar. Ese hombre también estaba de espaldas a Roy hablando solo, murmurando solo.
Roy se acercó sin decir palabra. No tardó en reconocer que ese otro también hablaba con Marian, sin que ninguna mujer estuviera allí. Era en verdad como si fuera la continuación de la conversación anterior. Hablaba con ella como si ya se hubieran reconciliado, como si Marian hubiera decidido no marcharse para quedarse junto a Roy.
Rápidamente se dio cuenta que en este tercer cuarto también había una puerta. Del otro lado se encontró con lo mismo. No exactamente lo mismo, esta vez el hombre no estaba sentado en el sillón, sino caminando alrededor de la mesa. La lata de alimento balanceado y putrefacto estaba vacía. El hombre caminaba en redondel. Era viejo. Las arrugas se hacían zanjas que declinaban hacia una barba sucia y enrulada. Roy tuvo la esperanza de que alguna comunicación fuera posible, pero solo bastaron un par de pasos para acercarse y registrar el mismo agujero mental. El viejo se mostraba nervioso en su andar continuo, pero no hablaba con Marian, sino con Nolan. Al menos así lo llamaba mientras le pedía que le prometiera no volver a hacer algo que Roy no lograba a identificar.
¿De qué hablaba toda esa gente?, ¿con quienes estaban hablando? ¿Qué monstruos mentales, qué fantasmas psicóticos? Y ¿por qué, en todo caso, le parecía a Roy todo tan familiar hasta el punto de sentir que en verdad estaban hablando de algo que era suyo? Roy se interpuso en el camino circular de aquel hombre. El viejo chocó contra Roy y de repente gritó. Se echó hacia atrás, tocó con los talones el sillón y se sentó con los pies encima del asiento, las rodillas tocándoles el pecho y sus brazos apretando fuerte el conjunto. Entonces lloró desesperado. “Roy. Soy Roy Benavidez”, dijo el viejo mientras no dejaba de temblar. Dijo su nombre en voz alta dos o tres veces más, y era como estuviera intentando reiniciar la grabación mental que Roy había cortado al ponérsele delante.
La puerta contigua estaba abierta hacia una cuarta habitación. Al dar el primer paso le pareció que no había nadie. Entró despacio. El sillón estaba vacío. La lata sobre la mesa, todavía llena. El olor a podrido volvió a hacerse espeso en el aire frío. Volvió a escuchar de nuevo el nombre de “Roy”, pero esta vez era la voz de una mujer la que lo convocaba. Roy miró alrededor y no encontró a nadie. La mujer preguntó “¿sos vos, Roy?, ¿ya llegaste?”.
Durante un mínimo segundo aquella voz pareció darle la gracia de recuperar lo propio, sin saber del todo qué era lo propio. Estuvo tentando a responderle: “Sí, Marian, soy Roy, ya estoy de nuevo”. Pero la mujer no esperó ninguna respuesta y se echó a hablar con Roy como si Roy verdaderamente le hubiese respondido algo. En todo caso, no estaba hablando con Roy sino con una especie de Roy genérico, una abstracción, una figura mental.
Fue entonces que registró que la mujer estaba sentada contra el piso, la espalda contra la pared, tomándose de las rodillas flexionadas contra su pecho. Roy se puso de cuclillas frente a ella. La tomó del mentón. La mujer sintió el contacto como un golpe de electricidad. Se corrió hacia un lado. Más fuerte se apretó contra sí misma. Dijo que Nolan ya se había ido a dormir. Le preguntó a Roy por qué había llegado tan tarde. No esperó ninguna respuesta. Simplemente se puso a hablar de las fotos que se habían sacado en el mar. Las había revelado esa tarde. Señaló hacia la mesa indicando que las fotos estaban allí arriba. En la mesa no había más que una lata llena de podredumbre.
Roy dejó a la mujer y decidió regresar al lugar donde había despertado con la cabeza rapada y la cicatriz de la extracción en su cráneo. Pero al volver hacia atrás no se encontró con el viejo ni con ninguno de los otros hombres que había visto, sino con otra mujer que al igual que la anterior parecía estar hablando con otro Roy Benavidez.
Se sintió perdido pero decidió continuar. Fue y vino en una dirección y en otra. Siempre encontró lo mismo: hombres y mujeres hablando a solas con Marian, con Roy, con Nolan, siendo ellos mismos siempre el mismo Roy, la misma Marian. Avanzaba Roy de habitación en habitación y le parecía que los cuerpos y los rostros iban perdiendo definición. Todos iban asemejándose, perdiéndose en un mismo enchastre fantasmal. Pero con ello también ganando identidad en el fango borroso de una misma cara, un mismo hombre y una misma mujer que existían borrándose.
Acaso no era más que la tensión con la que Roy se había despertado en un lugar desconocido y sin saber quién era él mismo. Aunque de eso mismo se trataba, de la sospecha general de que él era o había sido esa nada genérica llamada Roy Benavidez. Él también existía o había existido a condición de perderse en un fantasma que era nadie y era todos.
Al final de un pasillo encontró unas escaleras. Contra la pared estaba incrustado el número del piso. Estaba en el piso 10. Se detuvo junto a una de las puertas del pasillo, antes de llegar a las escaleras. Se sintió mareado, un fuego en el estómago se transformó en náuseas y arcadas. Alguien detrás suyo lo tomó de un brazo –acaso lo había estado siguiendo. Lo cargó pasando unos de sus brazos por encima del hombro. Abrió la puerta de uno de los cuartos pero no llegaron a entrar. Vomitó en cualquier parte, no en cualquier parte sino en el marco de la puerta. Sentado contra el marco, sobre su propio vómito, Roy estiró el brazo buscando el picaporte para cerrar la puerta. Ya sin fuerzas, sintió que no había vuelta atrás. Tampoco ganas de seguir adelante. Finalmente había llegado al mundo-tumba. Desde el comienzo tenía que haber aceptado que el único lugar que le era posible era la ciudad de los muertos vivos. ¿Ese era el infierno que se había prometido a sí mismo?, en todo caso, ¿cuál sería la vida de un muerto sino la de vagar por los restos de la nada de su memoria?
Eso no debía importarle, no por el momento. El otro lo tomó del brazo y lo ayudó a levantarse. Le sacó la ropa manchada de vómito y abrazándolo lo arrastró hacia uno de los sillones de la oficina. Parecía como si Roy no tuviera registro de la existencia del otro. Solo le preocupaba entender. El televisor delante del sillón en el que lo habían sentado ya estaba encendido y la pantalla iluminaba su rostro. Pensó si el error había sido buscar una salida. Quiso creer que acaso esa búsqueda transformaba su vagabundear en un error, su paseo alocado en una errancia, un error de cálculo. Acaso asumiendo la imposibilidad de un afuera, renunciando a seguir yendo a ninguna parte, retomaría entonces algún sentido a lo que lo rodeaba. Y no fue más que asomarse a la idea de no buscar más que lo que se le daba que de pronto se dio cuenta de las imágenes que la televisión proyectaba:
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