Pablo Farrés - Las pasiones alegres

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En el universo distópico de este libro hay una Inteligencia Artificial con un plan siniestro, personajes con microchips implantados que les producen falsos recuerdos, secuencias de eventos en loop y desfasajes de tiempo y memoria. Las pasiones alegres es una obra magistral que revela los síntomas de una evolución tecnológica más avanzada que la humana, donde el límite entre ficción y realidad es cada vez más incierto.

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Boris Spakov se sorprendió de encontrar a Roy despierto y a Teiler dormido. Parecía saber que no era así como debían funcionar las cosas. La confusión en su rostro señalaba que había perdido el guión, como si ya hubiera visto las imágenes que continuaban sucediéndose en la pantalla o acaso como si compartiera la misma memoria artificial de Teiler y pretendiendo cumplir su papel de pronto le hubieran cambiado la escena. Sin embargo el desconcierto duró nada.

–¿Vos acá? –dijo Roy.

–¿Me conocés, todavía me recordás? –preguntó Boris.

Roy no llegó a responder.

Boris ya tenía el arma en la mano y dándola vuelta golpeó la culata contra la cabeza de Roy.

7.

Se sabe: en el viaje de la nave nodriza de la Gran Paranoia Universal no hay límite que no fuese el límite relativo de un continuo siempre ir más allá, agregar otra vez un nuevo axioma, una nueva revelación para llenar de mundos el mundo y ya no encontrar ningún mundo-núcleo, primigenio, necesario ni revelado y así entonces llegar al punto en el que uno ya no sabe ni dónde está.

¿Roy?

Ese no es mi verdadero nombre.

¿Roy?

¿Ese es mi nombre?

Bonito nombre: Roy –un punto en el que uno ya no se acuerda ni cómo se llama.

Aquí Roy.

Último llamado.

Nave Nodriza.

Responda. Aquí Roy, último llamado.

¿Aquí?, ¿dónde?

Donde vos quieras, Roy, a esta altura ¿qué importancia puede tener la diferencia entre lo propio y lo impropio, la distancia intransitable que nos aleja de la más cercana intimidad: yo, tú, él, nosotros?

¿Por qué entonces este temblor de viejo alcohólico apapuchado en el calor de los recuerdos de otro –él mismo– que seguramente nunca existió?

Uno siempre puede caminar por el abismo de sí mismo como si hubiese pagado el voucher completo con hotel de lujo y guía turística que nos explique qué hace el Gran Cañón ahí, justo ahí donde no debería haber más que un desierto de porcelana.

No Roy, no hace falta.

Aquí Nave Nodriza, cambio, allá Roy Benavidez, cambio.

Bienvenido Roy Benavidez al país del Nunca Jamás, usted se encuentra en el Mundo-Tumba de la memoria, a su derecha verá las Montañas Rocosas, al sur el Gran Cañón Interior, al norte las Galaxias del Sistema Roy girando en derredor del agujero negro del mundo.

¿Cuánto tiempo estuvo Roy lejos de Roy?

Al despertar se sintió mareado.

El mundo daba vueltas alrededor de Roy o Roy daba vueltas alrededor del mundo.

O Roy daba vueltas alrededor de Roy sin encontrar mundo.

O, incluso, el mundo daba vueltas alrededor del mundo, sin encontrar ningún mundo, pero tampoco a Roy en su camino hacia sí mismo.

De un modo u otro.

Roy despertó, estaba en el mismo lugar pero el mundo conocido ya no estaba en derredor. No recordaba cómo había llegado allí. Tenía registro de un golpe en la cabeza –unas gotitas de sangre se habían coagulado en su mejilla–, pero no tenía recuerdos de cómo había sucedido.

Las penumbras ganaban el espacio y en la oscuridad todo resultaba lejano. Estaba sentado en un sillón. A un lado una mesa diminuta y sobre ella una lata abierta de alimento balanceado. El olor a putrefacción resultaba insoportable. Solo el frío, el insólito frío que Roy sintió, venía a correr de lugar el olor que se expandía desde la lata. El frío en los huesos, el cuerpo se le contrajo como si una maza hecha de hielo hubiese golpeado contra la boca de su estómago. Llevó sus manos hacia los brazos y raspó buscando calor. Se preguntó ¿cómo no había registrado ese frío antes?

Se levantó de la silla. Teiler no estaba por ningún lado. No existía allí ningún televisor ni pantalla, pero tampoco el recuerdo de alguien llamado Teiler. Caminó buscando reconocer el lugar. Nada le pareció conocido.

Encontró una manta debajo de la mesa. Se la puso sobre los hombros. La manta rozó su cabeza. Sus manos tocaron su nuca. Lo habían rapado. Los dedos dibujaron círculos mínimos sobre el cráneo. Roy encontró la cicatriz de la herida. Supo que la operación se había realizado. La memoria artificial le había sido extraída.

¿Cómo se sabe de aquello que no se sabe?

¿Cuál es la forma de la sobrevivencia de un recuerdo que ya no se recuerda?

¿Cómo se nombra la memoria de algo que ya no está en la memoria?

Esa sensación, ¿no?: la de haber perdido algo que no se puede identificar, nombrar, compartir.

Solo eso: el haber perdido, no esto o lo otro, sino la sensación de haberlo perdido todo. Pero claro está, si no se puede decir qué es ese todo, qué sentido puede tener la sensación de haberlo perdido.

No hay nada alrededor.

Pero tampoco hay nada en Roy.

Ni siquiera Roy.

¿Cuál era la palabra que seguía a la palabra? ¿Cuál era el nombre de aquel que debía nombrar la palabra?

Ese fue el primer registro de la pérdida: la del nombre.

Luego el cuerpo. La sensación rara de estar donde uno no está. Es decir. No la sensación de tener sino la de estar en unas manos, unas piernas, una lengua. Ajenas, extrañas. Eso pensó ese que ya no refería al nombre Roy, sino simplemente un cualquiera que estaba en unas manos, unas piernas, una lengua como de paso, como si pudiese estar en ese momento en otro lugar, otras manos, otros brazos, otro cráneo.

Incluso las palabras con las que daba sentido a esa sensación que también era la de no estar en el cuerpo que él mismo era. Palabras como interminables trenes que nunca terminaban de cruzar la estación donde él, sin palabras, las miraba pasar. Palabras de otro que sin embargo hablaban de él. Como si de repente le hubiese sido dada la magia de ver las palabras fuera de las palabras, en ese lugar ¿mortuorio? en el que las palabras solo pueden ser vistas pero jamás nombradas. Así Roy, sin Roy, miraba las palabras que cruzaban la estación de sus oídos subidas a trenes que siempre ya se estaban marchando sin nunca terminar de irse.

El nombre, ¿no?, ni siquiera habían dejado el nombre de Roy en Roy como para que Roy supiera al menos de Roy. Sin embargo, enseguida escuchó una voz que viniendo de uno de los vértices del lugar lo nombraba, lo llamaba.

Roy.

Roy Benavidez.

No lo nombraba, no lo llamaba. Solo se trataba de un murmullo de alguien que parecía estar ahogándose en eso mismo que decía.

Avanzó hacia el vértice. Encontró una puerta. Abrió. Del otro lado lo mismo. Un hombre gordo sentado en un sillón descuajeringado, junto a una mesa en la que una lata abierta de alimento balanceado juntaba podredumbre y la soltaba en el aire frío del lugar.

El gordo estaba de espaldas a Roy hablando solo. Murmurando solo.

Roy se acercó uno, dos pasos. Dijo algo, solo para hacer saber que había entrado. El otro no registró la voz de Roy.

Roy insistió. Su voz ganó fuerza, y él mismo se sorprendió de tener una voz y que su voz sonara así de fuerte.

Sin embargo, el gordo tampoco así pareció escucharlo.

Roy se acercó más, hasta ponerse de frente al hombre.

Vio que tenía los ojos cerrados mientras murmuraba. Vio que a veces se le abrían pero era como si esos ojos nada miraran y no reconocieran que allí delante se encontraba Roy.

Entonces el gordo volvió a decir “Roy”. “Roy Benavidez”.

Y Roy pensó, tuvo la intuición, la sensación borrosa de que ese era su nombre, el nombre que no había podido recordar, que no lo lograba recordar del todo.

Quiso creer que ese otro lo estaba nombrando y respondió. Dijo algo así como “Sí, soy Roy Benavidez”. Pero el gordo no se dio por enterado y continuó murmurando lo ininteligible. Roy pasó su mano por delante de los ojos de aquel hombre, pero no encontró ningún efecto.

“¿Eso me preguntas? Roy Benavidez. Eso es lo poco que soy. Ahora podés irte y hacerme desparecer de tu vida, pero ¿sabés algo, Marian?, adonde vayas siempre vas a saber quién soy y quiénes fuimos”, dijo el gordo.

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