Pablo Farrés - Las pasiones alegres

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En el universo distópico de este libro hay una Inteligencia Artificial con un plan siniestro, personajes con microchips implantados que les producen falsos recuerdos, secuencias de eventos en loop y desfasajes de tiempo y memoria. Las pasiones alegres es una obra magistral que revela los síntomas de una evolución tecnológica más avanzada que la humana, donde el límite entre ficción y realidad es cada vez más incierto.

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La idea lo iluminó, sintió la gracia recorriéndole el cuerpo y como una gacela que respiraba el aliento de los lobos, acomodó el cuerpo fofo de Teiler, apoyó la cabeza encima de una almohadilla ortopédica, jugó al ta-te-ti eligiendo con qué bisturí y qué pinza iba a trabajar, y todo lo hacía como si hubiese conseguido el sapo con el que saciar su gusto infantil por las profundidades orgánicas. Así le salieron las cosas, así, más o menos como hubiese quedado la panza destripada de ese sapo quedó la cabeza de Teiler: el mapa de las rutas argentinas, una foto aérea del delta del Paraná, como las varices –recordó Roy– en las piernas de su madre, como las estrías que se dibujaban en los colgajos de la panza del mismo al que estaba descerebrando.

El primer corte lo hizo en el centro de la nuca, pero enseguida le pareció que la exactitud geométrica le había sido negada y que en verdad el centro estaba un poco más hacia la izquierda, y entonces cortó de nuevo un poco más a la izquierda, pero no conforme se decidió por cortar más hacia la derecha, y claro está, terminó comprendiendo que el centro nunca es matemáticamente el centro sino solo conceptualmente el centro, porque en la realidad y en cualquier circunstancia de lo real, no hay centro que no se corra siempre un poco más allá, que no exista sino como un agujero inalcanzable al que hay que ir persiguiendo por la superficie de los cuerpos y las palabras.

Así, haciendo agujeros que nunca eran el centro, bisturí en mano, se paseó por el cráneo de Teiler un buen rato hasta que finalmente encontró lo que buscaba: el grano de arroz, el bicho sintético.

Lo quitó con una pinza, lo llevó con cuidado y lentitud hacia donde estaba la computadora, lo metió en el adaptador que Teiler había utilizado para proyectar la falsa memoria con la que lo había querido amansar para la operación y enchufó el adaptador a la computadora.

Enseguida aparecieron las imágenes en la pantalla del televisor: rinocerontes azules volaban por el espacio interestelar hasta descender en un planeta desértico lleno de pequeñísimos hombres pigmeos alrededor de una fogata que los rinocerontes usaban para encender la cabeza de los pigmeos y fumárselos chupándole los pies. Rápidamente comprendió que aquello era lo que el dispositivo había grabado de las alucinaciones que la anestesia le había regalado a Teiler. Retrocedió el dispositivo un poquito y se encontró a sí mismo en la pantalla: se vio elegante en su condición de paria, dandy de su propia ruina.

La memoria de Teiler, es decir, el registro grabado de lo que había sido su percepción, era definitivamente perfecto, un mapa del tamaño del territorio reproduciéndolo parte por parte, la copia y el original superpuestos sin pliegues ni recelos.

Como en cualquier filmación digitalizada, a través de la computadora tenía acceso a una barra que debajo de las imágenes le permitía a Roy adelantar o retroceder la grabación, incluso tener registro de la extensión de la misma y en qué punto se encontraba la imagen presente. Roy retrocedió un poco nomás y la detuvo en el momento en que Teiler abría la puerta y del otro lado aparecían Dafoe y los otros dos que lo habían cargado desde el baúl del auto hasta aquello cueva. Sobre los hombros llevaban el cuerpo desanimado de Roy, pasaban al lado de Dafoe y lo tiraban sobre el catre.

–Esta vez tenés que hacerlo bien, no podés volver a repetir errores. Se me juega la cabeza y con la mía se juega la tuya también –le dijo Dafoe a Teiler.

–Cero errores. Entiendo.

–Y por las buenas. Le explicás lo que tengas que explicarle hasta que él se entregue mansito. Es la orden de Boris. No sé para qué lo quiere, pero no podés tocarle un pelo, ¿entendés? Solo por las buenas.

Ahí tenía las respuestas. Boris Spakov. Daniel Dafoe. Una película en su cerebro. Una memoria artificial para borrar algo que Boris necesitaba borrar. Roy tenía que encontrarlo. Volvió a retroceder la película. La barra temporal señalaba que la grabación duraba cuarenta años. Tenía que trabajar al azar, salteando bloques de vida y recuerdos. En algún parte de la memoria de Teiler debía encontrar de nuevo a Dafoe. Lo encontró mil veces más. También encontró a Boris. Teiler parecía trabajar con ellos desde hacía mucho. Encuentros pactados, citas rápidas y conversaciones a medio decir. Bares de mala muerte cerca de la plaza de Once, esquinas oscuras de San Telmo, la recova del Bajo. Una vez cada tanto. Por el poco tiempo que dedicaba a cada secuencia de imágenes, pudo entender que el negocio que juntaba a Teiler con Boris y Dafoe era el tráfico de memorias artificiales en el mercado negro. Dafoe las conseguía de algún lado y se las pasaba a Teiler. Los dispositivos que la Compañía había puesto en el mercado eran versiones standars de una memoria compartida, pero las posibilidades tecnológicas del dispositivo eran infinitas y aquel que podía pagarlas tenía todo un mercado marginal donde encontrarlas. Memorias de todo tipo, viajes a pasados paralelos que ni con la metanfetamina más pura, ni con la pastillita que resumiera y abarcara como un aleph psicodélico todos los efectos de todas las pastillitas de LCD que una generación entera de beatniks y guerrilleros contraculturales pudo haber tomado durante tres décadas enteras, jamás llegarían a provocar.

En una escena de hacía tres años atrás, Boris se lo explicaba a Teiler en aquella misma habitación un poco más limpia y ordenada: señalaba memorias artificiales de color azul que ofrecían un pasado en el que el gobierno comandado por el cerebro del Generalísimo Juan Domingo Perón embutido en el cuerpo de un cyborg invadía y recuperaba las Islas Malvinas. El dispositivo ofrecía para el que se lo injertaba recuerdos de haber participado en la guerra, haber sodomizado a soldados ingleses y ser condecorado por el mismísimo General. Memorias rosadas en las que Montoneros había triunfado y Firmenich se convertía en una especie de Big Brother, posibilitando para el comprador recuerdos de su participación en la guerrilla urbana cantando canciones de Jara, teniendo una pequeña aventura de trío sexual con Mercedes Sosa y Pirí Lugones en la oficina del Ministro Gelman. Memorias sintéticas violetas –los más buscados según Dafoe– que dejaban grabadas en el cerebro las noches de cocaína y tetonas conductoras de programas de cable en la gran fiesta del menemismo donde finalmente se conocía la poronga de Asís, el laberinto anal de Maradona y de lo que eran capaces los ojos prodigiosos de Galimberti. Y memorias tornasoladas que –las más caras– reunían lo mejor de los otros dispositivos; una recopilación, un video clip armado con los destellos de los anteriores. Memorias de diseño. Memorias al tún-tún. Memorias de haber sido otro. Memorias del fin del mundo y del comienzo de la vida. Memorias de Stalin y Jimmy Page, de Stalin habiendo sido Jimmy Page y Jimmy Page habiendo sido Stalin, de haber cruzado a nado el Atlántico y viajado a la luna, de la batalla de Caseros y de la guerra contra Dark Vader y el Imperio, memorias de haber estado allí y no haber estado en ningún lado, memorias del fin de la memoria y de no haber nacido para no tener memoria.

¿Cuál de todas ellas le hubiese gustado a Roy? En todo caso, cualquiera en la que Marian no hubiese existido. Retrocedió la película un poco más: raro, Boris Spakov le presenta a Marian bajo el simulacro de Laura y su pelo rubio platinado, su inalterable lunar negro en el pómulo derecho. Algo se había salteado en la búsqueda. Aquella mujer debía volver a aparecer en la vida de Teiler. Volvió a avanzar. Tardó un buen tiempo pero finalmente llegó. La escena había ocurrido hacía solo unos meses atrás.

Están los tres en el comedor de la casa en la que Boris vivía antes de mudarse a su nueva mansión. Marian –o Laura, cualquiera de aquellas dos versiones de lo mismo– tiene una copa de daiquiri en la mano derecha. Parece borracha. Teiler la mira de arriba abajo una y otra vez enfocándola en un centro resplandeciente que iluminaba los bordes más lascivos por los que Marian prometía los infiernos más dulzones. Roy pensó en todas las pajas que ese miserable se habría hecho deteniendo una y otra vez el dispositivo en el volado del vestidito mínimo que Marian dejaba flotando en el aire cada vez que rozaba sus muslos de borrachita incontinente. Boris la tomaba de la cintura, un beso en el cuello, la mano acariciando las nalgas de Marian, un beso de lengua, una risotada compartida. ¿Daiquiri para Teiler? No, prefiere compartir un vaso de Jameson con Boris. Del comedor se van al parque y se sientan junto a la mesa, al lado de la pileta. Marian también deja el daiquiri y se compromete con lo que queda de la botella del whisky. No tarda demasiado en perder la compostura, le dice a Boris que no pierda el tiempo y que fueran al grano.

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