Daniel Ramírez - Manifiesto para la sociedad futura

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Desde hace décadas, la filosofía política y social se ha visto inhibida por aquella admonición posmoderna del «fin de los grandes relatos». Mucha teoría crítica ve la luz sobre un punto u otro, pero la perspectiva global ha sido eludida por miedo a las utopías, a los sistemas, a las ideologías. Sin embargo, sin una teoría comprensiva, es difícil sobrepasar la esfera de los micro combates. Evidentemente es un desafío mayor y se puede entender la reticencia de los filósofos. El presente libro pasa por sobre aquellos temores osando una perspectiva global, una teoría completa de los cambios sociopolíticos, ecológicos, económicos y antropológicos que están en curso y los que deberían ponerse en marcha para que se pueda hablar verdaderamente de sociedad futura. En diez puntos fundamentales se perfila esta nueva filosofía política conducente a lo que el autor llama transocialismo, una visión radical de los cambios necesarios, destinada a reforzar el empoderamiento de los nuevos movimientos sociales e inspirar la generación de futuras constituciones. Su escritura clara y directa y su original estructura hacen que el lector disponga de alguna manera de tres libros o tres niveles de lectura: un manifiesto (la introducción, el manifiesto propiamente tal y la conclusión), llamado a impactar las consciencias; un ensayo (el corpus de los 10 capítulos) que moviliza la imaginación política de largo alcance; y un tratado (agregando las más 800 notas al pie de página) que hace que sea un instrumento universitario y de investigación indispensable para los desafíos de las sociedades del mañana.

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La gran innovación de Aldo Leopold es concebir el ensanchamiento de esa comunidad moral, de manera de “incluir el suelo, el agua, las plantas y los animales, y colectivamente, la tierra”100. Este pensamiento, más que un “biocentrismo”, debería ser considerado como un “ecocentrismo”. En efecto, no solo los seres vivos tienen una importancia moral o un “valor intrínseco”, sino también entidades que no son seres vivos, como los ecosistemas, un río, un lago, un valle, un glaciar o una montaña101, que merecen también atención, consideración moral y protección. La idea del valor intrínseco de las entidades naturales choca con un problema filosófico (así como aquella de los derechos de la naturaleza ; volveremos sobre eso): ¿qué podrían ser los valores, independientemente de aquel que valora, para el caso, los humanos?

La respuesta a esta pregunta pasa por el aporte del australiano Richard Sylvan Routley, que expuso en un importante artículo lo que se conoce como “el argumento del último hombre”102. La ética, nos recuerda el autor, trata de lo aceptable o no de nuestras acciones, en la medida en que afecten a los otros . Estos otros, evidentemente, son seres humanos. Si una acción no afecta en absoluto a ningún ser humano, la ética no tiene nada que ver en el asunto. Imaginemos que una catástrofe elimina a la totalidad de los seres humanos sobre la Tierra, salvo a uno. Este “último hombre”, contrariado o por aburrimiento, podría elaborar el proyecto de exterminar todo lo que queda de vida, tanto animal como vegetal, en la medida que ello le fuera posible. La ética tradicional no tendría nada que objetar a esta conducta; sin embargo, sabemos intuitivamente que tal conducta sería totalmente reprobable e incluso monstruosa.

Del miedo a la bomba a la idea de la crisis tecno-ecológica

Otra fuente de pensamiento, tal vez la más fuerte, nos llega por la vía de la angustiada experiencia frente a la bomba atómica luego de su lanzamiento por los EE. UU. sobre Hiroshima y Nagasaki, punto final trágico de la Segunda Guerra Mundial. Grandes figuras intelectuales de la época, Albert Einstein, Bertrand Russel103 y Karl Jaspers104, intentaron advertir a la humanidad de la amenaza de destrucción generalizada de la vida humana, tal como se visualizaba en esa época. Luego fue Gunter Anders quien sistematizó esta fuente de inspiraciones en una importante obra105. El mérito de estos pensadores es haber intuido y comunicado al mundo la idea de la desaparición de la especie humana debido al poder destructor de las armas atómicas, del riesgo de una guerra total; esta angustia duró décadas y constituyó el fundamento de lo que se llamó el equilibrio del terror durante la guerra fría. El mérito indirecto es haber enseñado a pensar ciertos problemas como globales; en efecto, “las nubes radioactivas no se preocupan de marcas de kilometraje ni de fronteras nacionales ni de cortinas de hierro”106 —lo que se vio dramáticamente luego de las catástrofes de Chernóbil y Fukushima—. La cuestión de la existencia se dirige desde entonces hacia la humanidad como un todo.

Sin embargo, el primero que intuyó que la amenaza no iba solo por el lado de las armas nucleares, que se podría considerar como un uso perverso de la tecnología, sino de la tecnología misma, fue Hans Jonas, en su obra fundamental107. No obstante, esta idea flotaba en el ambiente intelectual heideggeriano, donde la expresión “la época técnica” o “la era de la dominación total de la técnica planetaria” forman parte del vocabulario corriente de esta tendencia, dando luego lugar a la expresión más corriente aún “la era planetaria”, que se encuentra, por ejemplo, frecuentemente, en la obra de Axelos108. Pero la idea de una ética que tome en cuenta las generaciones futuras es un avance filosófico importante; no resulta fácil en realidad concebir cómo las generaciones futuras podrían ser consideradas y, por ejemplo, tener derechos que nosotros debiéramos respetar. Literalmente hablando, las generaciones futuras son… gente que no existe. ¿Cómo podrían tener derechos? Sin embargo, el asunto aquí deriva en cierta manera de la moral kantiana, en la cual la dignidad humana es la fuente de toda moral y noción de respeto, los seres humanos no deben jamás ser considerados solo como medios, sino también siempre como fines . Por cierto, si no hay habitantes humanos en un hipotético futuro, porque las condiciones del planeta ya no lo permiten, hay que considerar que el daño sería el máximo, aunque no hubiera nadie para constatarlo. Así, el imperativo kantiano109 se convierte en “actúa según el principio que implique que una vida humana aceptable sea siempre posible en el futuro”.

La naturaleza fue durante mucho tiempo considerada como el dominio de lo inmutable, como un marco protector, una armonía celeste a la cual nada podría alterar. Pero ello, según Jonas, se ha acabado. La civilización tecnológica nos ha dado la posibilidad de alterarlo y, más aún, la conciencia de que lo hemos ya alterado substancialmente. Esta conciencia ha dado lugar al concepto de Antropoceno, una nueva era geológica, que sucedería al Holoceno (la fase actual del período cuaternario) y se caracterizaría por el hecho de que es la especie humana la que produce la mayor parte de los cambios del planeta110. Aunque esto sea discutido, el concepto tiene gran utilidad para la conciencia de que la libertad humana (y su potencia) debe profundizar su otra cara: la responsabilidad. Pensar la técnica misma y no solo las técnicas de destrucción es algo que también estaba en el aire, por decirlo así. Diversos aportes importantes, ligados ya sea a la izquierda política o al cristianismo, Ivan Illich, Jacques Ellul, Henry Lefebvre111 habían iniciado importantes reflexiones. Ellul es el autor de una idea que finalmente es aceptada prácticamente por todos: la autonomía de la técnica. No se trata de buena o mala utilización; la técnica tiene sus leyes y su propia dinámica, que remplazan, sin que nos demos totalmente cuenta, la racionalidad humana112.

La voz de Hannah Arendt también es importante en estos temas. Ya nos hemos referido a su idea de la acción (praxis) como comienzo de algo en el terreno humano. También son importantes los conceptos de “la obra” (de nuestras manos), que produce objetos de uso, que tienen una relativa independencia y que están destinados a durar, y “el trabajo” (de nuestro cuerpo); este último fabrica objetos de consumo , efímeros y también de dudosa calidad (volveremos sobre esta idea en el capítulo IV). En su última conferencia anuncia —o, podríamos decir, profetiza— la obsolescencia programa 113 da de las mercancías que se ha generalizado desde entonces: “La transformación en los hechos de la antigua sociedad de producción en una sociedad de consumo, que no puede avanzar más que convirtiéndose en una inmensa sociedad de despilfarro […] se efectúa en detrimento del mundo en que vivimos y de los objetos con obsolescencia fabricada que usamos y abusamos cada vez más, usamos mal y terminamos por tirarlos”114 .

El aporte de este vasto movimiento de ideas sigue constituyendo un zócalo de base, sin embargo, se puede señalar que todos estos pensadores —comenzando por el más influyente, Heidegger, y el más sistemático, Hans Jonas— han construido filosofías que conservan, en el fondo, el antiguo antropocentrismo. Aunque se han logrado grandes avances en la toma de conciencia, algunos de los cuales se traducen en principios jurídicos, como en Europa, el llamado “principio de precaución”, que conmina a abstenerse de un desarrollo tecnológico cuando no se tiene conocimientos suficientes de su inocuidad115. Por supuesto, esto puede ser interpretado de manera más o menos rígida o más flexible. La primera ha sido denunciada por científicos y, más aún, por industriales, como un freno a la investigación. Pero en el fondo se trata no de detener el conocimiento, sino de destinar una parte del costo de la investigación al estudio de sus efectos, lo cual no es nada obvio en la lógica capitalista, en la cual lo normal es lanzar lo más rápido posible un nuevo producto si no se ha demostrado su nocividad. El principio de precaución invierte de cierta manera la exigencia de la prueba, buscando sobre todo evitar aquello cuyas consecuencias pueden ser irreversibles. Por ello se ha podido prohibir, por ejemplo, la difusión fuera de laboratorio de muchos organismos genéticamente modificados.

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