Cuando decimos que la sociedad no debe plantearse como opuesta a la naturaleza ni entender esta última como objeto de dominación, de la misma manera que los humanos no deben ser objeto de dominación de otros humanos, ello implica oponerse a algo que está muy enraizado en la modernidad occidental, en nuestra manera de ser, y para ello hay que desarrollar una firme voluntad y poner en juego grandes energías.
¿Dominadores de la naturaleza? El modelo antropocéntrico
Descartes lo expresó de manera elocuente: si la ciencia, tal como él se proponía fundarla racionalmente, tuviera éxito en su tarea de dar un conocimiento cierto del mundo, sus aplicaciones podrían ser no solo teóricas, perdiéndose en la “filosofía especulativa”, sino también prácticas; así, nosotros los seres humanos podríamos entonces constituirnos “como dominadores y poseedores de la naturaleza”72. Aún más expresivo, Francis Bacon, importante pensador de la ciencia, decía que a la naturaleza había que “forzarla y arrancarle sus secretos”73.
El hombre en este modelo está claramente separado y opuesto a la naturaleza y se trata de triunfar sobre ella; la relación hombre-mundo se interpreta desde la dualidad sujeto-objeto. Ello parece estar al centro de la modernidad, lo que se expresa a veces con una imagen: el “impulso prometeico”, es decir, según el uso metafórico del mito griego, en el cual el titán Prometeo roba el fuego a los dioses del Olimpo para dárselo a los hombres en compensación por la mortalidad, un castigo excesivo infligido por Zeus. Este fuego se interpreta como la potencia industriosa y creadora de la inteligencia humana, que puede doblegar a las potencias naturales para que estas se plieguen a sus designios. En otras palabras, la técnica. Incluso Karl Marx conservó intacto este principio de la modernidad, que se puede definir a grandes rasgos como antropocentrismo o metafísica centrada en el hombre (genérico, universal) como ser separado de la naturaleza cuya vocación es dominarla.
Investigadores importantes lo han atribuido incluso a un acontecimiento en la historia de las ideas muy anterior a la modernidad cartesiana: la difusión y generalización del cristianismo en la Antigüedad. Esta idea fue lanzada por Lynn White en un artículo de gran repercusión. En efecto, en las culturas antiguas, tanto del Egipto como Mesopotamia o Grecia, una interpretación cósmica precede al conocimiento del hombre; este es interpretado como inserto en un orden que lo transciende ( kosmos , en griego, significa ‘orden’), una armonía superior que religaba los astros, los dioses, la tierra, las sociedades y los hombres. La sabiduría consiste en conocer esta armonia mundi y actuar según ella. En las culturas que los primeros cristianos llamaron “paganas” —pero ello persistió hasta avanzada la edad media—, cantidades de divinidades, espíritus, genios protectores, demonios y fuerzas invisibles pueblan todas las cosas, los animales, los bosques, la montaña, el río, los mares, las nubes, la tempestad y la tierra fértil. El mundo está lleno de lo sagrado y todo uso de ello, de alguna manera, implicaba una profanación y requería gestos, ritos, palabras, ofrendas, intercambios simbólicos, purificaciones y todo tipo de precauciones.
El cristianismo, precedido en ello por el judaísmo, luchó encarnizadamente por despojar el mundo de todos estos espíritus. Solo hay un Dios, el resto es idolatría. El hombre (el Adam), creado “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1:26), viene al final, como culminación de la creación, y le es dada la dominación sobre el resto de las creaturas, que fueron puestas allí para beneficio del hombre, así como la tarea de nombrarlas (en el lenguaje de la Biblia, como de los mitos arcaicos, nombrar es ejercer un poder), aunque también la de cuidarlas. “Sean fecundos, multiplíquense, pueblen la Tierra y sométanla”74 (Génesis 1; 28) es una frase de vastas consecuencias para todo el mundo monoteísta, que se construirá de esta manera como en torno a un encarnizado antropocentrismo. Así, puede decir Lynn White, “la victoria del cristianismo sobre el paganismo fue la más grande revolución psicológica de la historia de nuestra cultura”75. Desde entonces, la ruta estaba abierta para interpretar el resto del mundo, vaciado de todos los espíritus o entidades mágicas, como una inmensa reserva de medios al servicio del hombre, que, si bien tiene la responsabilidad de hacer buen uso, no debe reconocer nada sagrado en el mundo, bajo la amenaza de recaer en la idolatría. “Destruyendo el animismo pagano, el cristianismo permitió la explotación de la naturaleza en un clima de indiferencia hacia la sensibilidad de los objetos naturales”76. Aunque el camino fue largo, debía conducir, con los siglos, a la idea de la materia prima, inerte, lo disponible, lo “a la mano”, dirá Heidegger, quien deduce de esta nueva situación una verdadera ontología de la modernidad77.
El cristianismo abre así la vía a las diversas revoluciones industriales, comenzando por la técnica propia en la Edad Media, la técnica y el maquinismo de la modernidad, luego a la “revolución industrial” del siglo XIX, y finalmente a la civilización tecnológica que conocemos en la actualidad78. Por cierto, otras dos interpretaciones de la fuente bíblica y la tradición intelectual occidental que White no menciona pueden ser citadas, en las cuales el hombre no es precisamente el amo de la naturaleza, sino que se sitúa en la posición ya sea de la intendencia o bien de la cooperación con la creación. Esta discusión ha sido llevada por John Passmore, para quien, en la primera de estas actitudes, el ser humano solo es el intendente de la naturaleza, Dios ha dado la tierra a los humanos para que ocupen de ella como un jardinero se ocupa de su jardín, con cuidado y dedicación. Según la segunda, más presente en el estoicismo, la creación es un proceso inacabado, y el hombre tiene por misión de continuarla y mejorarla permaneciendo fiel al proyecto divino79. No iremos más lejos en cuestiones de historia de las ideas religiosas, pero importa tener presente el lazo íntimo de las convicciones y sistemas simbólicos de las sociedades humanas con lo que estas hacen con la naturaleza80 y, por cierto, con el ser humano mismo, que es parte de la naturaleza, aunque no siempre lo reconozca. Ciertamente, estas tendencias minoritarias no aseguran tampoco enteramente una ética del medio ambiente, porque los humanos, aun considerándose intendentes o cooperadores de la creación, aun teniendo cuidado de no destruir, podrían perfectamente no dejar nada intacto y “antropizar” —según la expresión de Richard Routley— todo lo que esté a su alcance, lo que es incompatible con una verdadera ética ecológica. Este pensador se refiere al “chovinismo humano”81 , esa tendencia a pensar al ser humano como único destinatario de la consideración y respeto morales (volveremos sobre ello).
Filosofías de la naturaleza
La temática de la ecología es bastante nueva en la historia del pensamiento; no aparece en el pensamiento clásico europeo, salvo excepciones, ni en la filosofía política ni en la ética, aunque hay precedentes en la filosofía de la naturaleza en casi todas las épocas, siendo el más notable la filosofía (ética y ontología) monista de Baruch Spinoza. Contra los dualismos de toda una tradición metafísica desde Platón a Descartes (espíritu/materia, alma/cuerpo, pensamiento/extensión, Dios/mundo, sujeto/objeto, etc.), el filósofo de Ámsterdam establece claramente que no hay diferencia de substancia entre el hombre y la naturaleza, pues en realidad no existe más que ella , el hombre “no es un imperio dentro de un imperio”; Dios mismo o la substancia infinita no es otra cosa que la naturaleza ( Deus sive Natura 82), con sus leyes, su causalidad, su necesidad a la cual nada escapa.
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