Agradecer a las numerosas personas que ayudaron a la producción de este libro no es una mera formalidad, sino un modo de recordar muchas buenas conversaciones y colaboraciones. Las primeras de ellas fueron aquellas que tuve con mis colegas y amigas queridas Caterina Pizzigoni, Nara Milanich y Amy Chazkel, quienes hicieron las primeras, perspicaces lecturas de estos capítulos. Recibí apoyo decisivo y atinadas preguntas y sugerencias de Claudia Agostoni, Marianne Braig, Lila Caimari, Gabriela Cano, Hélène Combes, Angélica Durán Martínez, Tanya Filer, Gustavo Fondevila, Cathy Fourez, Serge Gruzinski, Ruth Halvey, Paul Hathazy, Aída Hernández, Marc Hertzman, Eric A. Johnson, Ryan Jones, Dominique Kalifa, Alan Knight, Regnar Kristensen, Alejandra Leal, Eugenia Lean, Annick Lempérière, Everard Meade, Daniela Michel, Mariana Mora, Saydi Núñez Zetina, Nadège Ragaru, Margareth Rago, Ricardo Salvatore, Gema Santamaría, Luana Saturnino Tvardovskas, Elisa Speckman Guerra, Pieter Spierenburg, Mauricio Tenorio, Geneviève Verdo, Edward Wright-Rios, Rihan Yeh, René Zenteno y mis compadres Theo Hernández y Carla Bergés. Los estudiantes de Columbia con quienes he trabajado en estos años merecen mención aparte por su interés continuo y los entusiastas comentarios que hicieron a los largos borradores de los capítulos: Sarah Beckhart, Andre Deckrow, Marianne González le Saux, Sara Hidalgo, Paul Katz, Daniel Kressel, Daniel Morales, Rachel Newman, Allison Powers y Alfonso Salgado. La colaboración de Rachel fue esencial en las últimas fases del proceso, tanto en la mejoría del manuscrito como en la búsqueda de las imágenes. También conté con la invaluable ayuda de Laura Rojas, quien me hizo descubrir a María del Pilar Moreno, y con la de Xóchitl Murguía, Julia del Palacio, Natalia Ramírez, Kimberly Traube y María Zamorano. Le agradezco a Susan Flaherty y Rodrigo Moya por ceder la foto del Güero Batillas, a Carlos Peláez Fuentes y Luis Francisco Macías, de La Prensa, y a Marina Vázquez Ramos, de la Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca Mario Vázquez Raña.
Recibí apoyo financiero e institucional de la Universidad de Columbia por medio del Instituto de Estudios Latinoamericanos, el Departamento de Historia, el Institute for Social Research and Policy y el Programa Alliance, que hizo posible una estancia en la Université de Paris 1, Panthéon Sorbonne. También tuve el apoyo del Center for U. S.-Mexican Studies de la Universidad de California, en San Diego, para una útil estancia en La Jolla; del DesiguALdades Project de la Freie Universität Berlin, para un periodo productivo en Berlín; de la Universidade Estadual de Campinas, para otro fructífero mes en São Paulo; del American Council of Learned Societies, y de la familia Shorin-Ores, por un rato de tranquilidad en Lakeville, Connecticut.
La versión en español de este libro fue posible gracias a la iniciativa de Gustavo Fondevila y el respaldo de los demás colegas del Centro de Investigación y Docencia Económicas. Aprecio particularmente el sello de aprobación que significa la coedición de este libro bajo el auspicio del CIDE. Tomás Granados Salinas, de la editorial Grano de Sal, también es responsable de que podamos haber llegado a este punto. Sobre todo, quiero agradecer a Claudia Itzkowich. Este libro ha mejorado gracias a su cuidadosa lectura y su inteligente traducción. El proceso de colaborar con Claudia en la versión en español ha sido un verdadero aprendizaje por su minucioso profesionalismo y su conocimiento del español y el inglés.
Hacia una historia nacional de la infamia
Como cualquier otro libro de historia, éste trata de entender el presente. En el caso de México, el presente significa violencia e impunidad en una escala tal que el nombre del país se ha convertido prácticamente en sinónimo de infamia. La violencia y la impunidad parecen estar arraigadas en una deshumanización de las víctimas que tanto el gobierno como un amplio sector de la población acepta como inevitable. El asesinato no suele investigarse; más bien se explica simplemente como consecuencia de disputas entre sospechosos cuyos derechos se violan de manera rutinaria. Este libro sostiene que dicha negligencia es resultado de un proceso histórico. El régimen político que emergió de la Revolución de 1910 fue un modelo de estabilidad para América Latina durante el siglo XX, mas no un ejemplo exitoso de transición hacia la democracia y el Estado de derecho. Al mirar la historia nacional a través de la lente del crimen y la justicia, este libro examina el surgimiento, entre los años veinte y los años cincuenta del siglo pasado, de una amplia tolerancia por parte de la sociedad civil mexicana hacia el castigo extrajudicial y la victimización del inocente. Esta tolerancia se desarrolló a pesar del surgimiento paralelo de perspectivas críticas que condenaban severamente la incapacidad del Estado para buscar y reconocer la verdad.
El vínculo entre el crimen, la verdad y la justicia es una premisa de la sociedad moderna: todos creemos que debe haber una relación ente los tres. Una vez que se comete un crimen, la policía debe establecer qué sucedió y quién es responsable, y el sistema judicial debe darle seguimiento con un castigo adecuado. En México, esa premisa es tan antigua como la nación misma. Sin embargo, durante esas cuatro décadas de mediados del siglo XX, los mexicanos llegaron a definir la realidad más bien por la ausencia de esa conexión: la verdad acerca de los crímenes específicos solía ser imposible de conocer, con lo cual la justicia podía obtenerse sólo de manera ocasional, las más de las veces al margen de las instituciones estatales. De los años veinte a los cincuenta también vemos el desarrollo del lenguaje y los temas que le permitieron a los ciudadanos hablar del problema y mantenerlo en un lugar central de la vida pública. Sin embargo, este libro no se trata únicamente de símbolos o ideas. Incluso las percepciones —una palabra utilizada comúnmente por los políticos contemporáneos para insinuar que ellos saben más acerca de la realidad que la población— son resultado de prácticas llevadas a cabo lo mismo por actores sociales que por el Estado. Este libro rastrea las formas en las que se rompió el nexo entre crimen, verdad y justicia, y examina los intentos de la sociedad civil por restablecerlo. El periodo de la historia nacional que se aborda aquí, precedido por una dictadura y una guerra civil, fue testigo del desarrollo de una serie coherente de conocimientos y prácticas en torno al crimen y la justicia. Estas nociones básicas sobrevivieron más allá del fin de este periodo, cuando nuevas formas de crimen organizado y de complicidad y violencia por parte del Estado rebasaron la habilidad de la sociedad civil para lidiar con ellos.
En el México posrevolucionario, la historia del crimen está entrelazada con la historia política. A partir de 1876, el régimen porfirista logró proyectar una imagen de paz por encima de una realidad de violencia social y política. El gobierno hablaba del crimen, en particular de los robos insignificantes y del alcoholismo, como razones para desplegar el castigo como una forma de ingeniería social. Durante la Revolución, la definición legal del crimen prácticamente carecía de sentido, ya que los actos colectivos de robo, asesinato y violación no se castigaban y las autoridades no tenían la capacidad para garantizar la vida o la propiedad. Inmediatamente después de la guerra civil, la confluencia del acceso generalizado a las armas, el conflicto de clase y la laxitud del gobierno en relación con el crimen amplió el margen de tolerancia para la transgresión. 1Los años veinte vieron la consolidación de un gobierno basado en una amplia alianza entre las organizaciones de trabajadores y campesinos, los intelectuales progresistas y los capitalistas nacionales. A partir de 1929, un sistema de un solo partido oficial minimizó la competencia electoral y disciplinó a la clase política en todo el país, aunque no eliminó el clientelismo. Más o menos al mismo tiempo, nuevos códigos y otras reformas legales presagiaban un sistema penal moderno. Sin embargo, tras la fachada de una estabilidad corporativista, la vida pública era inestable y descentralizada, y los distintos actores sociales estaban encontrando nuevas formas de negociar sus relaciones con el Estado y traspasar las divisiones de clase. Las viejas prácticas criminales subsistieron, pero además emergieron formas modernas de criminalidad, las cuales se volvieron más prominentes en la vida pública.
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