Sobre las doce de la mañana lucía un sol imponente, y al abrir los ojos no recordaba nada de lo pasado, y la luz que entraba por la ventana comenzó a molestarme. Al incorporarme, miré la mesita y el suelo de toda la habitación, pero ni rastro de botella de whisky ni de tanguita de mujer.
―Creo que es hora de ir al médico. Me está dando la impresión de que me estoy volviendo loco.
Me di una ducha que duró media hora, luego me hice un café bien cargado, recobrando energías. Intenté recordar algo de la noche pasada, pero no había manera de hacerlo. Me dirigí al despacho para ver si por lo menos podía teclear algo, y al llegar a la mesa vi que no había ningún folio, ni en esta ni en la máquina. ¿También olvidé eso? Y de pronto me acordé de Marta, el cabreo que debería tener conmigo sería mayúsculo. Maldije en alto, ya que ella esperaba la nueva entrega y no tenía nada. Parecía que mi vida se estaba yendo al traste. Me senté en el sofá del comedor y estuve pensando durante un buen rato, y decidí que lo correcto era llamarla y decírselo. Marqué el número de la editorial y me encomendé a todos los santos.
―¿Sí?
Era ella.
―Hola Marta, yo…
―Hombre, Salomón, ya era hora.
―Deja que te explique.
―No hay nada que explicar. Déjame que te dé la enhorabuena. ¡Menuda historia!
Yo me quedé totalmente descolocado.
―¿Cómo dices?
―«BCN Vampire» La sombra del diablo es una pasada. Ven aquí al despacho, queremos celebrarlo contigo. Comeremos tú, Esteban y yo. Eres genial.
Me colgó.
Y yo me quedé como un tonto ante el auricular.
CAPÍTULO X
La comisaría de Vía Layetana era un hervidero de gente entre policías y detenidos entrando y saliendo. La muchacha se encontraba sola en una habitación con una mesa y tres sillas; estaba muy nerviosa y la espera no hacía sino acrecentar su angustia. La habían citado tras ser la primera persona que vio los cadáveres. Le sirvieron una tila, no quiso café, pero siguió con el nerviosismo; todavía tenía en la mente la cara de aquel hombre, una imagen borrosa debido al shock, pero inquietante. Al cabo de un rato entró en la habitación un hombre alto, bien vestido con la corbata medio deshecha y con unas ojeras que denotaban falta de sueño. Se sentó frente a ella y esbozó una sonrisa tranquilizadora.
―Bien, Vanesa, soy el inspector Garrido de homicidios. Lo primero que te tengo que decir es que estés tranquila.―Ella asintió con ojos tiernos y temerosos―. Aquí no te va a pasar nada y puedes tomarte todo el tiempo que necesites para contestar a mis preguntas. ¿Podrías describirme al hombre que viste y que salió corriendo?
Dio un sorbo de la tila y se removió en el asiento.
―Era un hombre alto, con botas gruesas, pantalón y camiseta de color oscuro… y con un abrigo de piel que le llegaba a los tobillos.
Garrido esperó unos segundos.
―Bien. ¿Y la cara? ¿Pudiste ver bien su cara?
Ella gesticuló nerviosa.
―No, no pude verla bien, pelo negro y con gafas oscuras.
―Quizá alguna cicatriz, algo que lo distinga de otros.
Vanesa lo miró con miedo.
―Estaba muy asustada, solamente le puedo decir lo que ya le he dicho y…
El inspector se rascó la barbilla.
―Si lo vieras de nuevo, ¿crees que lo reconocerías?
―No lo sé.
―Bueno, no te preocupes…
Ella lo cortó.
―Sí que estoy preocupada, claro que lo estoy. Tengo su imagen en mi mente.
―¿Qué fue lo que hizo él?
―Se acercó a la muchacha muerta y le puso la mano en el cuello, dio la impresión de que quería ayudar, pero cuando…
Se calló de golpe. Garrido entrecerró los ojos.
―Cuando… ¿Qué?
Ella lo miró con lágrimas resbalándole por las mejillas.
―Cuando vi esos dientes…
―¿Qué le pasaba en los dientes?
―Se que parecerá una locura, pero tenía dientes de vampiro.
El inspector se echó hacia atrás con cara de sorpresa.
―¿Dientes de vampiro?
―Sí. Todo en él era siniestro, pero sus dientes fue lo que más me asustó.
Garrido se levantó y miró a través del cristal de la habitación hacia la oficina. Luego se giró y miró con comprensión a la muchacha.
―En un ratito vendrá un compañero y le describirás todo lo que puedas sobre ese sujeto ante un ordenador. Y tranquila, será un momento.
Salió de la habitación y se dirigió hacia su mesa de despacho, se sentó tras quitarse la americana y se puso a tamborilear con los dedos. Una voz lo sacó de sus pensamientos.
―¿Mal día?
Él miró a la compañera que acababa de hablarle con muchas incógnitas en la mirada. Ella sonrió mientras le alargó un vaso de plástico.
―Te vendrá bien un café.
―Sí, gracias Diana. Este es un caso muy peliagudo. Es el segundo asesinato en la misma semana, y con el mismo modus operandi. Estos dos crímenes no son fruto de la casualidad, aquí hay un patrón de conducta ―la miró muy serio―, nos enfrentamos a un asesino en serie.
―¿Crímenes idénticos?
―Totalmente. Dos mujeres jóvenes a las que arrancan a sus bebés nonatos, y como trofeo se llevan los cordones umbilicales.
La mujer puso cara de dolor.
―Hay cosas a las que nunca me podré acostumbrar en este trabajo.
Hubo un largo silencio que rompió ella.
―¿Algún sospechoso?
―Por la descripción que me ha dado la testigo podría ser cualquiera de esos a los que llaman Gotik’s ―puso cara de recordar―, el día del primer crimen había dos de ellos en el bar de al lado.
―Son gente muy extraña, y es demasiada casualidad que pululen alrededor de los dos asesinatos.
Él se levantó como un resorte mientras se ponía la americana de nuevo.
―Voy a dar una vuelta por los círculos góticos.
―Pero es muy temprano para ellos.
―No lo creas. Los cadáveres se descubrieron por las mañanas, y siempre había alguno de ellos por allí. Empezaré por los dos que vi en el bar. Si no tienes nada que hacer puedes venir conmigo.
―Hoy viene un pez gordo de las finanzas con contactos en la Generalitat, ya sabes, ahora se creen nuestros dueños.
―¿Quién es?
―Si te giras lo verás entrando por la puerta con dos matones por guardaespaldas.
Así hizo y vio a un hombre muy trajeado, con ademanes demasiado exquisitos y con una mirada glacial que no daba tregua a la réplica. Pero lo que más le llamó la atención fue la falta del lóbulo de la oreja izquierda.
Garrido salió de la comisaría pensando en lo que le había dicho la muchacha:
«Dientes de vampiro».
CAPÍTULO XI
Laboratorios FarmaCorps
Montaña de Collserola
Una frenética actividad tenía lugar en los recién estrenados laboratorios FarmaCorps. Al principal y mayoritario accionista no le costó mucho conseguir los permisos para construirlo dieciocho meses atrás en la prohibidísima montaña de Collserola; solamente cien millones de euros, de los cuales cuarenta y cinco fueron a parar a bolsillos de políticos corruptos de la Generalitat y otros tantos al Gobierno Central, quedando diez millones para dietas de «trabajo». Mucho dinero para poder amortizarlo a corto plazo. Dante Höler era un español, descendiente de alemanes afincados en Islandia, frío y calculador. Su tatarabuelo emigró a la gélida isla pensando en cambiar de vida, y así fue. Contactó con mafias nórdicas y se hizo un nombre entre los contrabandistas que operaban de Islandia a Reino Unido, creando así una gran fortuna que sus descendientes ampliaron al irse a vivir a Gran Bretaña. Pero Dante tuvo miras más altas, ya que estudió Biología sacando matrículas de honor, creando vínculos con políticos poco recomendables, hasta que vio el filón que representaba España para sus negocios, ya que la nefasta política de este país era un caldo de cultivo para sus próximos proyectos. Creó FarmaCorps y rápidamente se puso a trabajar en un proyecto que tenía en mente en colaboración con los mejores científicos que tenía el país. Dante estaba encantado con tales mentes brillantes, pero no contaba con la honestidad y principios de la mayoría de ellos, quedándose solamente con dos de dieciocho que había contratado.
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