―¿Qué quieres?
Mi pregunta fue obvia, pero directa. Él intensificó su mirada y un halo de reconocimiento me envolvió, pero no supe por qué. Su voz sonó cavernosa.
―Quiero que sepas que cuando tengas un problema acudas a mí, Radu.
Al decir aquel nombre su voz sonó como familiar, pero no podía ser. Mi mente en esos momentos fue un hervidero de contradicciones, las imágenes de un hombre ya viejo en una biblioteca, y la aparición de este personaje que se me antojó él mismo, pero más joven. Fui a preguntar quién era, pero el whisky comenzó a hacerme mella; cerré los ojos haciendo un leve movimiento de cabeza y cuando los abrí ya no estaba allí. Un murmullo sonaba en mi cabeza, dictándome lo que debía hacer.
Recorrí las calles como impulsado por un resorte. Muchos, que tropezaban conmigo, se quedaban alucinados de ver tanta agilidad y energía a esas horas de la noche. Pasé al lado de muchachas que me hacían hervir la sangre con sus miradas lascivas, dulces tentaciones que revolvían lo más hondo de mi ser; mi lado salvaje. Me paré ante una diosa pelirroja que emanaba fuego en la mirada. Estuve hipnotizado ante ella hasta que ocurrió al revés, se me acercó como una autómata y me ofreció sus dulces labios. Un latigazo recorrió mi cuerpo y fui a abrazarla, pero el murmullo volvió a mi cabeza haciéndome retroceder ante su mirada suplicante de más besos. Me alejé de ella, dejándola atrás, quieta como una estatua, mientras observaba como me alejaba.
Aparecí en una casa desconocida y me encontré ante un artilugio con teclas y un papel en blanco. No sabía qué hacía yo en aquel lugar, pero comencé a golpear las mismas con fruición y noté como mi mente se iba desahogando entre frases e historias.
Supongo que acabé dormido y no noté la aguja que me clavaron en el brazo, deslizándome por ella un líquido que penetró en mi sangre dejándome totalmente indefenso. Luego los dos hombres vestidos con trajes negros me levantaron bajo la atenta mirada de un tercero al que le faltaba el lóbulo de la oreja izquierda y me subieron a un automóvil marca Mercedes con los cristales tintados.
Y así desaparecimos con las primeras luces del alba.
CAPÍTULO VII
El inspector Garrido de los Mossos d’esquadra no daba crédito a lo ocurrido. Un indigente se llevó un susto de muerte aquella madrugada cuando tropezó con el cadáver ensangrentado de la mujer, y su corazón se paró en seco al ver al bebé nonato en el suelo. Tras la espera del forense y su primer informe quedaron desconcertados. La durmieron con cloroformo para, posteriormente, arrancar a la criatura de sus entrañas para llevarse solo una cosa.
―Ha sido brutal, pobre mujer.
El forense contestó sin dejar de examinar.
―Y pobre niño. Ya pueden llevárselo. ¿Sabemos si tiene pareja?
Garrido se rascó la nuca.
―No tiene documentación. Se la habrán llevado. Lo que no entiendo es el posible móvil.
―Haré un examen en profundidad en el laboratorio. Hay algo que se me escapa en este horror. Es la primera vez que me encuentro con un caso así y me siento un tanto inquieto.
―Se han tomado fotografías desde todos los ángulos, no debemos dejar escapar ni el más mínimo detalle.
Durante unos eternos instantes los dos hombres se quedaron mirando los cadáveres, intentando digerir cómo puede haber gente tan loca como para cometer una aberración de semejante magnitud contra un ser humano.
―Necesito un café ―dijo el inspector―, hoy va a ser un día interminable, al que le seguirán días más largos.
―Tengo un pálpito que no me gusta nada. Es un crimen sin sentido. Ahora queda identificar a la víctima.
―Las víctimas.
El forense lo miró inquieto.
―Sí. Las víctimas.
―Avísame cuando se sepa algo.
―Con los últimos recortes presupuestarios vamos a tenerlo un poco crudo. Tardaré.
Garrido suspiró mientras movía la cabeza negativamente. Tras la destitución de la alcaldesa, dejando el cargo vacante, y las luchas internas en la Generalitat, la ciudad se estaba convirtiendo en un desastre. Una encarnizada lucha política instigada desde el Gobierno Central había llevado a un caos interno como nunca se había vivido. El inspector llevaba dos meses sin cobrar, y los ánimos entre los propios policías se iban minando. Los gritos de independencia eran cada vez mayores. Se daba más crédito a la separación que a arreglar el verdadero problema. En Madrid, el Ministerio del Interior estaba comandado por alguien que miraba más por su bolsillo que por el interés general. Y en Barcelona, el nuevo President se convirtió en un títere en manos de empresarios sin escrúpulos.
Garrido intentaba mantenerse sereno sabiendo que el número dos de interior, Jaume Sagasta, intentaba por todos los medios mantener el ministerio cuerdo ante la locura últimamente desatada.
Entró en el bar que le pilló más cerca y se pidió un café. Eran las 8:30 de la mañana y ya era el tercero. Apoyó los codos en la barra, intentando pensar, hasta que sintió unos ojos clavados en él. Volvió la cabeza y vio a dos hombres de entre veinticinco y treinta años mirándolo fijamente. Les dio un repaso visual, viendo que vestían de negro, con las caras muy pálidas y con la raya de los ojos pintada, con unas ojeras que les llegaban a los pies.
―¿Puedo ayudarles?
Los hombres se levantaron de sus respectivos taburetes mostrando una estatura elevada, y lentamente se dirigieron hacia la salida; sin hablar y sin dejar de mirarlo. Garrido sintió un estremecimiento, pero aguantó el envite visual, hasta que desaparecieron. El barman lo miró muy serio.
―Gente muy rara. No me extraña que haya ocurrido lo de esa pobre mujer.
Garrido lo miró estoico.
―El hábito no hace al monje. Sí, son raros, pero no por eso han de ser asesinos.
―La policía debería vigilarlos más de cerca.
―Ya. Cada vez hay menos policías y más trabajo. Esto se puede convertir en una anarquía.
―Si la policía no puede protegernos tendremos que hacerlo nosotros. He decidido que voy a agenciarme un arma.
El inspector lo miró e iba a contestar cuando entraron una mujer con un micrófono y un hombre con una cámara, dirigiéndose la primera al mismo.
―Inspector Garrido, ¿qué nos puede decir de este terrible asesinato?
El barman se estremeció al oír la palabra inspector, ya que acababa de decirle que iba a comprar un arma. Se metió en sus quehaceres mientras Garrido puso cara de fastidio.
―¡El Canal 15! ¡Cómo no! ¿Cómo estás Laura?
―Esperando a que nos diga algo al respecto.
―Lo siento, pero no puedo hablar por ahora.
―Pero los ciudadanos tienen derecho a saber…
La interrumpió.
―Exacto, tienen tanto derecho como yo, pero si todavía no sé nada, nada puedo decir. Solo que estamos trabajando en ello desde el primer momento.
La periodista sonrió cínicamente.
―¿Desde un bar?
Se levantó como impulsado por un resorte, dejó dos euros en la barra y se dirigió a la salida, malhumorado. Una vez llegó a la puerta se dio media vuelta.
―Encontraremos al culpable.
Cuando desapareció, el barman se dirigió a la periodista.
―Seguro que han sido los tipos de negro.
La periodista se sintió intrigada.
―¿A quiénes se refiere?
El camarero puso tono confidencial y describió a los ojerosos que momentos antes se fueran del bar.
Garrido iba al volante de su Honda Cívic cuando recibió una llamada al móvil. Era el forense.
―¿Tienes algo ya? ¡Qué rápido!
―Ya te dije que algo se me escapaba. Volví al lugar y lo peiné de nuevo, pero no lo encontré, así que decidí observar con más detenimiento los cadáveres.
―¿Y?
―No te lo vas a creer.
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