CAPÍTULO III
Nací bajo el signo de Libra y así lo llevo tatuado en mi espalda. Un tribal que en nada se asemeja al símbolo de dicho signo. Al contrario de lo que muchos piensan, los libra nunca encontramos el equilibrio, pero no dejamos de buscarlo. Quizá ello sea la causa de que nos acerque más a él. Pero no es mi caso. Mi alma no tiene contrapeso con otra alma. Mi signo en Libra está maldito. No recuerdo mucho del día, sé que mi piel está más oscura, lo que quiere decir que he estado al sol, pero cuando las estrellas aparecen mi memoria se enturbia y vuelvo a ser el mismo de la noche anterior. Miro a la luna y maldigo su luz, esa luna que antaño tanto adoré, y deduzco que para que el alma sea luminosa necesita de la oscuridad. Pero ¿cuál es mi cometido en esta vida? Creo que solamente soy una bestia al servicio del mal con un corazón que llora por lo que me he convertido. Cuando hago lo que hago mi esencia se desmiembra de tal manera que mis pedazos se disgregan por el fango. Quisiera derramar alguna lágrima, pero no puedo. Solamente me dedico a violar las leyes del ser humano. Conquisto corazones femeninos para luego chuparles la sangre, para dejarlas en un éxtasis que hace que quieran volver a mí. Pero me niego. No quiero que sufran, pero es lo que les voy a hacer, y cuanto más las poseo y más sufren, mayor es mi gozo, hasta que me encuentro solo y entonces el que sufre soy yo. Mi signo en libra me desequilibra por completo.
La noche es fría y despejada. La dama blanca en el negro cielo remarca el dorado de mi mirada y la chica rubia y explosiva me desea. Pero mi pensamiento esa noche estaba obsesionado por otra mirada. Unos ojos grandes y verdes que helaban toda mi pasión para posteriormente hacerla explotar en deseo y temor. Los ojos de la diablesa que consumían mi alma. Quizá si mordiese un par de cuellos más me olvidaría de ella. Eso creía. Pero su imagen me escocía en lo más hondo de mi ser. La deseo y la repudio.
Entré en aquel tugurio para tomar un par de whiskies, ver si me dormía y amanecía tal y como era yo. Pero el destino me la jugó, pues allí estaba ella sentada al lado de la barra. Giró sus ojos y los clavó en los míos. No creo que Dios exista, pero lo aclamé en ese momento ante su verde mirada como la jungla más salvaje. Me quedé hipnotizado, quería irme, huir, pero no podía. Se levantó y se dirigió hacia donde me encontraba; no lo podía creer, la mujer más fascinante de este planeta se acercaba a mí, un maldito como era yo, sintiéndome indefenso ante el fulgor de su mirada como si fuera un niño. En ese momento la deseé más que nunca y más que nunca quise escapar. Cerré momentáneamente los ojos en un intento de esquivar su influjo, esperando una atronadora voz que me enviara al infierno. Luego los abrí…, y ya no estaba. Miré hacia todos lados, buscándola, hasta que la vi en la calle a lo lejos, lanzándome una última mirada antes de desaparecer. Y entendí que nos volveríamos a ver.
CAPÍTULO IV
Mi cerebro no podía procesar con claridad aquel infernal ruido hasta que abrí los ojos, giré la cabeza y me quedé observando el despertador al lado de una botella vacía de Knockando. Me levanté medio zombi, me acerqué a la ventana y subí la persiana. Un haz de luz me cegó por momentos.
―¡Joder!
Hacía un día tan brillante que tuve que tapar mis ojos con la mano mientras frotaba los dientes al notarme la boca pastosa. Miré al suelo y vi una braguita tanga de color negro.
―¿Cómo es posible? ―mi mente era un hervidero― ¿Estuve anoche con una mujer y no me acuerdo? ¡Joder, cómo me duele la cabeza!
Me dirigí al baño para darme una larga ducha tonificante; el agua fue calmando la rara ansiedad que sentía; cuando, de pronto, me pareció ver algo a través de la mampara, como si fuera la figura de una mujer; me alerté y asomé la cabeza no viendo nada. Seguro que la resaca del whisky me la estaba jugando.
Me puse unos tejanos desgastados y una camiseta de color blanco con bambas del mismo color. Al ir a lavarme los dientes noté como un pequeño dolor en los caninos, pero lo alucinante eran las pequeñas manchas en ellos, como alguna pasta seca. Los lavé con fruición y luego me senté ante mi Underwood, esperando que alguna idea viniera a mi cabeza para llenar de frases estúpidas el papel en blanco y golpear sus teclas con fruición. Pero solamente conseguí llenar media papelera de hojas arrugadas y hechas una pelota. Me levanté y me fui a la calle. Necesitaba tomar un café y observar a la gente, sacar alguna idea que me hiciera ensamblar unas palabras con otras y crear algo digno de leerse. La actividad frenética del lunes por la mañana me distrajo por momentos mientras tomaba un capuchino en el bar de la esquina. Hubo un momento en que me quedé absorto hasta que una voz me hizo girar la cabeza.
―Tienes ojeras. ¿Mucha fiesta anoche?
La miré como siempre lo hacía: con ojos de cordero degollado. Observar su mirada fresca y penetrante, con unos ojos color miel increíbles que me aceleraban el pulso, y una figura grácil y estupenda que alineaba por la espalda con una larga cabellera rubia recogida en una cola de caballo. Alicia era una delicia.
―¡Supongo que sí!
―¿Supones?
No pude evitar una sonrisa.
―No recuerdo lo que hice. Quizá bebí demasiado.
Movió la cabeza cuando una amplia y preciosa sonrisa se dibujó en su rostro mientras bromeaba.
―Cuando te cases conmigo vivirás más tranquilo.
¡Casarme con ella! Ojalá fuera yo de esos, pues ella sería la candidata perfecta. Seguro que sabría hacerme feliz; pero soy un paria del amor, un rebelde y salvaje. Me acerqué y la besé en la mejilla.
―Tú sabes que, aunque no me case contigo, te quiero mucho, y no quiero que faltes en mi vida.
Ella soltó un suspiro.
―Me voy, que debo ir a trabajar. Algunos no tenemos la suerte de ganarnos la vida con la pluma y el pergamino.
Me acordé que tenía una reunión con mi editora. Seguro que me caería una bronca por no tener lista la siguiente historia de la saga «BCN vampire» que llevaba unos tres meses teniendo un éxito aceptable, con lo que mi bolsa se solía ver llena de billetes. Me dirigí al Paseo de Gracia en metro. Cuando llegué me quedé mirando la fachada del edificio donde se encontraba la editorial, muy antigua y muy bonita. Me pregunté cuánto valdría vivir en uno de aquellos pisos; quizá algún día pudiera permitírmelo. Cuando entré en el despacho de Marta esta me miró un tanto malhumorada.
―Muchacho, ¡está a punto de expirar la fecha de entrega de tu manuscrito! ¿Me traes algo?
Saqué a relucir mi mejor sonrisa y me senté en la silla de invitados.
―Estoy a punto de acabarlo.
Me miró de reojo con el escepticismo dibujado en su cara.
―¿Seguro?
―Pasado mañana lo tienes aquí.
Cambió la expresión a pícara.
―Entonces tendrás que compensarme con… ¿una cena por ejemplo?
Lo volvió a hacer. Me volvió a tirar los tejos. Marta era una mujer atractiva para la edad que tenía, pero no era mi tipo, así que tenía que echarle más imaginación para desembarazarme de ella que para escribir mis novelas.
―Tú sabes que algún día tomaremos algo juntos, pero ahora me debo al próximo capítulo de la saga. Porque si no, tomaré algo con una mujer cabreada.
Me levanté y cogí un caramelo de la tacita que había encima de la mesa. Luego sonreí, me encogí de hombros y me dirigí a la salida.
―Ha sido una reunión corta, pero intensa, señora editora.
Mientras me perdía por la puerta ella solo se fijaba en mi trasero. No pude evitar sonreír de nuevo.
Una vez en la calle volví a coger el metro y me fui hasta el Paseo de Sant Joan, a la biblioteca Arús, a ver al hombre que me dio la idea de que escribiera la saga. Vladimir Kälugärul, un rumano de pelo largo y una mirada negra como la noche, afincado en Barcelona desde hacía muchos años; un tipo interesante a la vez que misterioso. Cuando llegué estaba inmerso en la lectura de un libro que parecía muy antiguo.
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