Juan C. Rojas - BCN Vampire
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thriller que no dejará indiferente.
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―Vlad, amigo, se me escapan las ideas.
Su voz era suave y su manera de expresarse muy lenta, como si diera una lección con cada palabra que decía.
―Querido Radu, la inspiración nos vendrá por gracia divina, por aquel que es portador de la luz.
Nunca supe por qué me llamaba Radu y no por mi nombre que es Salomón.
―La verdad es que cuando estoy contigo se me llena la mente de ideas. Tenemos que vernos más a menudo, así seré el escritor más prolífico de la ciudad.
Él levantó la vista del libro y la fijó en mí mientras esbozaba una extraña sonrisa. Estuvimos hablando sobre su tierra y los seres míticos que la poblaban en sus tinieblas: los vampiros, empapándome de su sabiduría. Luego nos despedimos.
―Me voy, y ya sabes amigo, tenemos que vernos más a menudo.
Salí de la biblioteca mientras él me miraba cuando me iba. Susurró algo muy bajo que nadie oyó.
―«Muchacho, nunca te acuerdas de que nos vemos cada noche».
Bajó la mirada y siguió en su estudio.
CAPÍTULO V
El extraño momento en que la claridad va desapareciendo y mi energía va en aumento es como una sucesión de imágenes que pasan por mi mente, haciéndome olvidar quien soy. Estoy tranquilo, en pijama, ante la máquina de escribir, y de pronto me veo por la calle recorriendo la ciudad vestido de negro y con un abrigo de piel que me llega casi a los tobillos. Nunca recuerdo donde compro ese tipo de ropa, pero me hace confundirme con la noche oscura, apareciendo cuando uno menos lo espera.
La muchacha que se cruzó en mi camino era una diosa del Olimpo. Aquel pelo negro que caía sobre una espalda acabada en una deliciosa curva que hizo que mi corazón se disparara y mi sed volviera. Sus ojos eran dos ópalos azules luminiscentes que me atrajeron como un imán gigantesco.
Aparecí delante de ella por sorpresa, nos separaban tres metros, y fundí mi mirada con la suya. Se asustó y se quedó paralizada, pero cuanto más me acercaba su miedo se iba transformando, en sus ojos comenzó a nacer el deseo, una atracción que la desarmó. Aunque mi mente no quería que ocurriera, mi cuerpo era el fuego del infierno. Un espasmo de placer recorría toda mi esencia y aquellos pinchazos me hicieron abrazarla y besarla lentamente. Su lengua húmeda era como el terciopelo con sabor a melocotón, y los espasmos iban en aumento. Mis manos eran dos plumas suaves que paseaban por su espalda mientras yo mantenía mis ojos cerrados, para evitar mirar su cuello, un cuello que comencé a besar lentamente hasta que el corazón parecía que me iba a estallar. Mis ojos se abrieron de golpe y la separé bruscamente; ella me miró suplicante, implorando que no la dejara, que llegara hasta el final, pero mi miedo entró en escena, miedo por ella, aunque mi corazón seguía galopando. La cogí de la mano y acabamos en un lugar, del cual tenía la llave, aunque no sabía por qué, donde levanté su blusa y rompí el sujetador que tapaba aquellas dulces delicias que quedaron a la vista. Comencé a besarlas mientras le desabroché el pantalón dejando que cayera al suelo. Ella soltó un gemido que me volvió loco, haciendo que rompiera su braguita, la empujara hacia la cama y me perdiera entre sus muslos. No recuerdo a una muchacha que disfrutara tanto como ella en esos momentos, pero lo peor fue cuando levanté la cabeza y sonreí maquiavélicamente, mostrando unos caninos algo más largos y finos de lo normal. Ella me miró, pero no hubo miedo en su cara, sino más deseo. La fui besando y saboreando mientras iba subiendo por su vientre y pecho con la respiración entrecortada por el placer, hasta que comencé de nuevo a besarle el cuello. Estaba cada vez más extasiada, sus jadeos eran acompasados, y yo más frenético. Aquella carita bonita me volvía loco, pero era el cuello donde más se paseaba mi lengua y aterrizaban mis besos, hasta que comencé a poseerla con un vaivén que me hacía oír retumbes lejanos que no eran otra cosa que mi corazón desbocado. Los golpes eran más fuertes y más seguidos hasta que perdí la noción y mis dientes se clavaron en ella; dio un gritito, pero me pidió más y más, pues no quería que acabara; ella quería que aquello fuera eterno, pero coincidió que mi sed de sangre se mitigó a la vez que explotamos de placer los dos, en un salvaje grito orgásmico. Quedó extenuada y satisfecha, comenzó a acariciarme, pero lo único que hice fue levantarme, ponerme el pantalón y decirle que se fuera. Ella no se opuso, como una autómata se vistió y se dirigió hacia la puerta, y antes de salir se volvió.
―Me llamo…
―No ―la corté tajantemente―, nada de nombres. Vete.
Me miró dulcemente.
―¿Cuándo volveré a verte?
No quería ni mirarla. Mi voz sonó grave:
―Vete.
Desapareció de escena. No sé cuánto tiempo estuve mirando el suelo, pensativo, intentando poner en orden unas ideas totalmente inconexas. Me levanté y me dirigí al mueble bar, cogí una botella de whisky, me acerqué a la ventana y di un trago largo y pausado. La noche era despejada y estrellada, en la calle todavía se veía algo de movimiento. Volví a dar un trago al Knockando y lancé la botella encima de la cama. Me puse la camisa y el abrigo y salí de aquel lugar. Todavía era pronto y comenzaba a tener sed. Pensé que si caminaba mucho se me pasaría, pero había demasiadas mujeres pululando en la noche como para que no me tentaran de nuevo.
Cuando salí de la portería a la calle, unos ojos indiscretos me siguieron desde una ventana situada enfrente del piso que acababa de dejar, y desde ahí una sonrisa malévola iluminó por momentos el cristal de la misma.
CAPÍTULO VI
La música y las luces distraían mi atención. La discoteca estaba llena a reventar y la gente se empujaba para poder pasar. Yo estaba sentado en la barra apurando un chupito de whisky, dejándome llevar por mis fantasías. Era increíble lo que podía llegar a beber sin emborracharme, aunque al final acabara así.
―Ponme otro chupito, encanto.
La camarera me miró pícaramente, y cuando me lo sirvió me guiñó un ojo y lanzó un beso al aire en mi dirección. Yo alcé el vasito a modo de brindis y cuando fui a beberlo un empujón lo derramó por encima de la barra. Giré la cara con calma y vi ante mí a un tipo de metro ochenta y cinco con músculos hasta en las pestañas. Lo miré fríamente.
―¿Por qué has hecho eso?
Fue muy descortés.
―¿Te crees que puedes ir flirteando con las mujeres de otros, payaso?
Mi cinismo salió a relucir.
―A ver si lo entiendo. ¿Ligar con la mujer de otro, payaso? ¿O hacerlo con la mujer de otro payaso… como tú?
Sus ojos parecieron que se le iban a salir de las órbitas. Me cogió del abrigo de piel y me levantó casi en vilo, ya que mis pies tocaban de puntillas el suelo. Alcé los brazos y me deslicé fuera de este y se quedó solo con la prenda en las manos mientras sintió un golpe en la cara que casi lo deja sin sentido. Se quedó sentado en el suelo, aturdido, no creyéndose que yo le hubiera tumbado de un golpe con la mano abierta que le cogió hasta el oído, dejándole un desagradable pitido en este. De pronto aparecieron más musculitos que lo levantaron para después encararse conmigo, pero unos tipos con caras pálidas y vestidos de negro los pararon, poniéndose entre ellos y yo, y estos alzaron las manos mostrando las palmas en señal de rendición, dando a entender que no querían problemas. Yo miré asqueado la escena, pagué a la camarera, que me dijo que la esperara más tarde, y salí de allí desentendiéndome de todo aquello que no me hacía ni pizca de gracia.
Cuando salí de aquel lugar y llevaba unas manzanas recorridas, tuve la sensación de que alguien me seguía, pero cada vez que volvía la cabeza no veía a nadie… hasta que apareció ante mí. Era unos cinco centímetros más alto que yo y vestía al estilo de la película Underworld, una camisa de seda de color azul marino, con unas chorreras adornando la parte del pectoral, cubierta por un abrigo muy parecido al mío, haciendo juego con unos pantalones de terciopelo de color azabache. Una larga y espesa cabellera de color negro con un tono azulado dio a entender que se teñía el pelo. Poseía unos rasgos perfectos, pero sus ojos parecían no haberse cerrado durante días; aun así había decisión en su mirada.
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