Elkin Emilio Villegas Mesa - De Cicerón a nuestros días

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El libro está dedicado a la memoria de todos aquellos grandes y honrados pensadores, políticos, críticos y oradores, cuya lista es bastante larga en Colombia, que han sido asesinados como Marco Tulio Cicerón (a quien su maestro Publio Mucio Escévola, también asesinado, según Taylor Caldwell, le había vaticinado no alcanzar una edad avanzada por sus «absurdas» teorías sobre los derechos del hombre y la democracia, por no haber cedido en su empeño de hablar con claridad respecto a la búsqueda de la paz, la cual implica una relación íntima entre la represión de la agresividad y la puesta en escena de los deberes y los derechos humanos; por las deficiencias simbólicas de la época y la intolerancia de las mentes corruptas, que nunca han sido capaces de aceptar una palabra clara, coherente y veraz con la que se diferencien lo real, lo simbólico y lo imaginario en la comunicación humana y en el ejercicio de los oficios, en los que lo simbólico es un punto intermedio que representa el Nombre del Padre.

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Esta es la razón por la que en otros apartes de nuestra obra le damos tanta importancia a la noción de sentimiento de culpa, sin la cual, como diríamos con Freud, no serían posibles los vínculos sociales. Por todo esto y a la memoria de aquellas personas, sus familias y las gentes de buenas costumbres está dedicada esta modesta reflexión; lo mismo que a los funcionarios de la organización que nos desconocieron los derechos fundamentales en el curso de nuestra formación; hombres apreciados que, sin embargo, como César, Craso y Pompeyo en la relación con Cicerón, traicionaron nuestra fe, nuestros deseos de vivir y de saber. Personas que sin duda también han sufrido colateralmente por la acción violenta de una mentalidad delincuencial que se ha ido propagando y que en ocasiones se tiende a justificar y a confundir con la habilidad lingüística para los negocios, el ejercicio inmoderado del poder y la falta de prudencia en muchos ámbitos de la vida social y política —en la cual “los procesos de desidentificación y reinvestimiento afectivo son un aspecto importante de la vida” (Stavrakakis, 2010, p. 255)— en los cuales se dice con cierta sorna y aire de cinismo que “la ley se acata pero no se cumple”. Ello evidencia nuestra natural inclinación a vivir “quebrantando la ley”.

En fin, mentalidad que por los influjos del mercado carece, cada vez más, de culpabilidad, de mecanismos de regulación, de tentativas de reparación y de condiciones higiénicas suficientes para el cultivo de la salud mental, que permite simbolizar la esencia de lo humano en relación con los deberes. Unos deberes que en Cicerón consideramos no tan utópicos e imaginarios como los nuestros y, por ello, son más cercanos a la realidad interna y externa de la condición humana. Por esta razón, en el presente trabajo los asociamos con la ética del psicoanálisis y con la responsabilidad que se desprende de la experiencia de lo real, de la falta estructural (asociada según Stavrakakis con expresiones tales como “límites del discurso”, “incompletud de la identidad”, “significante vacío”, “imposibilidad de la sociedad” y “falta en el Otro”) y el goce. La conciencia de la falta (o la negatividad), más que un límite, es condición de posibilidad y es consustancial a la realidad social y política.1

1Es por todo ello que el autor griego Yannis Stavrakakis afirma: “Por la historia de la democracia griega antigua sabemos que no es posible aceptar e institucionalizar la división y el antagonismo, y a la vez mantener abierta la perspectiva de una renovación permanente. Sin duda, en la polis había conciencia de que la división y el antagonismo ocupan un lugar central y deben salvaguardarse y sostenerse. ¿De qué otra manera es posible interpretar la célebre ley de Solón que Aristóteles analiza en La constitución de Atenas?” (2010, p. 302). Y unas cuantas líneas más adelante, apoyado en Marchart, agrega: “Entonces, la democracia no es sino el intento —imposible pero necesario— de institucionalizar la falta” (p. 313).

Prólogo

Tanto el ejercicio del derecho como la función de la oratoria entre griegos y romanos estaban al servicio de la verdad entre los primeros pensadores. La filosofía y otros discursos como el del derecho (disciplina en la que Cicerón siempre estuvo interesado y que no es solo objetiva, sino también subjetiva) han pensado, por más de veinte siglos, la cuestión de la verdad en términos de coherencia o de adecuación (adaequatio); entendida esta como la relación entre pensamiento y objeto, proposición y su eficacia, entendimiento y cosa, o entre un símbolo y un objeto o entre las palabras y las cosas, en la perspectiva de Foucault. Esta teoría de la adecuación ha sido problemática desde Aristóteles, su creador, tal y como se constata a diario y lo muestra el texto de Borges, Funes el memorioso. Si bien es cierto que, en rigor científico, no es posible la adecuación entre las palabras y las cosas, su aproximación por medio de una palabra plena o de un bien decir sí es algo que aporta mucho al reconocimiento del otro, la convivencia y la solidaridad.2 Es algo que está implícito en las reflexiones de Marco Tulio Cicerón como filósofo, el más grande abogado y orador, empeñado en tener con el semejante una relación centrada en la objetividad simbólica y no en el predominio de lo imaginario.3 Cuestión que nos obliga, de paso, a aclarar que los contenidos de esta elaboración operan desde la lógica del símbolo, el cual lleva a cabo un doble movimiento: mostrar ocultando y esconder manifestando. Así, los capítulos que componen el presente trabajo son símbolos que metaforizan (o esconden) la verdad de la agresividad y la violencia en los vínculos sociales en nuestro país, lugar en el que al parecer muchos sujetos reprimen el amor en la relación con sus semejantes. Entonces, dicha representación alegórica, el símbolo, se asemeja al mecanismo de la represión, el cual también oculta lo que —la pulsión— desea manifestar y manifiesta lo que —la moral— quiere ocultar.

En esta perspectiva, es evidente para todo el mundo que la tranquilidad del alma y la paz relativa con el semejante en la vida familiar, en la escuela y en la vida social en general son consecuencia de la claridad y la coherencia que se tengan en los usos de la palabra y el lenguaje (Séneca, 1991). La noción de paz proviene del latín pax, pacis y se define en general como la virtud que pone en el ánimo tranquilidad y sosiego, opuestos a la turbación y las pasiones. En el ámbito de lo colectivo, paz es un concepto contrario al de guerra, es un estado interior (identificable con los conceptos griegos de ataraxia y sofrosine) exento, en el plano manifiesto, de sentimientos negativos (odio, ira y violencia).

Actualmente, una paz así es la anhelada por el espíritu de la sociedad colombiana. Tal y como Cicerón también la deseó con todas sus fuerzas para la Roma de su época.4 Sin embargo, ya tendremos ocasión de advertir, a partir de la propuesta interpretativa del presente trabajo, que una paz pensada en esos términos en realidad es poco probable. Porque una sociedad en la que sus integrantes no se esfuerzan por asumir sus inclinaciones agresivas y comunicarse de manera veraz para reducir lo imaginario en sus formas cotidianas de comunicación está propensa a vivir en medio de la incertidumbre que genera no saber quién es realmente el semejante y si se puede o no confiar en él.5

La confianza en el semejante tiene mucho que ver con los usos de la palabra, el lenguaje y la oratoria, pues sabemos que alguien es confiable cuando verificamos que existe coherencia entre las palabras y lo que hemos pactado con él. Algo que Cicerón procuraba comprobar con sus coetáneos y que, hasta los niños, así no tengan una madurez psicológica suficiente, están en condiciones de captar, pues, cuando se les promete algo y luego no se les cumple, reaccionan con angustia, malestar y agresividad. Los conflictos siempre existirán, pero es necesario trabajar para que al otro no se le suprima por ser diferente, por discutir o polemizar. Aún sigue siendo inexcusable promover el conflicto por medio de la palabra, tal y como Cicerón lo propusiera, sin que ello termine en el asesinato del otro.

Esta coherencia proporcional entre las palabras y la realidad de los acuerdos es necesaria en un proceso de paz como el que ya se llevó a cabo en La Habana y que tuvo en vilo a la sociedad colombiana, como seguramente también lo estuvo la Roma de Cicerón (que no creaba mitos como Grecia, sino que glorificaba los acontecimientos propios de la historia, los cuales, dicho sea de paso, no son parte constitutiva del presente trabajo, en el que se privilegian las ideas sobre los deberes morales, como fundamento de los derechos humanos) en medio de las turbulencias de aquella época, que se asemejan en muchos aspectos, según Taylor Caldwell (2011), al mundo moderno. Desde Cicerón hasta el presente, la paz nunca ha sido una realidad humana, las inclinaciones agresivas no lo han permitido. Dice la mencionada autora:

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