Angela Saini - Superior

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¿Cómo surgió la idea de raza y qué significa? En la era de la política identitaria, las pruebas de ADN y el ascenso de la extrema derecha vuelven a cobrar auge quienes defienden las diferencias biológicas entre poblaciones.
La verdad: la raza es una construcción social. El problema: nos cuesta creerlo.En
Superior, la premiada autora Angela Saini investiga el concepto de raza desde sus orígenes hasta el presente. Con la ayuda de genetistas, antropólogos historiadores y científicos sociales de todo el mundo, realiza con todo rigor un análisis actualmente muy necesario de la naturaleza, insidiosa y destructiva, de una idea de raza que da por sentada la superioridad de algunos grupos.La ciencia moderna nació lastrada por este error fatal, que ha persistido durante siglos y presumiblemente se mantienen hasta hoy. En el Siglo XIX, pensadores ilustrados no veían contradicción alguna entre valores como la libertad y la fraternidad y su idea de que había seres humanos inferiores de forma innata. No es casualidad que estas ideas racistas surgieran en el momento álgido del colonialismo europeo.A lo largo del siglo XX relevantes figuras del ámbito científico y universitario desempeñaron un papel destacado en el desarrollo de la ideología de la higiene racial, una idelogía que culminó con el Holocausto. Es, de alguna manera, la misma que permitió en los Estados Unidos en 2018, las medidas legales por las que miles de niños, hijos de inmigrantes ilegales, fueran separados de sus padres en la frontera con Méjico.Los pensadores europeos nos contaron que sus culturas eran mejores, que estaban en posesión del pensamiento y de la razón. 
Vincularon estas nociones a la idea de que pertenecían a la raza superior, redefiniendo nuestra realidad. No era verdad.

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Sin embargo, los colonos no valoraron nada de lo que vieron. Para quienes se han criado y viven en ciudades, la industrialización sigue siendo la imagen de la civilización. «Es absurdo situar a una sociedad industrial por encima de una sociedad de cazadores-recolectores», me recuerda Benjamin Smith. No es algo fácil de aceptar cuando te has criado en una sociedad que te dice que los rascacielos de hormigón son el símbolo de la cultura avanzada. Sin embargo, desde el punto de vista de las gentes que vivieron en la noche de los tiempos durante milenios más que siglos, en un contexto histórico de larga duración, todo se ve con mayor claridad. Los imperios y las ciudades decaen y caen. Han sido las pequeñas comunidades indí­­genas, cuyas sociedades no tienen muchos cientos, sino muchos miles de años de antigüedad, las que han sobrevivido a todo. «La arqueología nos demuestra que todas las sociedades son increíblemente sofisticadas, solo que esa sofisticación se expresa de manera diferente», prosigue Smith. «Ellos pensaron su mundo y quizá consideraran que era un lugar mejor para vivir que el de los blancos. Aunque carezcan de sofisticación tecnológica, los miembros de estas sociedades tienen mucho más tiempo libre que los de las sociedades occidentales, tasas de suicidio más bajas y un mejor nivel de vida en muchos aspectos».

Hace pocas décadas que los australianos han empezado a respetar a las culturas indígenas y a estar orgullosos de ellas. Pero incluso hoy se aprecia la resistencia de algunos australianos no aborígenes, sobre todo porque los datos arqueológicos han dejado muy claro que los nativos, de hecho, llevaban ocupando esos territorios no miles, sino muchas decenas de miles de años. «Cuando a mediados del siglo xx se hizo público que estos pueblos llevaban aquí desde la noche de los tiempos […] la gente se lo tomó como una puesta en cuestión de la presencia de una nación de colonos cuya historia era meramente superficial. Todo esto está entreverado con cierta dosis de ansiedad cultural —afirma Griffiths—, porque cuestiona la legitimidad de la presencia blanca aquí».

Los colonos europeos del siglo xix no lograron conectar con las gentes que hallaron. Se negaron a aceptar que eran los auténticos habitantes de aquellas tierras y los descartaron con un apresuramiento propio de mercenarios. Los nativos de Tierra del Fuego, situada en la punta más extrema de Sudamérica, sorprendieron al biólogo Charles Darwin en uno de sus viajes por su desnudez y su aparente salvajismo. Ocupaban el último peldaño de la jerarquía racial humana junto a los australianos y los tasmanos. Un observador afirmó que «descendían a la tumba», pues, como me explica Griffiths, se creía que estaban condenados a la extinción. «La idea dominante era que se extinguirían pronto. Se habló mucho de “facilitar la extinción de una raza moribunda”».

Facilitar la extinción fue una tarea sangrienta. Las enfermedades que precedieron a la invasión se cobraron el mayor número de víctimas. Pero a partir de septiembre de 1794, seis años después de que la primera flota de buques británicos llegara a lo que posteriormente sería Sídney y hasta bien entrado el siglo xx, cientos de masacres contribuyeron asimismo a reducir el número de los indígenas de forma lenta pero inexorable. Según las últimas estimaciones, su número se redujo hasta en un 80%. Murieron cientos de miles de personas, cuando no a causa de la viruela u otras enfermedades que los barcos europeos llevaron a Australia, directamente a manos de individuos, bandas y en ciertos momentos incluso de la policía. Según Griffiths, el genocidio cultural fue igual de implacable. Tenían prohibido practicar su cultura y hablar su lengua. «Muchas personas ocultaban su identidad, lo que contribuyó asimismo al declive de la población indígena».

En 1869 el Gobierno australiano aprobó una ley que permitía separar a los niños de sus padres, por la fuerza de ser necesario, especialmente cuando se trataba de mestizos, a los que en la jerga de la época se describía como de «media casta», de «cuarto de casta» o de «castas» descritas en fracciones aún más pequeñas. El informe oficial de 1997, que enumera los efectos que tuvo esta política sobre una «generación robada» que quedó marcada para siempre, es un auténtico catálogo de horrores. En Queensland y Australia Occidental, los gobiernos obligaron a la gente a vivir en asentamientos y misiones. Separaban a los niños de sus padres a los cuatro años y los alojaban en dormitorios hasta que cumplían los catorce y podían mandarlos a trabajar. Las niñas indígenas que quedaban embarazadas eran enviadas de vuelta a las misiones o dormitorios hasta que daban a luz, tras lo cual el proceso de separación volvía a empezar.

En la década de 1930, en torno a la mitad de los aborígenes de Queensland vivía en instituciones donde la vida era desoladora, con altas tasas de enfermedad y malnutrición. Controlaban estrictamente su conducta por miedo a que recayeran en la «inmoralidad» propia de sus comunidades de origen. Los niños solo salían de las misiones y dormitorios cuando se necesitaba fuerza de trabajo barata; las chicas solían colocarse de criadas y los chicos ayudaban en el campo. Se los consideraba mentalmente incapaces de realizar cualquier otro tipo de trabajo. La historiadora Meg Parson describe lo que ocurrió cuando se quiso «crear una nueva versión de los aborígenes y convertirlos en súbditos y trabajadores adecuados para el Queensland blanco».

La madre y la abuela de Gail Beck, una activista indígena de Perth, fueron obligadas a vivir así. Gail era enfermera, pero actualmente trabaja en el South West Aboriginal Land and Sea Council e intenta reclamar el derecho a la tierra de su comunidad local, los Noongar. La visito en su casa, en la pintoresca ciudad portuaria de Freemantle, y hablamos mientras cocina. Esperamos la visita de los aborígenes de la rama australiana de su familia. Me doy cuenta de que no sabe cómo cuantificar el dolor y la pérdida.

Gail tiene sesenta años, pero no conoció su verdadera historia familiar, no supo que descendía de indígenas hasta los treinta. Le dijeron que era italiana, una mentira con la que su madre explicaba el tono oliváceo de su piel, aterrorizada ante la posibilidad de que las autoridades la separaran de ella, como había ocurrido en su caso. De manera que se montó una conspiración de silencio y nadie le contó que su abuela había sido una niña de la «generación robada», una «media casta» arrebatada a su familia e internada en una misión católica en 1911, a los dos años. Allí abusaron de ella física, mental y sexualmente. «La mandaron a servir a los trece años y no le pagaban. Así vivió hasta que se hizo adulta». La madre de Gail tuvo un destino similar. Estuvo bajo la tutela de las monjas de la misión desde el día de su nacimiento. Cuando creció, le pegaron y le quemaron. «Las Hermanas de la Caridad eran muy crueles», me cuenta Gail.

Se enteró de repente del pasado de su familia y lo confirmó con la documentación de su abuela. «Lloré un mar de lágrimas». Gail adquirió de inmediato una nueva identidad que quería entender desesperadamente y a la que deseaba sentirse vinculada. Le costó seis años encontrar a la rama de la familia que le habían ocultado y desde entonces se ha dedicado a absorber su cultura. Me enseña sus mantas y dibujos, con motivos que han hecho famosos a los artistas aborígenes australianos. Ha intentado aprender la lengua nativa, pero les resulta muy difícil. Vi­­ve como la mayoría de los australianos blancos, en una bonita casa de un hermoso barrio residencial, y el conocimiento que tiene del modo de vida de su abuela es bastante fragmentario.

«Vivimos en un luto permanente y la gente no lo entiende», me dice. «La pérdida de los niños no afectó solo a la familia nuclear, sino a toda la comunidad». Quizá, la mayor tragedia de todas sea que el modo de vida que hubiera podido tener, los conocimientos y la lengua que le hubieran enseñado de niña, la relación que podía haber tenido con el entorno local acabaron aplastados bajo la bota de quienes se consideraban la raza superior. Tras la lle­­ga­­da de los europeos, hasta la creación artística entró en crisis. Los aborígenes no recuperaron legalmente los de­­rechos sobre sus tierras hasta 1976. Hasta entonces, las víctimas no tuvieron elección. «Se les prohibió practicar su cultura, hablar su lengua o contraer matrimonios interraciales». Les dijeron que eran inferiores, que llevaban una vida vergonzosa, y adoptaron otros modos de vida porque los europeos los consideraban mejores.

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