En la noche de los tiempos todos compartíamos el planeta e incluso vivíamos unos junto a otros en ciertos momentos y lugares concretos. Algunos académicos consideran que ese instante cosmopolita de nuestra historia más antigua es el corazón de lo que significa ser moderno. Casi siempre imaginamos a estos antiquísimos humanos como si fueran bestias simiescas. Pensamos que debemos tener alguna cualidad de la que ellos carecían, algo que nos dio la ventaja, la habilidad de sobrevivir y prosperar mientras ellos se extinguían. Se ha abusado mucho del término «neandertal». Los diccionarios nos dicen que fue una especie humana, ya extinta, que vivió en Europa en la Edad del Hielo, pero existe una segunda acepción: hombre tosco, poco civilizado y de escasa inteligencia. Smith me explica que los neandertales y el Homo erectus fabricaban las mismas herramientas que nosotros, los Homo sapiens, pero señala que, según los datos de los que disponemos, carecían de la capacidad de pensamiento simbólico, no hablaban en tiempo pasado o futuro y no producían arte como el nuestro. En su opinión, fueron estas capacidades las que nos hicieron modernos, una especie aparte.
Lo que «nos» separa de «ellos» es el núcleo de lo que somos, y conviene tener en cuenta que al investigar esta cuestión no nos limitamos a formular una pregunta sobre nuestro pasado. Hoy parece tan evidente lo que es un ser humano, que toda aclaración al respecto semeja estar de más y nos resulta increíble que las cosas fueran diferentes hace no mucho tiempo. En los siglos xix y xx, cuando los arqueólogos encontraron fósiles de otras especies humanas extintas en la actualidad, empezaron a preguntarse hasta qué punto se podía decir que todos los Homo sapiens vivos eran iguales. Hace no mucho, en la década de los sesenta, el hecho de que un científico creyera que los humanos modernos habían evolucionado de modo independiente, en diversas partes del mundo y a partir de formas arcaicas sin conexión entre sí, aún no suscitaba controversia. Pero lo cierto es que sigue inquietando la incertidumbre que impera en este asunto, y el debate científico en torno a lo que convierte a un ser humano moderno en un ser humano moderno es más intenso que nunca.
Puede que todo esto parezca absurdo desde nuestro punto de vista del siglo xxi. La idea más generalizada es que tenemos el origen común que describe la hipótesis «fuera de África». En las últimas décadas, los datos científicos han confirmado que el Homo sapiens evolucionó a partir de un pueblo africano antes de que algunos de estos pueblos emigraran hacia el resto del mundo, hace unos 100 000 años, y se adaptaran de mil pequeñas formas a sus nuevas condiciones medioambientales. Los pueblos de África misma también cambiaron y se adaptaron en diversos grados, dependiendo de la región que habitaran. Pero, en general, los humanos modernos eran y siguen siendo una única especie: Homo sapiens. Somos especiales y somos uno. Esto es ni más ni menos que un credo científico.
Sin embargo, no es una opinión compartida de manera unánime en la academia y en algunos países ni siquiera es la teoría dominante. Hay científicos que creen que los humanos modernos no salieron de África en un periodo evolutivo relativamente reciente, sino que las poblaciones de cada continente entraron en la modernidad por separado y a partir de ancestros que ya vivían allí hace millones de años. En otras palabras: hubo grupos de personas que se hicieron humanos, tal y como entendemos el término hoy, en momentos diferentes y en lugares distintos. Algunos llegan incluso a preguntarse si esta idea de una evolución por separado hacia el humano moderno podría explicar lo que hoy denominamos «diferencias raciales». Si fuera así, puede que las diferencias entre «razas» sean algo más profundo de lo que pensamos.
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En uno de los primeros relatos europeos sobre los indígenas australianos, el pirata y explorador del siglo xvii, William Dampier, los describe como «el pueblo más miserable del mundo».
Dampier y los colonos británicos que le siguieron hasta el continente despreciaban a sus vecinos, a los que consideraban salvajes atrapados en el inmovilismo cultural desde que surgieron o emigraron allí, por mucho tiempo que hiciera. Los expertos en cultura Kay Anderson, de la Western Sydney University, y Colin Perrin, un investigador independiente, han documentado el estupor que experimentaron los europeos cuando llegaron a Australia. «Los aborígenes que no practicaban la agricultura inquietaban profundamente a los colonos», escriben. No construían casas, no practicaban la agricultura ni criaban ganado. No se explicaban cómo esas personas, si eran humanos como ellos, no habían «mejorado» adaptándose a estos procesos. ¿Por qué eran tan distintos a los europeos?
Las cosas fueron más allá del choque cultural. Los europeos estaban desconcertados, o quizá simplemente no quisieran intentar entender a los habitantes originales del continente, porque en el siglo xviii tenían que justificar que estaban ocupando un territorio que querían reclamar para sí mismos. El paisaje debía ser el mismo que al principio de los tiempos, porque no veían que se hubiera introducido en él modificación alguna. Si la tierra no se había cultivado, según las leyes occidentales era terra nullius: no pertenecía a nadie.
Por la misma regla de tres, si los habitantes pertenecían al pasado, a una era premoderna, sus días estaban contados. «Consideraban que los indígenas australianos se encontraban en un estadio evolutivo primitivo y fosilizado», me comenta Billy Griffiths, un joven historiador australiano que ha documentado la historia de la arqueología en su país y cuestionado la primitiva descripción de los nativos como agua estancada en el aspecto evolutivo. Al menos uno de los primeros exploradores se negó a creer que eran los artífices del arte rupestre que vio. Se pensaba que estaban en una fase más primitiva de la historia de Occidente, que eran la encarnación de una forma antigua, de un peldaño en la escala evolutiva. Desde el momento en el que los encontraron, pensaron que los aborígenes australianos no tenían historia propia. Parecían haber vivido aislados y ofrecían una especie de retrospectiva de la vida humana anterior a la civilización. En 1958, el distinguido y ya fallecido arqueólogo australiano, John Mulvaney, escribió que para los victorianos Australia era «un museo de la humanidad primigenia». Escritores y académicos siguieron refiriéndose a ellos como los hombres de «la Edad de Piedra» hasta finales del siglo xx.
Es cierto que las culturas indígenas mantienen vínculos duraderos con sus ancestros preservando una tradición milenaria. «El pasado remoto es un legado vivo», me dice Griffiths. «Los aborígenes australianos lo sienten en sus huesos […] existen asombrosos relatos sobre sucesos dramáticos preservados en una tradición oral que habla, por ejemplo, de la subida de las aguas del océano al final de la última Edad de Hielo, de colinas convertidas en islas, de la erupción de volcanes en Victoria occidental e incluso del impacto de meteoritos en distintos momentos». Pero eso no significa que su estilo de vida no haya cambiado nunca. Los colonos europeos no supieron entenderlo y la imagen que se creó entonces persistió hasta la segunda mitad del siglo xx.
«No mostraron el más mínimo respeto por los extraordinarios sistemas de comprensión de los indígenas australianos ni por su forma de gestionar una tierra que llevaban cultivando milenios», explica Griffiths. «Durante miles de años esta tierra había estado repleta de historias y canciones, la habían cultivado con estacas, con fuego y con sus propias manos. Hubo enormes cambios medioambientales, sociales, políticos y culturales mientras estos pueblos vivieron en Australia». Sus vidas nunca han sido estáticas. El escritor Bruce Pascoe afirma en su libro, Dark Emu, Black Seeds (2014), lo que ya habían dicho otros académicos: que su forma de gestionar la tierra era tan sofisticada y exitosa, incluida la recolección y la pesca, que equivalía a la agricultura y a las labores de granja.
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