Si nos fijamos en el equilibrio de poder que existía en la esfera internacional del siglo xviii, veremos que los tesoros del mundo entero solo podían acabar en un museo como este, porque Gran Bretaña era una de las naciones más poderosas de la época, la colonizadora más reciente junto a otras naciones europeas. Eran los nuevos vencedores y se arrogaron el derecho a expoliar, a documentar la historia a su manera y a decidir qué datos sobre la humanidad eran «científicos». Los pensadores europeos nos contaron que sus culturas eran mejores, que estaban en posesión del pensamiento y de la razón. Vincularon estas nociones a la idea de que pertenecían a la raza superior redefiniendo así nuestra realidad. No era verdad.
1. En la noche de los tiempos
¿Somos una única especie humana o no?
Siento que estoy atravesando un territorio inexplorado al conducir tierra adentro por una carretera llena de cadáveres de pobres canguros, a unos 300 kilómetros de Perth, una ciudad de Australia Occidental. Estoy en el extremo opuesto del lugar que considero mi hogar y todo lo que veo me resulta extraño. Pájaros cuya existencia desconocía emiten sonidos que no había oído nunca y las ramas muertas de árboles plateados parecen dedos extendidos de esqueletos que brotan de la tierra roja, fina y suelta. Veo rocas gigantescas, expuestas a la intemperie durante miles de millones de años y convertidas en amasijos amorfos que semejan naves espaciales mohosas. Imagino que he sido transportada a una galaxia en la que los seres humanos no tienen cabida porque está situada más allá del tiempo.
Pero en un oscuro refugio situado bajo una roca ondulante hay huellas de manos.
La cueva Mulka es uno de los muchos lugares de Australia donde se ha hallado arte rupestre, pero lo que la hace única en la región es la gran cantidad de pinturas que contiene. Tengo que agacharme para entrar y avanzar en la oscuridad. Al principio solo veo una mano de color rojo ocre sobre el granito iluminado por un difuso rayo de luz. Cuando mis ojos consiguen enfocar la imagen, aparecen más manos: manos infantiles, manos adultas, manos sobre manos, manos por todo el techo, cientos de ellas rojas, amarillas, blancas y color naranja. A media luz se ven más claramente, como si quisieran salir de las paredes de roca para chocar los cinco con el visitante. Descubro asimismo unas cuantas líneas paralelas, posiblemente el esbozo difuso de un dingo.
No es fácil datar estas imágenes porque algunas tienen una antigüedad de miles de años y otras son muy recientes. Lo único que sabemos es que en este continente el arte rupestre se remonta a lo que en términos culturales se considera la noche de los tiempos. Cuando en 2017 los arqueólogos empezaron a excavar en la roca Madjedbebe, situada en la Tierra de Arnhem, al norte de Australia, estimaron que existieron seres humanos modernos en la región desde hace unos 60 000 años, mucho antes que en Europa. De hecho, hace tanto tiempo, que los habitantes de estas tierras fueron testigos de una era glacial y asistieron a la extinción de los mamíferos gigantes. Puede que fueran artistas desde el principio. Uno de los arqueólogos de Madjedbebe me contó que habían encontrado ocho restos de «lápices» de color ocre muy gastados. A orillas del lago Mungo, en Nueva Gales del Sur, se hallaron en una excavación arqueológica restos de 42 000 años de antigüedad. Hay indicios de enterramientos ceremoniales y cuerpos decorados con pigmento ocre que debieron transportarse cientos de kilómetros para ser enterrados allí.
«La huella de una mano puede significar algo muy diferente en distintas sociedades e incluso en el seno de una misma sociedad», afirma Benjamin Smith, un especialista británico en arte rupestre que trabaja en la University of Western Australia. Puede expresar el hecho de que alguien estuvo ahí, pero también puede adoptar significados más complejos. Los expertos como él intentan descifrar el sentido del arte antiguo de cualquier lugar del mundo, pero solo son capaces de arañar superficialmente sistemas de pensamiento tan antiguos que la tradición filosófica occidental no los puede explicar. En Australia, una roca no es solo una roca. La relación que tienen las comunidades indígenas con la tierra e incluso con los objetos inanimados carece de fronteras: todo y todos están interrelacionados.
Lo que me había parecido una zona asilvestrada no es en absoluto tan salvaje como había imaginado; es el hogar de muchas más formas de vida de las que habría creído posible. Incontables generaciones fueron acumulando aquí conocimientos sobre fuentes de alimento y navegación. Dieron forma al paisaje de forma sostenible a lo largo de milenios, creando un vínculo espiritual con él, con su flora y su fauna únicas. Poco a poco voy aprendiendo que en la Australia indígena el individuo parece fundirse con el mundo que le rodea. El tiempo, el espacio y el objeto adquieren dimensiones diferentes y nadie que no se haya criado en el seno de esta cultura en este lugar puede entenderlo. Sé que podría pasarme el resto de la vida intentando comprenderlo sin avanzar un paso más allá de donde estoy ahora: sola, de pie, en esta cueva.
No podemos penetrar en las mentes ajenas.
Era una adolescente cuando descubrí que mi madre desconocía la fecha exacta de su nacimiento. Siempre celebrábamos su cumpleaños el mismo día de octubre y un año nos comentó de pasada que sus hermanas creían que había nacido en verano. Mi madre creció en la India, donde no era muy habitual recordar datos. Me sorprendió que no le importara y mi desconcierto la hizo reír. Para ella, lo esencial era la intrincada red de relaciones familiares, el lugar que ocupaba en la sociedad y su destino escrito en las estrellas. En aquel momento me di cuenta de que solo valoramos las cosas que conocemos. Yo, por ejemplo, comparo toda ciudad que visito con Londres, donde nací. Es el centro de mi universo.
Para los arqueólogos supone todo un reto interpretar el pasado descifrando culturas que no son las suyas. «Los arqueólogos llevamos mucho tiempo intentando determinar qué es ese rasgo que nos hace especiales», dice Smith, que antes de trabajar en Australia pasó dieciséis años excavando en el sur de África. Su trabajo le ha llevado a la cuna de la humanidad, donde ha estado hurgando entre los restos de los inicios de nuestra especie. No es una empresa fácil. Resulta sorprendentemente difícil datar con exactitud el surgimiento del Homo sapiens. Se han hallado fósiles de personas que compartían nuestros rasgos faciales, con una antigüedad estimada de entre 100 000 y 300 000 años. En África se han encontrado representaciones artísticas, o al menos signos color ocre, de hace más de 100 000 años, de antes incluso del inicio de las migraciones que sacaron a nuestros ancestros africanos del continente y les permitieron ir poblando lentamente otras regiones del mundo, incluida Australia. «Una de las cosas que nos caracteriza como especie es la capacidad de producir arte complejo», me dice Benjamin Smith.
Cuando nuestros ancestros se dedicaban al arte hace unos cientos de milenios, el mundo no era en absoluto lo que es hoy. Hace más de 40 000 años los humanos más modernos, los Homo sapiens, no eran los únicos que vagabundeaban por el planeta. Lo compartían con humanos más arcaicos como, por ejemplo, los neandertales (a los que a veces se ha denominado «hombres de las cavernas» porque sus huesos se han hallado en cuevas), que vivían en Europa y en ciertas zonas de Asia occidental y central. Hoy sabemos que también vagaban por ahí los denisovanos, cuyos restos se han encontrado en cuevas calizas de Siberia, y cuyo territorio probablemente se extendiera por todo el sudeste asiático y Papúa Nueva Guinea. En momentos puntuales del pasado hubo otros tipos humanos, pero aún no se ha logrado identificar ni poner nombre a la mayoría de ellos.
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