Por razones académicas y personales me encuentro en una situación de gran cercanía a sus autoras, de modo que la neutralidad me es ajena a la hora de sostener la importancia de sus contribuciones y el compromiso de reunir saberes con propósitos liberadores de la condición humana. Ni las concepciones menos erizadas de las posiciones posmodernas, ni la eliminación – completamente compartida– de la dotación de un sentido a la historia, autorizan a renunciar a la ética. Y como lo aseguró el notable filósofo Emmanuel Lévinas, situar la diferencia de la condición humana fuerza a instalar, de modo inexorable, obligaciones éticas. Y este libro no olvida esa tarea.
Introducción
Silvia Elizalde
Karina Felitti
Graciela Queirolo
Educación sexual: un viejo desafío con nuevas respuestas
En octubre de 2006, luego de intensos debates, el Congreso Nacional aprobó la Ley 26.150 que creó el Programa Nacional de Educación Sexual Integral. Esta norma establece la obligación de las escuelas de todo el país, de gestión privada y estatal, confesionales y no confesionales, de impartir un Programa Integral de Educación Sexual desde el Nivel Inicial hasta el Superior de Formación Docente y de Educación Técnica no universitaria. Promover la formación en valores, asegurar la transmisión de conocimientos precisos, confiables y actualizados, fomentar actitudes responsables, proteger la salud –en particular, la salud sexual y reproductiva de los/as estudiantes–, y procurar la igualdad entre varones y mujeres son algunos de los objetivos de este Programa. Estos sustentan el carácter obligatorio que tiene hoy el abordaje de este tema en la educación formal, hasta hace poco librado al interés o la predisposición de las instituciones y los/as docentes. En ese marco, la legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires aprobó su propia ley de Educación Sexual Integral (Nº 2.110), luego de varios años de discusión y de frustrados intentos por construir un consenso en esta materia. En virtud de estos antecedentes la noticia de la sanción de la ley nacional fue recibida con expectativa y, a la vez, con cierta cautela por la comunidad educativa quien, inmediatamente, se vio interpelada por numerosas preguntas. Porque, en definitiva, ¿qué significa exactamente dar educación sexual en las instituciones educativas? ¿A quiénes corresponde desarrollar esta enseñanza? ¿Por qué sumarle a la escuela una nueva tarea, a las múltiples y cada vez más amplias que ya realiza? ¿En qué fundar el respaldo necesario para que docentes y directivos puedan intervenir en un tema tan sensible y por muchas décadas también tabú, como es el de la sexualidad? Y, sobre todo, ¿cómo se materializan los contenidos de la ley en la realidad concreta de las aulas y en el actual contexto educativo, social y cultural de nuestro país?
Gran parte de estas preguntas tienen una respuesta, al menos formal, en los lineamientos de las normativas mencionadas. Al respecto, de la lectura de la ley se desprende que la educación sexual integral articula aspectos biológicos, psicológicos, sociales, afectivos y éticos. Esta definición intenta desterrar el mito profundamente arraigado en el sentido común de que la sexualidad se reduce al sexo (y éste, a su vez, al coito), que enseñar sobre ella implica necesariamente hablar de genitalidad y reproducción, y que, por ende, es el saber médico el único autorizado para tratar “con propiedad” esta temática. Esta concepción hizo que, por mucho tiempo, la responsabilidad de esta enseñanza quedara circunscripta de modo exclusivo al área de Ciencias Naturales o a las horas de Biología, o que el abordaje de la sexualidad se hiciera sólo de la mano de un profesional de la salud que visitaba la escuela, o incluso, de representantes de empresas y laboratorios que ingresaban al aula a promocionar productos de higiene femenina. La sexualidad considerada desde una dimensión integral, en cambio, reconoce al/la otro/a como sujeto complejo, con sentimientos, valores y derechos, y al cuerpo como una dimensión clave que no puede reducirse al funcionamiento fisiológico sino que está investido de significados sociales, culturales, y hasta económicos y políticos, históricamente situados. Como señala Eleonor Faur: “educar en sexualidad es, por tanto, una forma de apreciar que la vida sucede en un cuerpo y que, como seres humanos, podemos también entender, analizar y cuidar lo que sucede con nuestros cuerpos, como parte del desarrollo integral de nuestra ciudadanía y nuestras relaciones” (Faur 2007a: 26).
Esta perspectiva integral e integradora propone, entonces, concebir la educación sexual como “algo más” que un episodio esporádico encarado por “especialistas”. Se trata, más bien, de habilitar el desarrollo de un espacio y una acción constantes en la que todos los miembros de la comunidad educativa están convocados a intervenir, enriquecer y dar sentido. Lejos de limitarse solamente a impartir conocimientos sobre el desarrollo físico, ofrecer información sobre prevención de embarazos no planificados y/o infecciones de transmisión sexual –temas desde ya fundamentales–, el desafío de la educación sexual consiste en formar a los/as estudiantes –y, en ese gesto, a nosotros/as mismos/as– en valores y prácticas que (nos) permitan vivir la sexualidad de manera responsable, placentera y segura; no sólo como dimensión ineludible de la experiencia humana, sino también como campo de reconocimiento y ejercicio de derechos (Faur 2007b). Para ello resulta imprescindible potenciar el trabajo interdisciplinario, la articulación por niveles y el diálogo permanente entre colegas, alumnos/as, padres y directivos, así como la vinculación con organizaciones públicas y civiles, sociales y políticas (como hospitales y centros de salud, organizaciones no gubernamentales, centros barriales, grupos activistas en género y sexualidad, etc.), con el propósito de definir colectivamente una agenda de trabajo en común.
Es sabido que ésta no es la primera vez que desde el Estado y la sociedad civil se han puesto en marcha iniciativas de educación sexual, aunque evidentemente su significado haya sido muy distinto a lo largo de nuestra historia. En efecto, más allá de las indicaciones de la nueva ley, muchas escuelas y docentes vienen trabajando desde hace años en este área, ideando para ello herramientas creativas y contribuyendo a la producción de un saber y una experiencia de importante valor pedagógico y ciudadano (Wainerman, De Virgilio y Chami 2008). Asimismo, el propio sistema educativo “habló” y “habla”, en sus prácticas concretas, de género y sexualidad, incluso sin hacerlo explícito. Lo hizo, por ejemplo, cuando a mediados del siglo XIX pensó a las maestras en virtud de sus “dotes maternales”; cuando segregó las escuelas por sexo, o cuando implantó la puericultura y la economía doméstica como asignaturas obligatorias para las mujeres (Nari 1995, Morgade 1997). También “generizó” las prácticas y vivencias escolares cuando decidió excluir a las niñas de las clases de gimnasia y las relegó del aprendizaje de las ciencias porque su “futuro” debía limitarse a la formación de un hogar y a la maternidad como destino inexorable, circunstancias contra las que luchó tenazmente Sarmiento (Felitti 2004). Sin irnos tan lejos, cuando un maestro o una maestra le dicen a una nena que se siente como “una señorita” o a un varón que pare de llorar “como una chica” o cuando, de modo más general, se disciplinan los cuerpos de estudiantes y docentes con los mandatos hegemónicos del género y la heteronormatividad, también se está operando en el complejo campo de la sexualidad y la regulación ideológica de las diferencias (Lopes Louro 1999, Morgade 2001, Área Queer 2007, Péchin, 2007). Lo mismo sucede al llamar a la maestra “señorita”, aunque sea casada y con hijos, y al maestro “profe”, a pesar de tener el mismo título que su colega mujer; cuando las notas se dirigen a los “Señores padres”; cuando el beso de una pareja de adolescentes en el recreo o la exhibición de los genitales de un niño del Nivel Inicial incomoda y dispara en los adultos una “alarma” sobre la sexualidad infantil o juvenil; o cuando los libros de texto muestran una representación estereotipada de mujeres y varones y ninguna de estas reacciones e imágenes tradicionales se analizan o cuestionan críticamente (Wainerman y Heredia 1999). En síntesis, cuando la diferencia y la identidad sexual y de género se encarnan en la escena educativa y se convierten en un poderoso boomerang sobre nuestras propias definiciones y prácticas.
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