Al cumplir los veinte años, comencé a sentir la presencia de seres inmateriales. Todo empezó en un campamento de verano en el que trabajaba como monitor. Un día, a eso de las dos de la madrugada, me despertaron unos extraños lamentos. Al principio pensé que alguno de los niños sufría pesadillas, de modo que me levanté y examiné las literas: todos dormían a pierna suelta. Intenté negar lo que estaba viviendo, pero los gemidos no se detenían. Al cabo de un rato comprendí que alguien, desde un lugar no manifiesto, me estaba intentando decir algo. El día anterior habíamos descubierto un yacimiento de fósiles. Quizás aquellos seres lamentaban que nos los llevásemos de un lugar en el que habían permanecido durante miles de años. Sentí rechazo y no pude comprender que habíamos profanado la tierra y las memorias que allí se guardaban. Cuando las voces se silenciaron, me quedé pensativo y finalmente me dormí. A la mañana siguiente no dije nada. Me pasé el día como ausente, pensando en los extraños gemidos y esperando impaciente la llegada de la noche. Sin embargo, no volvieron a manifestarse.
Desde entonces, mi percepción sensorial comenzó a elevarse de manera progresiva. Al principio, tímidamente, pero después con más rapidez. Llegado un momento, terminó por sobrepasarme. Mi existencia diaria se llenó de sonidos extraños. A veces me veía sorprendido por gruñidos, aullidos, sollozos o risas ensordecedoras. Asimismo comencé a escuchar palabras articuladas de seres que reclamaban mi presencia, me acusaban de traidor o de infiltrado, me amenazaban de muerte o me pedían que me fuera. También los había que solicitaban mi ayuda y manifestaban un profundo dolor. Sentía que unos me atacaban y otros me imploraban, pero no sabía qué hacer ni cómo defenderme. En cualquier caso, no podía ignorar lo que me estaba sucediendo, así que mi única salida consistió en aceptarlo. Más tarde empecé a registrar conversaciones que acontecían en lugares muy lejanos y a sentir cómo mi campo de energía era literalmente ocupado por entidades y seres que me acechaban de forma constante. Durante varios años estuve perdido en esta dimensión astral, influido por presencias que escapaban a mi control y a mi comprensión racional. Convivir con esto no fue tarea fácil. En ocasiones pensé que me estaba volviendo loco y hubo momentos en los que me planteé abandonar este plano.
Finalmente me decidí por entrenar estas facultades que por alguna razón se habían despertado en mí. Al principio no podía entender lo que me sucedía, pero a medida que me arraigaba en mi cuerpo y me hacía consciente de mi individualidad, mi visión se iba aclarando. Con el paso del tiempo descubrí que este espacio es un lugar de relación en el que la energía se mueve muy deprisa y en diferentes frecuencias. Comprendí que forma parte de nuestra personalidad y que el hecho de conectar con las almas que lo habitan no es aleatorio. En un primer momento, esta realidad se manifestó de forma desgarradora e incluso terrorífica, pero después empecé a comunicarme con entidades y seres que vibraban en frecuencias más elevadas y tuve el privilegio de vivir experiencias de gran belleza.
A los veintiséis años volví a sentir la misma presencia que me había visitado de niño. Era de noche. Caminaba por una avenida madrileña muy concurrida disfrutando del bullicio de una ciudad que siempre se mostraba abierta y diversa. De repente se produjo un resplandor que lo iluminó todo. El fulgor fue tan grande que miré hacia los lados pensando que otras personas también lo estarían viendo. Sin embargo, todo el mundo seguía ensimismado en sus tareas y nadie parecía darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Alcé la vista y vi que en el cielo se había abierto una gran fisura, como si alguien hubiera descorrido una cremallera. De esa fractura surgió una luz blanca y espesa que comenzó a derramarse sobre mí. Aquello parecía una película de ciencia ficción, pero al mismo tiempo me resultaba extrañamente familiar. Permanecí unos segundos sin moverme. Acto seguido escuché una voz femenina que me dijo con dulzura: «Nunca dejes de escribir». Todo sucedió muy rápido. Cuando quise reaccionar, la escena ya había recobrado su disposición original en tres dimensiones. Me quedé allí sin saber qué hacer. Respiré hondo y cerré los ojos. Sentí mucha alegría y una enorme gratitud por aquel mensaje tan hermoso. En ese momento comprendí que la realidad multidimensional convive con nosotros y que no hay distancias físicas que nos separen de otros planos.
Para protegerme de las influencias negativas que recibía de esta dimensión y disfrutar de sus bondades, tuve que hacer un esfuerzo ímprobo en mi desarrollo personal. Tardé varios años en aprender a convivir con esta realidad. Quizás por eso hoy puedo hablar sobre ella con responsabilidad. Si lo hago es para arrojar un poco de luz sobre este aspecto de la vida, que es muy poco comprendido. El mundo astral (o esotérico) se suele confundir con el espiritual, pero son dos cosas diferentes. Esta dimensión es en realidad un umbral perceptivo y un espacio de relación. De igual forma que una abeja es capaz de ver la luz polarizada que nosotros no advertimos, algunas personas tenemos ampliada nuestra banda de percepción. Es una puerta que se sitúa más allá del límite que la ciencia tradicional considera normal y nos ofrece una información que no se detecta desde el plano físico.
Este nivel de realidad forma parte de la vida de todo el mundo. La mayoría de las personas tienden a rechazar su existencia por miedo a lo desconocido. No obstante, es un lugar muy familiar. Aquí es donde creas los sueños y conectas con la guía espiritual a través de la intuición. También es el espacio al que irás después de la muerte y desde el que recibes energía e información de tu linaje de sangre ancestral. Además es el lugar en el que se expresan, a nivel energético, las relaciones que estableces con otros seres vivos. Muchas personas tienen experiencias extrasensoriales, pero no se atreven a manifestarlo por temor a ser rechazadas. Como dice el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung: «Si alguien no comprende a otra persona, tiende a considerar que esta está loca». En Occidente hemos reprimido el acceso a este conocimiento por dos razones: el miedo y la ignorancia. Sin embargo, aunque tendemos a negar, ridiculizar o etiquetar todo aquello que no somos capaces de comprender, el misterio de lo desconocido siempre nos resulta atractivo.
Como veremos a lo largo del libro, la realidad no manifiesta es tan real como el mundo material. Es muy importante que seamos conscientes de ella. ¿Por qué razón? La dimensión astral es el lugar en el que se gestan los sistemas colectivos de creencias que están guiando la conducta de las personas y de los colectivos. También es el espacio en el que nuestros deseos comienzan a tomar forma antes de que se materialicen en el plano físico. Todo lo que pensamos y sentimos se deposita en este nivel e influye de forma decisiva en nuestras experiencias vitales futuras. Por este motivo, debemos ser muy cuidadosos y revisar la intención que acompaña a nuestros pensamientos, palabras y acciones.
La dimensión astral es un espacio de relación. Allí la energía vibra en una frecuencia más alta que en la dimensión física y por eso no se puede percibir con los órganos de los sentidos. Este lugar influye en todos los seres vivos que habitan la Tierra y es influido por ellos.
A la edad de treinta y un años sufrí una crisis de salud que afectó a mis articulaciones. Comencé a padecer dolores continuos muy intensos que me condujeron hasta un estado de sensibilidad herida permanente. Cuando acudí al médico, me diagnosticó una atrofia articular generalizada. Al parecer era una enfermedad muy rara de la que solo se conocían unos pocos casos. El dolor iría extendiéndose hacia los músculos y en unos pocos años perdería completamente la movilidad. De improviso, todo mi mundo se me vino abajo. No podía imaginarme pasando el resto de mis días postrado en una silla de ruedas. Mi primera reacción fue negar lo que me pasaba; luego sentí una inmensa rabia y un gran desprecio por la vida. Finalmente deseché el pronóstico médico y admití que, si quería salir de aquel agujero, tenía que cambiar internamente. Mantuve aquel suceso en secreto, pero sin lugar a dudas fue el mayor revulsivo que me impulsó a transformar mi vida.
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